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Cinefórum LXXVII: «La infancia de Iván»

El espionaje es, por definición, una actividad ambigua. Especialmente en el cine, donde la obtención y el tráfico de información han armado un género que suele profundizar, como vimos la semana pasada en La conversación, en los dilemas morales de los espías. En las historias de quienes trafican con secretos nada es lo que parece… excepto cuando hay que enfrentarse a los nazis. Entonces sabemos desde el principio quiénes son los malos y comprendemos que las coordenadas fílmicas nos llevarán a explorar otras latitudes: cuando el enemigo es antagonista de la razón, el fin justifica los medios.

Tarkovsky irrumpió en el profesionalismo con La infancia de Iván (Ivánovo detstvo, 1962). Con una red de seguridad tejida con esvásticas, hizo cine sobre lo que tocaba, pero supo hacerlo a su manera. La factura de su quinta obra (y al mismo tiempo ópera prima, al ser su primer trabajo tras su formación en el Instituto Estatal de Cinematografía Panruso), deja entrever el patrocinio del régimen soviético que acababa de levantar el Muro de Berlín y quería enviar misiles a Cuba. Dos décadas después del triunfo soviético frente a la barbarie y medio siglo después de la revolución, seguía siendo necesario sacar lustre a las señas de identidad de la URSS. Y de todas ellas, quizá la más internacional e indiscutida (al menos por aquel entonces) era el heroísmo del Ejército Rojo en lo que por esos lares se conoce como la Gran Guerra Patria. Es decir, la lucha del comunismo contra el nazismo.

El depositario de los anhelos propagandísticos del régimen, pero también de los primeros experimentos de aquel director treintañero, fue un adolescente, el pequeño Iván, que no tenía edad suficiente para jugar a la guerra pero estaba demasiado herido como para quedarse de brazos cruzados ante la invasión alemana. Magistralmente interpretado por Nikolái Burliáyev, el huérfano que protagoniza la película (y también el relato original de Vladímir Bogomólov) se ha especializado en infiltrarse tras la línea enemiga y regresar a la retaguardia con valiosa información para el par de oficiales rusos que han conseguido ganarse su confianza. Los dos hombres, incapaces de controlar su furia, solo pueden tratar de canalizar sus ansias de venganza hacia el bien mayor.

La primera capa de la matrioska está dedicada, por tanto, a las consecuencias psicológicas y militares de los continuos viajes de Iván a un infierno que Tarkovsky se niega a mostrarnos; el joven espía cambia información por locura hasta que de su tierna persona ya solo queda el odio. Sin embargo, cada una de las ausencias del pequeño ángel vengador (ese es, esencialmente, el tratamiento que recibe Iván con el paso de los minutos) sirve al director ruso como excusa para desarrollar el estilo personal que le haría merecedor de la admiración de muchos de los grandes cineastas de su tiempo. Es quizá en esta serie de escenas, que funcionan de manera casi independiente al gran relato de la película, donde con mayor claridad asoma el Tarkovsky que viene: los planos fijos, el tono onírico y la obsesión por la temática religiosa que tantos problemas le causaría en su relación con su mecenas, el régimen soviético, adquieren el protagonismo en cuanto la escena se aleja del frente de batalla.

En la secuencia final y para quedar en buenos términos con el productor, Tarkovsky transige y enseña de golpe todo el horror del nazismo que hasta entonces nos había ahorrado. Como premio por su excelente trabajo llegó el primero de los muchos premios internacionales de la carrera del director (que con cada galardón se convertía en una figura más incómoda para el Kremlin), el León de Oro de Venecia. Desde el Bloque del Este y para el mundo, en el ojo del huracán de la guerra cultural y la batalla propagandística, arrancaba la carrera de uno de los grandes de la historia del cine: Andrei Tarkovsky

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