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Arte y Letras

La misión de Alou: la maternidad roja de Christian Lax. De viajes y dimensiones artísticas y humanas

No me parece casualidad que a la hora de editar en nuestro país el último trabajo de Christian Lax, el título francés de la obra se haya convertido en un subtítulo que busca reforzar el personaje que lo protagoniza. Así Une maternité rouge pasa a ser, en la edición de Ponent Mon, La misión de Alou. En Francia no dejaba de haber, quiero suponer, una cierta tensión, dado que el cómic pertenece a la serie Louvre éditions, sello surgido tras un acuerdo entre Futuropolis y el museo parisino y que vuelca el peso de la edición en su vertiente artística. En España no tenemos ese condicionante y el título puede ser más convencional, pero a la vez más humano e incluso descriptivo.

La misión de Alou es un cómic muy interesante que transita necesariamente por una estrecha línea entre el trabajo casi de encargo del Louvre y los intereses del autor, que aparecen en cada página. Así, oficialmente, y eso nos vende el título original, todo gira en torno a una pequeña estatua maliense que debe ser trasladada a Francia para que quede bajo la protección de uno de los más prestigiosos museos del mundo. En realidad, lo que interesa a Lax es la peripecia vital de un joven recolector de miel que debe abandonar su peligrosa pero conocida vida para enfrentarse a problemas sin fin en el trayecto que lo llevará a Europa.

La dimensión artística

La idea de que una obra de arte pueda no estar segura en su emplazamiento original no es precisamente nueva. Es obligado acudir al lugar común que de los mármoles del Partenón en el British Museum, una institución que es tan consciente de la problemática que representa su secuestro sin fecha de caducidad que hasta se dedica a repartir folletos a la entrada de la sala para tratar de convencer a los visitantes de la necesidad de que los mármoles permanezcan allí.

Sin embargo, del mismo modo que a día de hoy no existe ninguna justificación para el hurto de semejantes tesoros artísticos a Grecia, lo cierto es que puede que sí hubiese alguna excusa cuando Elgin se los llevó a principios del siglo XIX. Por entonces, Grecia estaba bajo el control del Imperio otomano, y en la Guerra de la independencia griega la Acrópolis fue asediada en al menos dos ocasiones, con los daños que todos podemos suponer. No obstante, muchos creían ya por aquel entonces que aquello era un expolio en toda regla, con Lord Byron a la cabeza.

Por eso, porque cualquier persona con un cierto interés en el arte no contemporáneo conoce perfectamente la problemática del expolio de diferentes naciones en el pasado, nos puede resultar chocante que el punto de partida de La misión de Alou sea la necesidad de llevar una obra de arte única de Malí a un museo europeo. Nuestra natural incredulidad se ve relajada, eso sí, por la situación que vive el país africano y por las circunstancias personales del que se encargará de transportar la maternidad. En el fondo todo es un poco tramposo, pero al mismo tiempo es una excusa que funciona bien. Si se plantea una situación en la que una obra de arte maravillosa está condenada a la destrucción por un régimen bárbaro, todos vamos a querer que sea trasladada a un lugar seguro.

El problema de ese razonamiento, que como hemos indicado es natural y coherente, es que los países del primer mundo han ido demostrando a lo largo de su historia una incapacidad casi crónica para desprenderse de las obras que han acabado dentro de sus fronteras, sin que importe cómo llegaron allí; sin tener en cuenta ninguna otra consideración más allá de la necesidad de que sus grandes museos nacionales puedan mantenerse en la cúspide de su prestigio cultural y museístico.

De ahí que la elección del pueblo maliense como ejemplo de una nación incapaz de defender sus obras artísticas sea cualquier cosa menos casual. El peligro es que por medio de ese tipo de justificaciones se vayan blanqueando adquisiciones turbias y se mantengan lejos de su hogar obras que en buena fe deberían ser devueltas. Parte de nuestra educación cultural en el primer mundo debería ir orientada a hacernos comprender que los saqueos a otras culturas tienen ramificaciones incluso más graves de lo que originalmente parece, y que siempre debemos mantenernos vigilantes ante ellas.

La dimensión humana

Sin embargo, la faceta más interesante de La misión de Alou no es la misión en sí misma, sino la trascendencia de la misma sobre la vida de nuestro protagonista, convertido en un ejemplo de los muchos africanos que deben cruzar su continente y arriesgar su vida en el Mediterráneo para llegar a una vida mejor o, simplemente, para poder sobrevivir.

Lo primero que debemos entender es que estos viajes no son algo único, de hecho las peripecias de Alou recuerdan mucho a las que sabemos que sufren muchos americanos que sueñan con alcanzar los Estados Unidos. En particular cintas como La jaula de oro nos muestran los paralelismos existentes entre ambos continentes, condenando a sus habitantes a viajes a la nada, en busca de una tierra prometida que realmente no existe: al final del camino no hay felicidad, solamente supervivencia e incomprensión, una sociedad que parece ignorar a los más necesitados y que se presenta incapaz de asimilarlos, más por miedo que por falta de capacidad real.

El que Alou emprenda su viaje por un motivo externo a sí mismo no nos hace olvidarnos de su miserable condición. Su familia parece no preocuparse demasiado por su desaparición; sus vecinos comentan que seguramente habrá conocida a alguna mujer y se habrá ido; nadie parece prestarle demasiada atención. Seguramente estarían más preocupados por los yihadistas que amenazan su vida. Es cierto que hay que reconocer que Lax se preocupa aquí por la realidad de Malí, situando a Alou en la provincia de Mopti, uno de los focos de los enfrentamientos con los radicales islámicos de Mali.

La narración de Lax oscila entre dos mundos diferentes. Por un lado está el museo, identificado con la figura de Claude, un conservador amable que está prácticamente enamorado de la maternidad roja que ya está en las vitrinas del Louvre. Es un mundo amable, de pequeños problemas y bonitas vistas, cafés y antiguos amores. Frente a él, la violencia callada del viaje de Alou, sin amigos ni aliados, dispuesto a todo con tal de cumplir su obligación.

La Europa rica frente a la África pobre, la necesidad frente a la opulencia. Christian Lax se muestra como un gran observador de la sociedad del primer mundo. Cuando conocemos a los inmigrantes que se han situado en el muelle de Austerlitz, nos enfrentamos a la mezquindad de aquellos que los maltratan como si fuera un juego, o incluso a los criminales que les roban de manera impune. En cierto modo, es revelador que esas escenas llamen tan poderosamente nuestra atención: estamos dispuestos a asumir sin ningún tipo de sorpresa las escenas más duras en África, donde pueden matar a los viajeros por haber acabado con una oveja para no morirse de hambre, pero nos vemos obligados a bajar la vista con vergüenza cuando unos franceses tiran unas latas a los refugiados.

No es casualidad. Christian Lax sabe que todo lector que merezca la pena comprenderá la diferencia entre ambos sucesos y agachará la cabeza lleno de vergüenza. Los ricos, los favorecidos, deben tener al menos la decencia de tratar de manera correcta a los menos afortunados. Y la historia de Alou es la de uno de esos hombres que ha tenido mala suerte en el reparto.

Hablar de la vida por medio del arte

La excusa para realizar La misión de Alou es el Pabellón de las Sesiones del Louvre, el Departamento de Artes Primeras. Se dedica a obras de culturas no europeas y podría haber servido para contarnos una heroica historia del pasado, ambientada en lugares exóticos. En cambio, se convirtió en el vehículo de una historia actual, en una manera de denunciar la situación de los africanos que tratan de esquivar de las guerras de sus países.

Una obra así debe funcionar a día de hoy, en gran medida, por el aspecto formal. No es novedosa en esencia y puede caer en la sensiblería. Sin embargo, en manos de Lax cada paisaje se ve despojado de todo lo sobrante y convertido en una fuerza elemental, reducido a la esencialidad. El vacío narra tanto como las figuras y la lectura es un ejercicio de reflexión. Su obra no esgrime grandes diálogos, sino solamente sensaciones y un uso magistral del color.

¿Existe un Alou en el mundo real? La pregunta tiene más miga de lo que parece. Existen millones como él, que parten sin saber si llegarán al final de su búsqueda de la tierra prometida. No sabemos cuántos lo hacen para salvar una obra de arte de valor incalculable y llevarla a un gran museo. Quizá ninguno. Pero eso no importa, porque, en realidad, La misión de Alou son dos historias, la suya y la de la maternidad roja. Una nos habla de la lucha por la supervivencia del hombre; la otra, de la necesidad de salvar nuestro legado cultural. Conjugar ambas ideas no es nada fácil, y Christian Lax lo hace mejor de lo que parecería posible.

En el fondo, La misión de Alou podría hablar del viaje de un héroe que no quiere serlo y que solamente cumple con su obligación. Pero es mucho más, porque se adentra en los conflictos actuales, nos convierte en refugiados y nos hace recorrer kilómetros por Mali y Argelia, cruzar el Mediterráneo, hasta que acabamos perdidos en la Europa de los desposeídos. Al final, lo de menos es el Louvre. Todo se reduce a Alou, la persona.

Ismael Rodríguez Gómez
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