NELINTRE
Arte y Letras

Santo Domingo y los albigenses

Madrid, 1953.

¿Dónde se ha posado su mirada por primera vez al observar la tabla? No me refiero a en qué se han fijado, sino en lo primero que han visto. Supongo que ha sido el centro de la pintura, que es donde de manera instintiva empezamos a ver una imagen. Sin embargo, se trata de la única parte de la representación que está vacía en un cuadro por otra parte repleto de movimiento y de personajes. Para ser precisos, el centro lo ocupa un banco inane que solo sirve para crear la sensación profundidad, un poco sutil recurso técnico sin aparentemente ninguna significación, y que además conduce a lo que parece ser una cortina con unos estampados difusos, quizá patinados. ¿Qué ocultará ese dosel?

Pero mejor, dejemos eso para el final. Porque después de descartar ese foco sin darle mayor importancia, la mirada busca algo de acción. La mayoría de ustedes se habrá dirigido hacia la izquierda, pues normalmente leemos un cuadro como leemos un libro, de izquierda a derecha. Allí se encuentra el protagonista del cuadro, al que a poco que sepamos sobre órdenes religiosas o de historia del arte reconocemos como miembro de la orden de predicadores, conocidos vulgarmente como dominicos. Este fraile está coronado por un nimbo, por lo que se trata sin duda de un santo. Casi sin tiempo de detenernos en esta figura, seguimos leyendo hacia la derecha, porque así nos lo obliga a hacer el pintor a través de la indicación explícita que nos conduce del dedo índice de la mano derecha del santo hacia la  hoguera. Esta podría parecer el verdadero centro de la composición. Una pira en la que vemos cómo se quema un libro. El impacto es instantáneo. A todos nos desagrada ver un libro en llamas. Como personas cultas que somos, la contemplación de un manuscrito ardiendo nos causa repugnancia, exagerando un poco, incluso podría hacernos desviar la mirada. Pero un cuadro que nos obliga a cerrar los ojos es un mal cuadro, y aquí estamos hablando de un cuadro extraordinario que nos mantiene con los ojos abiertos como platos.

Presos del horror, seguimos nuestro camino hacia la derecha, donde vemos un grupo variopinto de personajes. No hace falta señalar que todos los hombres del cuadro van vestidos a la moda del siglo XV, cuando se pintó la tabla, y no del Trescientos, época en la que tuvieron lugar los hechos representados. Yendo de abajo hacia arriba, siguiendo la por otra parte casi imperceptible estela del humo, nos topamos con tres curiosos personajes que miran todavía más arriba. Como nos había pasado con el dedo del santo, ahora es esta mirada la que nos señala el camino a seguir. De hecho, cuando volvamos a repasar la composición, veremos que hay otro personaje que pese a no mirar el libro, también lo señala, provocando un efecto reflejo respecto a la posición del santo, lo que crea una llamativa estructura circular. Pero no miremos el dedo, como dice el proverbio, y centrémonos en el fenómeno que se está produciendo, que puede ser un milagro o un signo nefasto, todavía no lo sabemos: un libro que se ha salvado del fuego y que está suspendido en el aire.

Este es el primer gran misterio que nos asalta al contemplar el cuadro. Pongamos que no tenemos ni la menor idea de qué escena está representando, no poseemos ninguna pista que nos indique cómo interpretar la imagen. ¿Qué pensaremos?, ¿que el libro volátil es un texto sagrado y por tanto ha superado la prueba de fuego? O por el contrario, ¿nos imaginamos que se trata de un texto tan poderoso y malvado que se ha escapado de la quema por medio de artes mágicas o satánicas? Supongo que la sola pregunta, sin tan siquiera esperar a la respuesta, dice mucho sobre cada uno de nosotros. Les dejo esa reflexión a ustedes mismos.

Ahora que ya conocemos la composición del óleo y nos hemos recuperado parcialmente de la perplejidad causada por el libro volador, algo nos llama la atención por encima de otras consideraciones: ¿cómo es posible que el santo esté totalmente concentrado en observar cómo arde el códice que se encuentra en la hoguera y que no preste la más mínima atención al libro que sobrevuela su cabeza? Antes de lanzarnos a elucubrar, tenemos que fijarnos en algunos detalles más. Primero, la boca abierta. No suele ser muy habitual representar a un santo con la boca abierta, como si fuera un papamoscas, así que debemos deducir que está hablando, seguramente rezando. Si seguimos bajando, nos damos cuenta de algo que quizá en un primer vistazo nos había pasado desapercibido, y es que el dedo índice de su mano izquierda también nos indica una dirección, solo que esta no nos lleva a ninguna parte. La explicación simplista es que se trata de otro recurso compositivo para crear simetrías. Y un poco más abajo, vemos otros dos libros a los pies del santo, que suponemos víctimas pendientes del fuego ritual.

Del resto de los personajes, solo tres de ellos están mirando el libro suspendido, y todos ellos se sitúan en la parte derecha del cuadro, pero el resto sin duda está comentado el suceso o mirando extasiados al propio santo. Solo dos figuras parecen ajenas a lo que está sucediendo: uno de los encargados de quemar los libros, que sigue concentrado en la faena, y una misteriosa figura que aparece al fondo de la imagen, en la esquina izquierda. Curiosamente, se diría que este hombre lleva un cuello clerical propio de un sacerdote moderno, pero por supuesto eso sería un anacronismo impensable. Más bien, por su tonsura, se trata de un fraile, debemos pensar que dominico. En cualquier caso, lo más perturbador de su rostro, que es lo único que vemos, es su mirada, que se dirige de manera directa al espectador. Recordemos esta figura para más adelante.

De manera aproximada, esto es lo que vemos en la tabla cuando la contemplamos de manera virginal, sin ninguna referencia sobre lo que está pasando, aportando nuestros propios énfasis y detalles. Ahora voy a dar algunos datos sobre el suceso histórico representado, lo que nos dará algunas indicaciones que facilitarán la interpretación. Lo primero es desvelar el nombre del artista, que no es otro que Pedro Berruguete, el padre de Alonso Berruguete, quizá el más importante escultor de nuestra historia. Este hecho seguramente ha contribuido a que el padre Pedro haya sido en cierta medida olvidado, y de manera injusta, debo añadir, pues se trata de uno de los introductores del estilo flamenco en España, un representante del mejor arte del Cuatrocientos nacional. Esta negligencia ha propiciado que poco sepamos sobre su vida y andanzas, lo que por otra parte nos libra de la carga de tener que hacer interpretaciones ad personam, esa lacra de la crítica moderna que todo lo analiza a la medida del autor, algo totalmente secundario y fútil.

El título de la tabla es Santo Domingo y los albigenses, y no debemos confundirla con otra obra del propio Berruguete, con el mismo tema y también custodiada en el Museo del Prado, identificada como La prueba de fuego, de mucha menor calidad y que hoy obviaremos. Tampoco le dedicaremos nuestro escaso tiempo a las otras tablas que forman parte del retablo que Tomás de Torquemada encomendó a Berruguete para decorar el monasterio de Santo Tomás en Ávila con escenas de la vida de Santo Domingo. Podríamos disertar durante horas sobre el hecho de que fuera precisamente Torquemada, ese ilustre varón al que se ha caricaturizado como un inquisidor sediento de sangre, quien encargara la realización de la obra, pero no le voy a conceder a ese hecho mayor relevancia. Solo lanzaré una intuición para que valoren su plausibilidad: quizá ese personaje misterioso que habíamos visto agazapado y mirándonos directamente no sea otro que Torquemada, incluido en la representación a la manera de los retratos votivos.

Evidentemente, el cuadro se puede interpretar como una defensa del papel de la Inquisición en la defensa de la Fe, pero de tan obvio es superfluo tan siquiera mencionarlo. En cualquier caso, sin llegar a los extremos del maestro don Melquiades Cabrera, quien abogaba por la restauración de la Santa Inquisición en pleno siglo XX, habría mucho que decir sobre esta difamada institución, en realidad una muestra del racionalismo y del sentido de la justicia españoles, pero este no es el momento ni el lugar.

Sí que es obligado explicar, aun brevemente, el contexto histórico en el que se sitúa la acción. Nos encontramos en el sur de Francia, a principios del siglo XIII. Una nueva secta se ha propagado con la misma rapidez y letalidad que una epidemia de peste. Se trata del catarismo, cuyos seguidores también eran conocidos como albigenses por situarse en Albi su centro más importante, y que llegó a extenderse hasta Italia e incluso en el noreste de nuestra patria, infiltrándose por igual entre la plebe, atraída por sus principios igualitarios, y entre señores y príncipes, que veían en la secta una oportunidad de hacer frente a lo que consideraban un excesivo poder de la Iglesia. Pero su credo hoy es apenas conocido, pues su destrucción fue tan metódica y absoluta que no nos han quedado documentos sobre su doctrina. Conocerán la terrible frase de Arnaldo «matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos», que fue proclamada antes del inicio de una masacre de albigenses. En cualquier caso, hoy no nos interesa introducirnos en cuestiones teológicas acerca del maniqueísmo medieval ni en las luchas de poder que estaban en el trasfondo de esta cruzada, tema por otra parte apasionante y que no descarto tratar en otra de mis charlas.

Antes de tomar medidas drásticas, que como hemos visto llevarían a asolar el Languedoc, el Papa trató de hacer retornar a los herejes al redil a través de la palabra, y el más valeroso de sus misioneros fue nuestro Santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los predicadores y según la leyenda, también de la Inquisición. Elocuente, persuasivo, inagotable, Santo Domingo recorrió toda la región procurando la salvación de los descarriados, con mayor o menor fortuna. Es en ese momento de la historia en el que nos lo encontramos en la pintura. El fraile se halla en Montréal, hasta donde ha llegado un grupo de predicadores católicos para disputar con los más eminentes representantes cátaros sobre la verdadera doctrina. Pese a la evidencia de la superioridad de los postulados de Santo Domingo, los herejes no se dejan convencer. Es entonces cuando nuestro protagonista propone la ordalía. Los albigenses eligirán ellos mismos los libros que contienen su doctrina para ser sometidos a la prueba de fuego, y por su parte, Santo Domingo ofrecerá su propia obra como ofrenda a la expiación. El resultado lo vemos en el cuadro: los libros cátaros arden hasta convertirse en cenizas, mientras que el códice de Santo Domingo se eleva milagrosamente. En la representación vemos a los católicos a la izquierda, pendientes del Santo, quien no da ninguna  importancia al suceso, ya que él confiaba ciegamente en la intervención divina, mientras que los cátaros de la derecha dan muestras de su perplejidad. Desgraciadamente, ni tan siquiera este signo de la Verdad católica fue suficiente para persuadir a los albigenses, quienes por su propio empecinamiento se vieron abocados a la exterminación.

Ahora comprendemos mucho mejor algunas de las incógnitas que nos había dejado la primera contemplación inmaculada de la tabla. Sabemos que el Santo está obrando un milagro, que el libro que sobrevuela la escena contiene textos ortodoxos con la Fe católica y por tanto ha superado la prueba de fuego, y creemos haber identificado a Torquemada. Solo nos queda por desvelar una incógnita, que ni el examen artístico ni la interpretación histórica nos han ayudado a clarificar. Se trata, literalmente, de descorrer la cortina. ¿Qué oculta esa tela que atrajo nuestra mirada al principio para luego dejarla en el olvido? La respuesta sencilla es que se trata de un simple recurso pictórico para ocupar espacio. Pero si nos conformáramos con las respuestas fáciles no estaríamos aquí.

 

Como he dicho, el retablo de Berruguete estaba pensado para decorar un monasterio, y es que cualquier católico, cuando piensa en una iglesia, la imagina enriquecida por obras artísticas. Una prueba irrefutable de la inferioridad del protestantismo es la pobreza de sus templos, despojados de cuadros e imágenes. Pese a que quieren presentarnos el luteranismo como una religión democrática que acercó el culto al pueblo, su iconoclastia es una demostración de que se trató de un movimiento elitista al que no le interesaba la instrucción de las clases bajas, pues es precisamente a través de las imágenes como las personas incultas podían comprender los fundamentos del cristianismo. Esta demagogia que supuestamente nivelaba el conocimiento sagrado, en realidad negaba su aprehensión personal, sin intermediarios, como ellos proclamaban, ya que cortaba de raíz la posibilidad de experimentar la anagogía, es decir, la sensación sublime de comprender los misterios que están más allá de la comprensión racional a través de la contemplación.

Esta iconoclastia protestante tuvo su antecedente más claro en el catarismo, que también proscribió los crucifijos y la representación de los santos. Esto nos lleva a una conclusión lógica, y es que lo que oculta el tapiz es un cuadro o un retablo religioso. Recordemos que estamos en una iglesia en territorio albigense, por lo que no es de extrañar que en un encuentro con representantes católicos, decidieran marcar su predominio tapando uno de los símbolos del templo, que en este caso podemos imaginar que se trataba de una representación de la Asunción de la Virgen, a la que estaba consagrada la iglesia de Montréal, y a quien los cátaros negaban su divinidad.

Ahora bien, no debemos quedarnos en esta interpretación realista de la escena. Como sabemos por su utilización de una vestimenta anacrónica y de la misma arquitectura de la iglesia, incongruente con una construcción del siglo XIII, a Berruguete le preocupaba poco la fidelidad histórica. Ahora entramos, de nuevo, en el terreno de la especulación, pero con todo lo que ya sabemos sobre la tabla, no nos arriesgaremos mucho al lanzar la siguiente hipótesis: si la quema de libros heréticos invita a una interpretación dual que puede llevarnos, según nuestras propias opiniones y prejuicios, tanto a verlo como una denuncia de la intolerancia como a una apología de la labor purificadora de la Inquisición, la censura ejercida por los propios cátaros por medio de la ocultación de una  obra de arte  se puede leer, dependiendo de cada persona y no de manera excluyente, como una muestra de que el verdadero fanatismo era el ejercido por los albigenses, o como una defensa de la libertad de expresión artística, que debe estar por encima de las disputas partidistas.

Sin querer caer en el relativismo, permítanme proponer una explicación intermedia. No creo que Berruguete se planteara su cuadro como un alegato a favor de la libertad de culto, una preocupación que ni tan siquiera estaría presente en su esquema mental. En la España de finales del Cuatrocientos o se era católico o se era hereje, no hay más discusión posible. Además, Berruguete era un artista, o mejor aún, un artesano, no un político ni un filósofo, y por suerte en aquella época los pintores no se metían en cuestiones de gobierno, como hacen tantos creadores actuales para enmascarar su mediocridad. Pero, precisamente como pintor, Berruguete pensaría, quizá de manera inconsciente, que las obras de arte deben estar por encima de cualquier consideración sobre su papel adoctrinador. Que un cuadro no debe servir para educar, para convencer, para imponer ideologías. La censura, tapar un cuadro, es una abominación, la realice quien la realice, porque el arte, en este caso la imagen, es más importante que cualquier idea y solo nos compete a nosotros como individuos, sin ninguna implicación social.

Para que quede claro, no estoy diciendo que las autoridades deberían inhibirse del control sobre las obras que circulan entre el pueblo. El óleo de Berruguete nos lo explica claramente: una cosa son los textos perniciosos, que deben ser destruidos o de uso constreñido para expertos inmunes a su nociva influencia, y otro asunto totalmente diferente son las obras de arte puras, que no tienen que estar sujetas a ninguna supervisión legal, siempre que no atenten contra la moral. Por eso, la labor del Estado en la inspección y autorización de las publicaciones no solo es necesaria, sino loable. Ya sabemos por experiencia propia a lo que nos llevó el libertinaje que imperó en los tristes días de la malhadada República. Y ya vemos lo que pasa en otros países en los que se mezclan el todo vale con el vale todo, degeneración tanto artística como social. Por suerte, o por gracia divina, después de nuestra Gloriosa Cruzada, en España podemos disfrutar de la protección de las autoridades, que velan por nosotros con una labor callada e infatigable.

Quizá algún malintencionado pueda pensar que estas últimas palabras eran una cortina que trataban de ocultar una proclama en contra de la censura, pero nada más lejos de mi intención. Quiero que quede manifiestamente claro mi apoyo total a la política del Gobierno y mi reconocimiento y respaldo incondicional al Caudillo. Muchas gracias por su atención.

Antonio Rodríguez Vela
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