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Obrerismo cristiano: ¿reliquia de otros tiempos?

Ciertos temas son como el Guadiana: siempre reaparecen. He dedicado muchos esfuerzos de vida como historiador a las diversas variedades de cristianismo progresista o social. ¿Por qué esta inquietud o, tal vez, manía? Retrocedamos un cuarto de siglo. Yo era entonces un militante de la JOC catalana y recién licenciado en Historia. Quería hacer mi tesis. ¿Por qué no unir ambas cosas? Tenía, sin embargo, una idea clara: no quería hacer una historia militante, es decir, apologética, sino ser fiel a la realidad. Como en todos los libros que hecho desde entonces, entré en la investigación con unas ideas y salí con otras.

La JOC (Juventud Obrera Cristiana) es un movimiento internacional que fundó el sacerdote belga Joseph Cardijn en 1925. Pronto descubrí que su memoria histórica no coincidía con lo que yo encontraba en los documentos: Cardijn no era un revolucionario, una especie de teólogo de la liberación avant la lettre, sino un hombre innovador en algunos aspectos, aunque también fuertemente tradicional. Anticomunista, por supuesto. Y muy preocupado por las cuestiones morales que afectaban en las fábricas a los jóvenes trabajadores, en especial a las muchachas.

Innovó, eso sí, en su defensa del protagonismo de los laicos dentro de la Iglesia. Pero no perdamos de vista que la JOC, como el resto de la Acción Católica, estaba sometida a la autoridad de la jerarquía eclesiástica. Se generó así un malentendido que persiste hasta el día de hoy: en teoría el movimiento es de los jóvenes, en la práctica la última palabra corresponde a los obispos. Estos pueden dejar hacer, pero, si quisieran, podrían cargarse a la JOC. De hecho, eso fue lo que hizo la jerarquía eclesiástica en los años sesenta.

Decidido a realizar un estudio lo más completo posible, a principios de 1998 me marché a Bélgica, ansioso por sumergirme en sus archivos. Ha pasado ya mucho tiempo, pero aún recuerdo aquel viaje como un momento cenital en mi vida. Como no tenía trabajo y mis ingresos venían de cuando ayudaba a mi padre, pintor y empapelador, tuve que hacer economías. Llegué a Bruselas tras un agotador viaje de dieciocho horas en autobús. El alojamiento me lo proporcionó la JOCI (la JOC Internacional), en la vivienda de unos sacerdotes, ubicada en una especie de barrio rojo. Aquella era una gente muy comprometida con los más pobres, como tuve ocasión de comprobar cuando les acompañé en un reparto de comida a media noche.

Los de la JOCI eran, por así decirlo, los herejes. Nosotros, jocistas catalanes, pertenecíamos a la CIJOC (Coordinadora Internacional de la JOC), con sede en Roma. En mis años de militante, nadie tenía demasiada idea de qué había ocurrido, por no decir ninguna. La escisión se consumó en 1986, tras un largo periodo de crisis interna. Un sector del movimiento, con el apoyo del Vaticano, tomó el poder. Aquello, en buena lógica democrática, fue un golpe de Estado, aunque no era así como se solía explicar.

El lector puede pensar que vaya baile de siglas. Me quedo corto, en realidad. Pasa los mismo con los movimientos adultos, en los que un joven de la JOC puede continuar su vida militante. En Cataluña existe la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) y la ACO (Acción Católica Obrera). Esta división no resulta funcional en ningún sentido, pero en la práctica predomina un patriotismo de las pequeñas diferencias. Los pioneros del obrerismo católico, como Cardijn, soñaban con reconquistar a una clase obrera descristianizada. Sus lejanos herederos se conforman con ir tirando en pequeños grupitos. Prefieren ser pocos y muy convencidos que muchos con una exigencia más laxa. No es de extrañar que sean cuatro gatos, cada vez menos, porque realmente imponen un ritmo no apto para todos. Reunión de grupo, reunión de comisión, esta salida de fin de semana, este otro encuentro…. Se supone que el militante ha de ser levadura en la masa, contribuir a hacer un mundo más justo en los ambientes de su vida cotidiana. En la práctica, las actividades internas le comen mucho tiempo.

En Bruselas me presentaron a Jacques Meert, el primer secretario de la JOC belga en 1925. Le recuerdo como un hombre sencillo que me hacía preguntas sobre cuestiones concretas; sobre cómo estaba el trabajo en España. Pensé que se notaba que había sido jocista por su forma de huir de las abstracciones e ir directamente a lo tangible. Cuando le pregunté por qué, en la foto que tenía en la pared, había eliminado a Tonnet y Garcet, los otros dos miembros del trío fundador, muertos en la Segunda Guerra Mundial, me respondió que él estaba aún vivo. Por supuesto, hice que me firmara un ejemplar de la biografía de Cardijn que escribió junto a Marguerite Fiévez.

Fotocopié todos los documentos que pude. Han pasado veinte años, pero aún recuerdo vívidamente mi entusiasmo al encontrar una carta de Guillermo Rovirosa, apóstol del obrerismo católico español, dirigida a Cardijn en un perfecto francés. También hallé rastros del compromiso de Cardijn con la Resistencia o su correspondencia con el objetor de conciencia Jean Van Lierde, que le empujó a radicalizar su compromiso a favor de la paz. A Van Lierde, por cierto, tuve ocasión de saludarle personalmente. También fue emocionante hallar un largo documento dirigido por el fundador jocista al Vaticano, en el que proponía la redacción de una nueva encíclica social, lo que sería la Mater et Magistra.

Pero después vino el regreso a la realidad. El mismo día que regresé a Barcelona me fui a la reunión de mi grupo de Revisión de Vida. Aunque todos eran de la JOC, nadie me preguntó qué tal me había ido. Aquella fue la gota que colmó el vaso.

En la JOC tienen una idea mítica acerca de la Revisión de Vida, un método que se enfrenta a un hecho concreto en tres fases: ver ese hecho, juzgarlo a la luz de los Evangelios y actuar para transformar lo que no responda al plan de Dios. En aquellos momentos, yo acababa de pasar por la experiencia traumática de analizar mi relación con las chicas. Era un cerebrito con infinita torpeza, que no tendría novia por primera vez hasta los veintiocho años. Hablar de eso atentaba contra mi orgullo, pero una compañera me convenció para que diera aquel paso. No me dijo que ella tenía sus propias motivaciones, por lo que al final me sentí manipulado.

Desde que abandoné todo aquello no he dejado de formularme cuestiones. Los Evangelios se escribieron en un contexto histórico muy diferente del nuestro. ¿No se fuerzan los textos si queremos sacar una orientación para circunstancias que no existían hace dos mil años? Se necesita tener un conocimiento del Nuevo Testamento y eso brillaba por su ausencia. Hacer tres estudios del Evangelio al año no sirve de gran cosa. Por desgracia, a la gente el conocimiento le importaba muy poco. Las jornadas de formación no servían para aprender cosas nuevas, sino para reafirmar a los militantes en en lo que ya sabían o creían saber.

Recuerdo unas jornadas en las que invitamos a dos sindicalistas, uno de la USO y otro de Comisiones. El primero era la alegría de la huerta, el segundo más bien aburrido. El primero era radical, el otro moderado. No hace falta que diga quien se metió al auditorio en el bolsillo. Eso significa que el militante era tan sensible como cualquier hijo de vecino a la seducción de la demagogia. A los militantes, en no importa qué organización, religiosa o laica, les encanta suponer que ellos poseen la verdad mientras los demás viven en una falsa conciencia. Por eso repiten mantras como ese que asegura que el pueblo no sabe de política. Yo me conformaría con que las élites tuvieran un poco, solo un poco, del sentido común de las masas.

Decía Alfonso Carlos Comín, fundador de Cristianos por el Socialismo, que la fe no puede ser reducida a la ética de los valerosos. Por desgracia, los católicos progresistas no han desarrollado esta idea. La fe era el compromiso. Hubiera sido más exacto decir que implica el compromiso, pero los tiempos no estaban para sutilezas. Los ateos también se comprometen en la lucha por la justicia. ¿Qué tiene el cristiano de particular? La fe, en última instancia, sigue siendo creer en lo que no puedes ver.

Alfonso Carlos Comín con Santiago Carrillo

Son muchos los que han dicho que son comunistas porque son cristianos, o cosas similares. Admito que el Evangelio proporciona ciertos valores, como la primacía que han de tener los pobres. El problema se plantea cuando se quiere traducir esos valores a hechos concretos. ¿En qué partido, sindicato o asociación voy a luchar contra la explotación del hombre por el hombre? Puedo ser socialista, comunista, socialdemócrata. También hay gente que piensa de buena fe que el liberalismo es lo mejor. Para elegir, la religión no nos ayuda. Tenemos que guiarnos por un criterio que solo puede ser laico.

Ha pasado mucho tiempo, pero aún recuerdo determinadas actitudes dogmáticas. En cierta conversación que preferiría olvidar, alguien me dijo que escribir una tesis era formación, no experiencia vital. No, descubrir montañas de documentos inéditos, hablar con antiguos militantes, ir a Madrid, ir a Bélgica, no tiene nada que ver con la experiencia vital. No es una aventura épica que marca un antes y después en tu biografía. Esa persona que no había completado dos cursos en la Universidad tenía la desfachatez de juzgarme y menospreciar un trabajo que sin duda nunca entendió.

Dejé la JOC y antepuse la inteligencia a la militancia, la reflexión a la consigna. Cuando le dije a una compañera que Jesucristo no era obrero, su mirada fue de incredulidad. Me había convertido en una especie de blasfemo. Le repliqué que Jesús era un carpintero, es decir, un trabajador por cuenta ajena, y que la clase obrera no existió hasta la revolución industrial. Creo que ahí estaba una de las claves de mi separación del movimiento. Mientras mis compañeros, en general, no tenían más referentes culturales que su militancia, yo era un universitario con otros horizontes.

La clase obrera. Cuando invité a mi grupo a pasar un fin de semana en la torre de mis padres, uno de mis compañeros comentó que aquella espléndida casa tenía poco de «obrero». Como si mi padre no la hubiera pagado ensuciándose las manos cada vez que pintaba un piso, a menudo en estado cochambroso. Como si él y yo no hubiéramos sacado con nuestras manos todo aquel montón infinito de piedras… Con golpes como este, aprendí a diferenciar entre los trabajadores abstractos de los discursos izquierdistas y los concretos a de la vida real.

Había un puritanismo excesivo. Cuando nos planteábamos los valores que debíamos vivir en nuestro uso del dinero, uno de los supermilitantes me echó en cara que comprara los vídeos de una serie histórica. ¿Por qué ese dispendio si hubiera podido grabar los capítulos de la tele? El consumo se asimilaba, mecánicamente, con el consumismo. Protestábamos contra el desempleo, pero no se explicaba cómo la gente puede tener trabajo si el público no adquiere lo que se produce. Si no compras libros, o revistas, los trabajadores de la cultura no tendrán de que vivir.

Llegué a odiar el verbo interpelar. Los demás te interpelaban, es decir, hacían que te cuestionaras aquello de ti mismo que podías mejorar. Este carril, sin embargo, solo tenía un sentido. Ellos te interpelaban. Tú no les interpelabas a ellos. Lo que viene en el Evangelio sobre no juzgar si no quieres ser juzgado, parece que no venía a cuento. Cuando dije en una reunión que el número de personas que creen en un algo no es criterio para sostener la verdad de ese algo, una persona respondió que ni hablar. Así éramos. La voz de la comunidad tenía preferencia sobre la voz del individuo.

El radicalismo constituía la medida de todas las cosas. Radical era sinónimo de bueno. En cierta ocasión, seguramente exasperado, comenté que cómo íbamos a cambiar el capitalismo si ni siquiera éramos capaces de impedir el auge de los contratos basura y las empresas de Trabajo Temporal. «Eso es reformismo», clamó una discípula del Che. Pues sí. Es reformismo. ¿Y qué?

Después de dejar la JOC, alguien me preguntó si iría a la próxima boda de dos militantes. Respondí que acudiría encantado… si me invitaban. No fue el caso. Durante un tiempo, aún asistí como público a ciertos actos, como la celebración del Primero de Mayo. Dejé de hacerlo porque cada vez me sentía más fuera de lugar.

No todo fue malo. Hice dos amigos que conservo hasta hoy y que hacen que aquella etapa mereciera la pena. En aquella etapa, sin embargo, me cansé de escuchar que un grupo de la JOC no era un grupo de amigos. No es solo un grupo de ese tipo, ciertamente, pero también debe serlo. ¿Cómo vas a compartir tus vivencias si no hay una relación de confianza? Pretender lo contrario es reducir la Revisión de Vida a una especie de grupo de alcohólicos anónimos. En mi tesis, documenté a lo largo de tres páginas experiencias de amistad en la JOC de otros tiempos. No convencí a nadie, claro. ¿En qué estaría pensando?

Ser buena persona no es sinónimo de ser militante. La vida está llena de muchas dimensiones, como la belleza. Mis compañeros idolatraban a Ken Loach, por ejemplo. Les importaba el contenido, no la forma. Por suerte, no siempre eran tan cuadriculados. Una imagen fabulosa me viene ahora a la mente: ver a aquellos militantes pacifistas, a aquellos insumisos, pasárselo en grande jugando al Risk, un juego de guerra. Aquello estuvo realmente bien. Como aquella partida de parchís en la que nos matamos unos a otros infinidad de veces y que fue memorable.

Soy popperiano. Las ideas no sirven de nada si no se pueden falsar, es decir, someter a verificación. El exceso de pureza, sin embargo, conspira contra el mínimo de realismo que necesitamos para cambiar las cosas. Acabaré con una anécdota ilustrativa: fui a un Instituto a dar una charla contra la OTAN, aprovechando la amistad con un profesor. Estuvo bien y los alumnos escucharon con atención. Pero a alguien le pareció que aquello no estaba bien. Había que hacer lo mismo fuera de horario de clase para que los chicos pudieran elegir entre venir o no. Así lo hicimos y, naturalmente, no vino nadie. Nos estuvo bien empleado. En este caso, como en tantos otros, lo mejor es enemigo de lo bueno.

Francisco Martínez Hoyos
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