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En busca de la boca de la locura: el primer Carpenter y Lovecraft

Howard Philips Lovecraft es uno de los autores literarios con peor suerte cinematográfica de la historia. Sus relatos son clásicos del terror, pero las películas basadas en ellos son pocas, irregulares en el mejor de los casos, y normalmente dejan un sabor amargo a los seguidores del escritor nacido en Providence. A día de hoy, seguimos sin contar con ninguna versión sobresaliente de ninguno de sus trabajos, huérfanos de un referente textual en la gran pantalla con el que entender el mundo propio de Lovecraft. Lo único que nos queda es la capacidad de algunos pocos autores para reconstruir ese universo dentro de su propia obra, y dentro de todos ellos la enorme figura de John Carpenter.

No es Carpenter el único que ha sabido reinterpretar a Lovecraft y mostrar retazos de su literatura en el cine. Así, Frank Darabont nos regaló las mejores imágenes de la llegada de los primigenios a la tierra en La niebla (The Mist, 2007), o Sam Raimi supo dar con la tecla de los libros malditos gracias al Necronomicón de Posesión infernal (Evil Dead, 1981). Sin embargo, ningún autor ha conseguido construir un cuerpo de obras que desarrolle de manera integral los conceptos claves de los llamados Mitos de Cthulhu en el tiempo.

Un repaso completo a los temas lovecraftianos en la obra de Carpenter nos llevaría a pasearnos por la práctica totalidad de esta última, pero por ahora vamos a centrar nuestra mirada en el proceso formativo de John Carpenter y lo que podemos considerar su aprendizaje hasta la que sería la primera muestra de su Trilogía del Apocalipsis.

Una mirada personal a lo lovecraftiano

Para seguir concretando el periodo temporal en el que vamos a centrar nuestro análisis, podemos circunscribirnos al periodo entre 1976 y 1982. En este también vamos a dejar de lado tres producciones del director neoyorquino, por diferentes motivos que comentaremos más adelante.

Lo primero que debemos entender es que Carpenter ejerce como un traductor del universo creado por Lovecraft a su propio tiempo: no intenta en ningún momento realizar una mera transcripción textual de la obra lovecraftiana, sino que va destilando su esencia de manera lenta pero segura. No es casualidad que este primer periodo en la producción de terror de Carpenter culmine en la obra más abiertamente emparentada con Lovecraft, sino que nos habla de esa progresiva infiltración de los temas del de Providence dentro de un universo ajeno, en que el elemento más importante para emparentar a ambos creadores se encuentra en la visión que estos proyectan sobre el mundo: tanto para Lovecraft como para Carpenter, el universo es un caos sin sentido en el que los seres humanos somos apenas una anécdota sin importancia, atrapada en sucesos que no pueden llegar a entenderse. Ambos expresan el mayor nihilismo existencial, el vaciado de sentido de nuestra propia existencia, supeditada esta a unas fuerzas más allá de nuestro propio intelecto.

En ocasiones, puede parecer que Carpenter oculta esta visión bajo los duros personajes protagonistas que adornan sus cintas, para finalmente exponer un truco de prestidigitador que él mismo termina explicándonos más adelante. Da igual la aparente contundencia de MacReady, al final de la historia no deja de ser poco más que un afortunado espectador de fuerzas más allá de su control: su habilidad para influir sobre los sucesos no es mayor que la podía mostrar el Inspector Legrasse en La llamada de Cthulhu. Da igual, nos dicen ambos creadores, que nos enfrentemos al despertar de monstruos durmientes de tiempos pasados, a pandilleros angelinos o a asesinos psicópatas. Todas esas amenazas son, por igual, fuerzas de una naturaleza que no comprendemos ni podemos controlar.

Hemos comentado anteriormente que dejaremos fuera de este estudio tres cintas de este periodo, todas ellas por razones fácilmente comprensibles. El caso de sus dos producciones televisivas puede resultar evidente: Alguien me está espiando (Someone’s Watching Me!, 1978) era un thriller de encargo y Elvis (Elvis, 1979) era, por supuesto, un biopic sobre el Rey del Rock; poco hay que comentar en ellas. El caso de 1997: Rescate en Nueva York (Escape From New York, 1981) es ligeramente diferente, al incluir una perspectiva nihilista de la existencia que la emparenta de manera directa con las películas que aquí vamos a tratar. Sin embargo, basándonos en que el resto de la película transita por caminos muy diferentes, hemos decidido dejarla fuera de nuestro análisis.

Primeros bosquejos: Asalto a la comisaría del Distrito 13

El segundo largometraje de John Carpenter parecería, inicialmente, fuera de lugar en este estudio. ¿Desde cuando la lucha a muerte entre los policías y los presos de una comisaría y una vengativa banda de maleantes puede tener tintes lovecraftianos? La pregunta es comprensible, pero demuestra que uno quizá no haya prestado suficiente atención a la película.

Recordemos: un grupo heterogéneo de personajes se encuentran atrapados durante toda una noche en una comisaría. Entre ellos tenemos a varios policías, el padre de una niña asesinada o un preso condenado a muerte. Todos ellos sufrirán el asedio de una banda callejera llamada los Street Thunder, que han jurado vengarse de la policía tras un ataque a sus miembros, una promesa que extienden también al resto de la ciudad de Los Ángeles. Una trama aparentemente propia de cualquier thriller callejero al uso que se ve violentada por dos escenas concretas y por la puesta en escena.

El primer indicador de que algo raro está sucediendo es el momento en el que podemos ver a los cuatro líderes vivos de los Street Thunder derramando su sangre en un bol de manera ritual. Todo es extraño en el pasaje, presente en medio de una película que hasta el momento no ha mostrado ningún elemento que la diferencie de cualquiera de las muchas cintas que buscaban capitalizar la violencia latente en los centros urbanos de los Estados Unidos. Los pandilleros se convierten ante nuestros ojos en una suerte de adoradores de alguna extraña deidad, y no es casualidad que estemos ante el único momento de toda la película en el que los asaltantes llegan a hablar mientras realizan este ritual, llamado cholo (y no vamos a hacer aquí ningún comentario sobre curiosos parecidos fonéticos con deidades lovecraftianas).

La otra escena clave se produce cuando la comisaría ya está bajo asedio: es entonces cuando tres pandilleros se ven convertidos en el vehículo para finalizar el ritual anterior. Para que el cholo esté completo, la sangre debe ser arrojada sobre su objetivo y una sábana con una extraña escritura debe ser mostrada ante el mismo. Es entonces cuando ya no parece haber vuelta atrás, el cholo ha sido invocado y nada puede pararles.

Más adelante, se explica claramente el significado que desde fuera se le da al cholo: significa que todo les da igual, que van a destruir a sus enemigos sin importar los medios. Los pandilleros han dejado así de ser seres humanos para convertirse en fuerzas de la naturaleza, en elementos externos al mundo que nos rodea a nosotros y a los protagonistas de la cinta. No es casualidad que uno de ellos, el Teniente Ethan Bishop, se encargue de recordarnos que algo así no puede suceder en mitad de una ciudad y en estos tiempos. La incredulidad del hombre común es, como en Lovecraft, una defensa de su cordura que, sin embargo, no sirve de nada frente a los sucesos que tienen lugar frente a su mirada.

Carpenter dialoga de este modo con Asalto a la comisaría del Distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976) de manera especialmente fluida con las obras más tardías de Lovecraft (por ejemplo, con El que susurra en la oscuridad). En ambos casos, la civilización se ve como una mera mascarada bajo la que se ocultan las prácticas más aberrantes y que puede derrumbarse en apenas en unos segundos. Puede que la película se presente como una heredera de los westerns clásicos de Howard Hawks, pero bajo la estructura encontramos una clara filiación con lo fantástico que hunde sus cimientos en la obra de Lovecraft.

Desde los márgenes: Halloween

El éxito de Asalto a la comisaría del Distrito 13 fue mayormente crítico antes que de público. Sin embargo, su paseo por los festivales europeos nos regaló el interés de un productor independiente y la idea de hacer una película sobre un asesino en serie que matara niñeras. Desde ese punto de partida, Carpenter dio a luz una obra maestra y la base de todo un subgénero del cine de terror: en apenas veinte días, con un presupuesto muy bajo y sin que nadie se lo esperara, el director creó el slasher y consiguió su objetivo de tratar de conseguir una obra que tuviese el mismo impacto para el cine de terror que había tenido El exorcista (The Exorcist, 1973).

La relación del slasher con el terror lovecraftiano puede parecernos totalmente imposible, pero esto se debe en gran medida a una percepción equivocada que podemos arrastrar desde su origen, el giallo. Este género italiano que daría a luz al slasher, se construyó normalmente sobre la concepción de que el asesino no dejaba de ser un hombre común; un demente cuyas aparentes capacidades sobrenaturales no dejaban de ser un engaño. Por supuesto, existían ya algunas obras que emparentaban el giallo con lo fantástico, pero ninguna con la fuerza que mostraría Halloween (Halloween, 1978), porque el centro de esta es la figura de Michael Myers, la personificación en un cuerpo aparentemente humano de una maldad absoluta. Hay que tener en cuenta que estamos en la primera entrega de la saga: Laurie Strode es apenas una animadora particularmente resuelta que se enfrentará a una noche de pesadilla frente a un ser aparentemente surgido del más allá y cuyas acciones no parecen tener ningún sentido.

Es Michael Myers, esencialmente, una fuerza amoral. Para él no parecen tener importancia los conceptos de bien ni mal; no existen sombras ni dudas. Sus asesinatos son bruscos y efectivos, no disfruta con ellos, ni se recrea en los mismos; no son ejercicios de creatividad vacua sino brutales ejercicios de una violencia vaciada de todo contenido. Un Myers que nunca se nos explica, a diferencia de las charlotadas inventadas por Rob Zombie muchos años después en sus lamentables secuelas, sino que simplemente es. ¿Qué lleva a un niño aparentemente perfecto a convertirse en un asesino? En el caso concreto que nos ocupa, nunca lo sabremos, lo cual es mejor que seguir la línea de la adaptación literaria oficial, adornada con un ridículo prólogo que introduce una suerte de reencarnación céltica que acabará encontrando su camino hasta la serie fílmica tras varias entregas.

Pero esta primera Halloween es una historia de supervivencia en la que la humanidad tiene todas las de perder. Nuestra representante en la lucha solamente sigue adelante gracias a su fuerza de voluntad, pero ni siquiera con la ayuda de un Dr. Loomis que parece ser heredero de los sabihondos héroes lovecraftianos podrá vencer realmente al mal. Seguramente, Lovecraft adoraría las escenas finales de Halloween, apreciaría la sorpresa del buen doctor ante la inexplicable desaparición del cuerpo de Michael Myers y aplaudiría los planos de las casas de Haddonfield, auténtica oda al horror sobrenatural.

Ese terror se alimenta del hecho de que sabemos perfectamente que Michael Myers debe estar muerto, pero no lo está. Hasta ese momento, la película ha transcurrido por unos cauces mayormente realistas, se ha instalado en nuestro mundo, para al final dar un salto al vacío y dar paso a lo extraño, lo ajeno, en el corazón del mundo occidental. Es en medio de esa población de ensueño, de esa personificación del sueño americano, que el mal puede presentarse y atacarnos. Es el mal primigenio, antiguo e incomprensible, el que nos acecha desde las sombras, amenazando nuestra existencia tanto material como espiritual, ajeno a nuestras concepciones morales y pervirtiendo las bases de nuestra civilización.

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Acercándose a la letra: La niebla

Hemos podido ver como, hasta este momento, Carpenter se ha dedicado a darse un paseo entre las sombras creadas por la hoguera que sería la obra de Lovecraft. Sus películas nos dibujaban un acercamiento parcial y conceptual hacia el mundo del autor de Nueva Inglaterra, una suerte de mirada de soslayo que apreciaba algunos elementos, pero se distanciaba totalmente en otros. Pero eso iba a cambiar: La niebla (The Fog, 1980) es el siguiente paso en una evolución imparable, una adaptación espiritual de los relatos de Lovecraft que se sitúan en pueblos marineros. Desde el mismo inicio de la cinta, podemos sentir cómo el ambiente opresivo de relatos como La sombra sobre Innsmouth puede notarse sobrevolando la cinta, aunque en esta ocasión no tengamos que viajar hasta el viejo este americano, sino hasta la otra punta de los Estados Unidos, el norte de California.

El pequeño pueblo de Antonio Bay va a celebrar su centenario: su fundación se remonta a 1880 y se debió al desafortunado naufragio de un barco de leprosos, el Elizabeth Dane. El accidente, sin embargo, no se debió solamente a la mala fortuna ni al mal tiempo, sino a la intervención activa de seis de los futuros habitantes del pueblo, los mismos que causaron la catástrofe guiados por la avaricia. El oro que portaba el Elizabeth Dane terminaría sirviendo para pagar la iglesia del pueblo californiano, un insulto para la religión que muestra claramente el alejamiento de toda fe de los culpables.

Tras un siglo, el pasado ha vuelto para vengarse, para tomar las vidas de sus herederos para que paguen por los crímenes de sus antepasados. La venganza del más allá es un elemento que en principio no se emparenta con la obra lovecraftiana pero que aquí no deja de funcionar como una suerte de orden primigenio ajeno a la propia humanidad, algo mucho más querido por el de Providence. Así, los muertos del pasado se convierten en figuras externas a nuestro plano de existencia, no son meros zombis sino fuerzas incomprensibles que parecen haber abandonado toda relación con su lejano pasado como seres humanos.

A lo anterior, hay que sumarle una indudable cercanía a la letra lovecraftiana en la selección de los paisajes y los entornos. Antonio Bay es un Innsmouth que no necesitó la presencia de los profundos para condenarse, bastándole con el oro de unos leprosos. Sin embargo, el elemento final que hace que podamos considerar a La niebla como una adaptación libre de los motivos de Lovecraft es el aspecto, tan querido en el escritor, de la reconstrucción de un pasado horrible por medio de documentos aparentemente perdidos y olvidados. Así, nuestro conocimiento, y el de los protagonistas, de los sucesos que causan la maldición que cayó sobre Antonio Bay proviene de un antiguo diario que se nos presenta como una suerte de tomo místico. Es un nuevo Necronomicón, un volumen que lleva la locura, la perdición y la muerte a todo aquel se relaciona con él.

Carpenter ha sido uno de los autores que ha abierto los paisajes lovecraftianos de manera más clara. La mejor manera de definir La niebla en relación a Lovecraft es la de un estudio de la capacidad del director para llevar la narración a la costa oeste, de cambiar el pasado puritano de la era colonial por otro diferente. En el proceso no se atrevió, eso es cierto, a encajar la última pieza del rompecabezas: los auténticos monstruos venidos de más allá del tiempo y el espacio. Faltaba, pues, un último giro.

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Viajando por las montañas de la locura: La cosa

Tras La niebla nuestro director se tomó un momento de descanso en su viaje al corazón del universo lovecraftiano para firmar una de las mejores cintas de acción de la década de los años ochenta. Ya hemos comentado que el nihilismo no abandonó a su protagonista en 1997: Rescate en Nueva York, pero las referencias directas o indirectas desaparecen para dejar paso a una diversión mucho más ligera, a pesar de la oscuridad de algunas de sus propuestas. Tras presentarnos a Snake Plissken, uno de los grandes personajes cinematográficos de la historia, llegaba la hora de volver al terror y firmar su primera obra maestra absolutamente lovecraftiana.

La cosa (The Thing, 1982) es la culminación de la progresiva apropiación de los rasgos literarios del escritor de Providence en la obra cinematográfica del neoyorquino. No estamos ya ante unos conceptos aislados, ni ante un paisaje reconocible pese al cambio de costa. Nos hallamos ante una auténtica traducción a la gran pantalla de la obra de Lovecraft, la mejor que se realizaría hasta que el propio Carpenter se atreviese a firmar En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, 1995).

Oficialmente, la película es un remake de uno de los clásicos del género de terror de los años cincuenta. El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, 1951) estaba firmada oficialmente por Christian Niby, pero las malas lenguas dicen que en realidad casi todo el metraje se debe a la mano de Howard Hawks. A pesar del interés de la condición autoral de la película original, lo cierto es que no merece la pena pararse en ella más tiempo del que sea imprescindible, porque en realidad Carpenter apenas se apropió del nombre y poco más.

En realidad, La cosa es el fruto de una suerte de collage entre dos relatos procedentes de las revistas pulp. Por un lado, tenemos ¿Quién anda ahí?, firmado por John W. Campbell Jr. y que ya fue citado como referente para la película de los cincuenta. Por el otro, nos hallamos con, ni más ni menos, En las montañas de la locura de Howard Phillips Lovecraft. Por fin Carpenter decide dar voz al escritor que guiaba su visión del terror, a pesar de que aquí tampoco aparezca su nombre en los créditos.

De Campbell Jr. nos encontraremos el esqueleto de la narración: ese alienígena llegado de otro mundo, dotado de increíbles poderes y la localización de la trama en una estación antártica. De Lovecraft nos llegará todo lo que convierte a La cosa en un experimento casi único en el terror: su nihilismo existencial, la idea del alienígena como una fuerza primigenia y primordial ajena a nuestra comprensión y la mirada que se proyecta sobre el desolado continente.

Carpenter es capaz, en una muestra definitiva de su maestría como narrador, de extraer lo mejor de ambas fuentes para crear un nuevo todo unificado y personal. Conseguirá así evitar el carácter marcadamente discursivo de la obra de Lovecraft, al tiempo que minimiza la caída de Campbell Jr. en los tópicos más propios de la novela de aventuras de los años veinte y treinta. La de Carpenter es una película que no se olvida de la emoción, pero tampoco de la necesaria creación de ambiente, un auténtico viaje a lo desconocido como pocas veces se ha podido ver en la pantalla.

La cosa del título es la representación física más efectiva que nunca se haya dado en el cine de un ente lovecraftiano. Su comportamiento es tan incomprensible y ajeno para nosotros como su propia fisiología. Al igual que pasaba en Alien (no por casualidad fruto de un guion escrito por un antiguo colaborador de Carpenter, Dan O’Bannon) el alienígena es realmente un elemento extraño más allá de nuestro raciocinio y del de sus adversarios. Nos vemos así obligados a compartir la inquietud de MacReady y el resto de protagonistas, enfrentados a un enemigo que no responde a nuestras expectativas. Para él, su cuerpo no es más que una forma transitoria, una necesaria molestia temporal, nuestras mentes un posible hábitat y el tiempo algo desconocido y sin sentido.

Al igual que el Cthulhu de Lovecraft, la cosa sabe que puede esperar cuanto sea necesario para conseguir su victoria. Si todo el mundo perece a su alrededor él seguirá esperando hasta que otros vuelvan a liberarle en un ciclo sin fin. Para él no existen la muerte ni el tiempo, no pertenece a nuestra misma dimensión. Seguramente nadie pudo poner por escrito mejor el significado final de la criatura que el propio Lovecraft cuando dijo «que no está muerto lo que puede yacer eternamente, y en los eones venideros hasta la muerte puede morir». Carpenter fue el primero en entenderlo y dar una forma al terror sin nombre lovecraftiano.

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Un camino sin fin

Por fortuna, la carrera de John Carpenter continúo muchos años tras La cosa, regalándonos muchas películas que no solamente cimentarían su lugar entre el Olimpo del fantástico, el terror y la ciencia ficción, sino que seguirían regalándonos los mejores acercamientos a lo lovecraftiano del cine. No vamos ahora a profundizar en su producción posterior, pero es inevitable señalar que las otras dos películas de la llamada Trilogía del Apocalipsis, El príncipe de las tinieblas (Prince of Darkness, 1987) y En la boca del miedo, son las más claramente lovecraftianas junto a esa coda del ciclo que sería el medio Cigarette Burns (Cigarette Burns, 2005), realizado para la serie Masters of Horror.

El primer Carpenter, sin embargo, destaca por su capacidad para mostrarnos un acercamiento progresivo y un claro proceso de interiorización y reinterpretación de la obra lovecraftiana. No realiza una lectura textual, ni cae en el mero pastiche, sino que construye un discurso propio que, sin embargo, entronca con el mundo del autor de Nueva Inglaterra y da auténtica forma a los terrores literarios que este creó.

A día de hoy, seguimos teniendo que referirnos a dos películas de Carpenter siempre que queramos pensar que existe la posibilidad de llevar a Lovecraft al cine de manera efectiva. La cosa y En la boca del miedo se han ido convirtiendo así en una suerte de santos griales que nos muestran que es posible llevar a los primigenios a la gran pantalla y que lo único que falta son directores capaces de hacerlo. Seguramente, el problema sea que ninguno más que Carpenter ha reunido la capacidad de análisis necesaria junto con la posibilidad de hibridar su mundo personal con el del escritor. Seguimos esperando a que las estrellas vuelvan a alinearse para darnos otro creador capaz de volver a dar forma a lo innombrable. Hasta entonces, junto con algunas escasas obras sueltas, solamente nos quedará la filmografía de John Carpenter.

Ismael Rodríguez Gómez
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