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Ghiggia en Maracaná: un sueño de 65 años

Cuando uno lleva los títulos puestos, la fiesta amarga por el final y angustia por el principio. El 8 de julio de 2014 en Minas Gerais, en Belo Horizonte, en el estadio Mineirão, un 1 a 7 en la Semifinal de su Mundial contra Alemania devolvió a los sucesos del 16 de julio de 1950, en Río de Janeiro, en el estadio Maracaná, a una dimensión humana.

El 2 a 1 de aquella final contra Uruguay se vio reducido a una escala practicable, entendible y mesurable. Pero lo cierto es que aquel trauma duró sesenta y cuatro años.

En el minuto 79 de aquella final, a pase de Julio Pérez, Alcides Ghiggia le puso un punto y aparte a la historia del fútbol. Extremo menudo y elegante, Ghiggia, que haría fortuna en el fútbol italiano, fue la pierna ejecutora de un colapso nacional y el héroe de un país que es, en sí mismo, fútbol.

En Uruguay, donde hay más futbolistas que habitantes, aquel título en casa del gigante fue el refrendo de un dominio insólito sobre toda una era del juego enmarcada entre dos victorias mundiales con veinte años de diferencia: 1930, disputado en Uruguay y ganado, otra vez simbólicamente, a Argentina por 4 a 2, y 1950.

Alto y rápido, elástico y finísimo, Andrade, half derecho, fue el primero ídolo negro del país, ascendido a icono popular por su carácter perdulario que contrastaba con el aplomo, elegancia y concisión de movimientos sobre el campo. Andrade, ajustado a la leyenda, murió alcoholizado, medio ciego y miserable.

El mito, a veces, obliga a demasiado.

El único recordatorio en la década de los cincuenta de la Maravilla negra era la presencia de su sobrino, Víctor Pablo Rodríguez Andrade. Half izquierdo de Peñarol y campeón en Maracaná.

El equipo del 30 era la cima de una selección campeona olímpica en París en 1924, de América en Chile en el 26 y de nuevo olímpica en Amsterdam en 1928. La lideraba el tremendo central José Nasazzi y contaba con una tripleta de atacantes que fue la mejor de la década de los 20 (Perucho Petrone, El Loco Romano y Héctor El Mago Scarone), pero el más querido era José Leandro Andrade, la Maravilla negra. Hijo de una argentina y un esclavo negro huido del Brasil.

Tío y sobrino, veinte años, eran la ligazón sentimental de un fútbol, el uruguayo que es todo orgullo y sentimiento. Un fútbol de resistencia y grandeza donde cada campeonato, cada partido, cada gol, cada carrera, cada pase y cada choque son una reivindicación nacional. La base de la selección de Brasil era la Máquina, el Peñarol invicto del 49 que entrenaba el húngaro Imre (Emerico) Hirschl.

El portero Roque Máspoli, la Escuadrilla de la muerte (Ghiggia, Hohberg, Míguez, Schiaffino y Vidal) y  Obdulio Varela, a quien se conocía como el Negro jefe o el Caudillo. Era el epítome del jugador uruguayo presente, pasado y futuro: una roca humana, carismático y valiente, ganador y honesto.

Varela no era un capitán, era el capitán; el que dijo que cómo iba a tener miedo de jugar en Maracaná con lo campos en lo que él había jugado de muchacho. Tampoco era un 5, era el 5. Un ancla en el medio del campo, el hombre a quien todos miran dentro y fuera del vestuario, el de los huevos en la punta de los botines y los espectadores de palo, el de ganarles a «estos japonés», el que secó al wing derecho Zizinho y el que cortó el partido tras el gol de Friaça en el minuto 2 de la segunda mitad a base de protestarle al árbitro inglés.

Cuatro años después del Maracanazo, quizás ensombrecido por aquella proeza, aquel punto de giro de la historia. La misma, o casi la misma Uruguay, cayó en la semifinal del Mundial de suiza. Lo hizo por 4 a 2 frente a la Hungría de los magiares mágicos, el equipo de oro de Puskás, Czibor, Kocsis o Hidegkuti, en uno de los mejores partidos de la historia. «Hemos derrotado no solo al mejor equipo de este mundial, sino al que jamás nos haya enfrentado», dijo el entrenador húngaro Gyula Mandi.

Puskás, lesionado en la Batalla de Berna frente a Brasil, no pudo jugarlo; Kocsics marcó el tercero y el cuarto en dos minutos; Schiaffino topó dos veces con la madera; los uruguayos afirman que si Varela, ya con 37 y lesionado frente a Inglaterra en cuartos, hubiese podido jugar, habrían ganado también aquel Mundial.

Hungría, fundida y demasiado favorita, como Brasil cuatro años antes agarrotada por la responsabilidad, cayó en la final ante la Alemania de Fritz Walter por 2 a 3. Míticos y malditos, Hungría se puso a esperar a la Holanda de los setenta en el panteón de los mejores equipos que nunca ganaron un Mundial.

El 54, pese a todo, era la prórroga a la grandeza de una generación portentosa que había ido saliendo del fútbol uruguayo hacia Brasil, Argentina o Italia, como Schiaffino o Ghiggia, quienes incluso llegarían a vestir la camisola azzurra. Schiaffino, que marcó cinco goles en los cuatro partidos del Mundial, uno de ellos el empate a uno en Maracaná a pase de Ghiggia, era como un alambre.

Flaco y veloz, de pierna exquisita, era la cabeza del ataque de Peñarol y de la selección. Fichó por el Milán tras su exhibición en Suiza en el 54 y allí ganó tres ligas y quedó subcampeón de la Copa de Europa. Cerebral, fue retrasando su posición, volviéndose parsimonioso e impasible según perdía velocidad e imponía su técnica, primero al centro del campo en Milán y después como líbero en la Roma, donde ganó la Copa de Ferias del 61.

En aquel equipo entrenado por el argentino Luis Carniglia, que venía de ganar dos Copas de Europa consecutivas con el Real Madrid, estaba también Alcides Ghiggia, quien fue ídolo romanista e hizo el camino contrario a Schiaffino para retirarse en el Milan.

Ghiggia era (o parecía ser) la contrafigura de Varela. Donde uno era volcánico y mercurial, jugador intuitivo, el otro era gélido e imperturbable (si bien salió de Uruguay camino de Italia en el 52 tras cruzarle la cara a un árbitro). Tal vez por ello en mitad del Maracaná al cual Varela pegó fuego, emergió, impoluto, Ghiggia que ocultaba el temperamento tras su bigote de galán famélico.

Cosido a patadas, atravesó quirúrgico la banda para amagarle el tiro a Barbosa, el portero brasileño réprobo para siempre, y sacar un centro hacia Schiaffino en el primer gol y para amagar un centro a Schiaffino y reducirlo todo a cenizas el segundo, cuando Barbosa dio el paso que nunca se debe dar.

Ghiggia dejó muertos a Bigode y Juvenal en la carrera, puso la pelota dentro y solo se oyó eso que tantas veces se ha llamado el silencio helado, eso que conmovió hasta a los propios jugadores uruguayos y que hizo que Ghiggia, que nunca miraba la grada, la mirase pensando, tal vez, que todo el mundo había desaparecido de golpe: un estado callándose, una ciudad callándose, un país callándose, todo de golpe.

Alcides Gigghia esperó a morirse a que pasaran 65 años del Maracanazo. Esperó a que una debacle mayor devolviese la humanidad al mito. Esperó a ser el último superviviente del Maracanazo porque él lo había causado. Esperó a que fuese 16 de Julio para que la historia rimase.

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