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Música

«Scar Tissue» de Anthony Kiedis y las autobiografías de sexo, drogas y (si eso) rock & roll

Rara es la temporada editorial en la que no encontramos una autobiografía del rock en la mesa de novedades de una librería. Una de las últimas en hacerlo en España ha sido Scar Tissue (Capitán Swing, 2016), testimonio en primera persona de las vivencias de Anthony Kiedis, ex drogadicto, reputado follarín y, en el tiempo que le deja libre sus vicios, vocalista y líder de los californianos Red Hot Chili Peppers. Estas memorias son el último ejemplo de esas hagiografías sobre sexo, drogas, y (si eso) rock & roll, que pueden considerarse todo un subgénero literario en sí mismo y que nos invitan a reflexionar sobre el lado más salvaje y vacuo de algunos músicos.

Mitomanía, melomanía, vida privada y rock & roll

De todos los subproductos surgidos al amparo del rock, uno de los más llamativos es el de las autobiografías de sus artistas. Para todo mitómano que se precie, y hay que tener en cuenta que el éxito popular del rock se sustenta fundamentalmente en un sentimiento de idolatría rayano a lo religioso, no hay nada más excitante que conocer las desventuras personales de sus mitos. Porque a la vez que erigimos a nuestros héroes musicales como tótems a los que rezar por su talento artístico, nos gusta también conocer su lado privado para humanizarlos. Como en Babilonia, construimos una torre con la que acercarnos a nuestros dioses para, si nos dejan, empujarlos desde lo más alto.

Pero no es solo una cuestión de mitomanía. También se trata de amor por la música. ¿A qué melómano no le interesaría saber lo que desayuna Mick Jagger, lo que lee Paul McCartney antes de meterse en la cama, o cuál es la marca del papel higiénico con el que se limpia el culo Bob Dylan? Nos gusta empatizar con nuestros ídolos para poder identificar la influencia que tiene su vida corriente, esa que supuestamente es igual a la nuestra, en la magnificencia de su música. Descifrar los insondables arcanos de sus experiencias vitales en su creación artística.

Sin embargo, si algo nos ha demostrado esta curiosidad es que el rockero y el músico de éxito en general, independientemente del género al que se adscriba, esconde a la sombra de los escenarios una realidad mucho más prosaica de lo que la fastuosidad de los focos proyecta. Hay honrosas excepciones, por supuesto. Muchos de los grandes iconos de la música popular han sido no solo grandes artistas, si no personajes geniales. Pero, a poco que metamos la nariz en las bambalinas del rock descubriremos que por lo general para poder mantener la magia es mejor ver el espectáculo desde la platea. Si no, correremos el riesgo de confirmar que nuestros ídolos son unos auténticos gilipollas.

No obstante, el tufillo del rock and roll way of life nos atrae como una mosca a un zurullo. Ya sea porque anhelamos vivir (o sobrevivir) esa locura, ya sea porque nos fascina su estudio como al antropólogo que observa ensimismado a mandriles desparasitarse los genitales, la cuestión es que esas vidas excesivas, megalómanas y epicúreas están tan fuera de nuestra realidad que a la mínima oportunidad no podemos resistirnos a echarles un vistazo. Nos encanta experimentar el vouyerismo con un estilo de vida que nos fascina y repele a partes iguales. Y hay pocos testimonios tan potentes de esto como las memorias de una estrella del rock.

Frente a las biografías escritas en tercera persona, normalmente por especialistas musicales y que suelen tomar el tono neutro de las grandes hagiografías que conjugan la vida personal, el contexto socio-histórico y la producción musical de sus protagonistas, las autobiografías, narradas por su propios actores (pero normalmente escritas con la ayuda de un profesional) suelen ser relatos primorosamente subjetivos, desequilibrados en su estructura (primando hechos no necesariamente importantes e ignorando otros que sí lo son), carentes de toda reflexión contextual y temáticamente despendolados. Estas últimas pueden considerarse todo un subgénero literario en sí mismas y son, por qué no decirlo, infinitamente más divertidas.

Parental advisory: explicit content. El espíritu Spinal Tap

En 1984, epicentro cronológico de la época dorada del heavy, Rob Reiner presentaba un falso documental paródico de título This Is Spinal Tap, en el que se narraba la desastrosa gira norteamericana de una imaginaria banda de heavy metal. Para ello, Reiner se hacía eco de todos los tópicos de la vida y maneras del rock y, con el simple hecho de exponerlos tal y como eran uno detrás de otro, conseguía un efecto tan ridículo como descacharrante. Más de un espectador creyó que se trataba de un documental de verdad.

Desde su estreno la cinta pasó automáticamente a convertirse en referencia indiscutible de la imbecilidad rockera, adorada tanto por fanáticos como por músicos, viéndose ambos reflejados con tanta sorna como complicidad en aquellas actitudes y vivencias. Así, nació el espíritu Spinal Tap. «Esto es muy Spinal Tap», te decías cuando Axl Rose se piraba de un concierto porque no le habían traído ni el melón cuadrado que había exigido, ni el sofá de cuero italiano que necesitaba para comérselo. Durante décadas los testimonios de ese espíritu alocadamente chorras y suicida fueron fundamentalmente periodísticos (crónicas de reporteros que viajaban con grupos y artistas) y audiovisuales (los documentales, rebautizados con el tiempo en inglés como rockumentaries). No obstante, con el paso de los años los músicos supervivientes fueron envejeciendo y empezaron a mirar atrás con la nostalgia del veterano de guerra que echa de menos un pasado idealizado. Y entonces aparecieron las autobiografías del rock convirtiéndose en epítome testimonial del Spinal Tap.

Por supuesto, no todas lo iban a ser. Neil Young demostró en sus memorias, El sueño del hippie (Malpaso ediciones, 2014), que su vida, reflexiones e inquietudes respondían a la complejidad de su genio musical. Lo mismo se puede decir de Bruce Springsteen (Born to Run, Random, 2016), de Morrisey (Autobiografía, Malpaso Ediciones, 2016) o de Mark Oliver Everett (Cosas que los nietos deberían saber, Blackie Books, 2008). Y de unos cuantos más. Pero frente a estas retrospectivas vitales en clave seria, han ido publicándose una retahíla de relatos hedonistas escritos casi siempre con la ayuda de un profesional de las letras y que a los efectos funcionan como odas egocéntricas a un modo de vida que engulle cualquier vocación e interés musical de sus autores. Son lo que yo llamo «autobiografías Spinal Tap».

El ejemplo más extremo de ellas lo encontramos en Los trapos sucios: confesiones del grupo más infame del mundo, de Mötley Crüe (Es Pop ediciones, 2008). Que la portada del libro sea una etiqueta de Jack Daniels nos debería de poner sobre aviso; que en alguna reseña a su lectura se mencione ese concepto que acuñó Alex de la Iglesia como «asco-pena», también. Todo da asco y pena en las memorias de una panda de zoquetes con un talento musical inversamente proporcional a su estupidez, pero que se encontraban en el sitio adecuado (Los Ángeles) y en el momento adecuado (los años ochenta) para triunfar. Y que lo hicieron a lo grande, si como tal entendemos ganar millones de dólares para despilfarrarlos en drogas, alcohol, mansiones y coches, y tener colgadas de su entrepierna a ingentes cantidades de groupies. Con el formato de un relato coral (los diferentes miembros de la banda y algún allegado) y redactado con la ayuda del Neil Strauss, periodista rockstar de la revista Rolling Stone, la lectura de Los trapos sucios es adictiva, perversamente cómica y por momentos tan sorprendentemente surrealista que, más que biográfica, queremos verla como ficcionada. Y algo de eso habrá, suponemos. Esperamos.

Otra autobiografía puramemente Spinal Tap es, como no podía ser de otra manera, I Am Ozzy. Memorias de Ozzy Ousborne (Global Rhythm Press, 2011). Redactada junto a Chris Ayres, en inglés viene acompañada con el ilustrativo subtítulo de Confieso que he bebido, suponemos que en homenaje-coña a las memorias de Pablo Neruda, Confieso que he vivido. Lo que en Los trapos sucios provocaba repulsión, en I Am Ozzy se convierte casi en algo entrañable, dada la involuntaria comicidad del personaje y, a diferencia de los Crüe, la evidente simpatía que emana. Lo curioso es que Ozzy es el protagonista de algunas de las mejores anécdotas de las memorias del grupo de Tommy Lee y, sin embargo, es al contarlas él mismo cuando nos resultan mucho más divertidas. Para hacerse una idea del por qué, su propia introducción: «Durante los últimos cuarenta años he ido ciego de alcohol, coca, ácido, Quaaludes, pegamento, jarabe para la tos, heroína, Rohypnol, Klonopin, Vicodin y otras muchas sustancias. (…) No soy la puta Enciclopedia británica. Lo que vais a leer es lo que goteó de la gelatina que tengo por cerebro cuando le pregunté por la historia de mi vida». Lo dicho, Spinal Tap en estado puro.

Un caso especial es el de las memorias de Lemmy Kilmister, cantante y líder de Motorhead: Lemmy. La autobiografía (Es Pop Ediciones, 2015). Esta obra supone otro canto al tópico del «sexo, drogas y rock & roll», pero a la vez está escrita de forma tan brillante, reflexiva e irónica (se junta el buen hacer de Janiss Garza y la flema británica del músico), que sumado a la integridad y coherencia de un tío como Lemmy, hacen del conjunto una lectura más cercana a la de las vivencias de el boss que a la de los desfases de unos sociópatas con guitarras como Mötley Crüe.

Como hemos señalado, autobiografías serias hay muchas, pero dignas del Spinal Tap también. Y la última de estas que ha llegado a nuestras librerías (en inglés fue publicada en 2006) es Scar Tissue (Capiran Swing, 2016), las memorias que Anthony Kiedis, líder y vocalista de Red Hot Chili Peppers ha escrito en colaboración con Larry Sloman.

Red Hot Chilli Peppers

Scar Tissue: californicación de la buena 

Vale, no es que las expectativas fuesen muy altas. Red Hot Chili Peppers no engrosarán nunca las listas de las bandas más grandes de la historia del rock. Ni siquiera está claro si su música debe englobarse bajo esta etiqueta (se les ha definido como funk, pop, rap-rock, fusión… y su evolución natural ha sido una dulcificación sonora cada vez más evidente). Además, su vocalista y letrista, Anthony Kiedis, que no ha destacado nunca por tener una voz prodigiosa ni escribir letras extraordinarias, no parece un tío demasiado interesante. De acuerdo. Pero nadie negará que los Red Hot Chili Peppers han sido en algún momento parte esencial de la banda sonora de nuestras vidas, al menos si tenemos entre veinte y cincuenta años. Y su influencia musical es fácilmente rastreable hoy en día. Así que algo de curiosidad sí que había por leer Scar Tissue.

La cosa no empieza mal, aunque lo haga con cierta sensación de déjà vu: Kiedis nos habla de una infancia desestructurada por la separación de sus progenitores, un padre que trapichea (la novedad es que lo hace con la élite hollywoodiense), y una adolescencia en la que se traslada a la casa paterna en Los Ángeles y bajo los deslumbrantes rayos del sol californiano anda más perdido que Spider-Man en un descampado. Luego viene su frustrada carrera como joven actor, sus primeros pasos por el underground de la ciudad, la formación con unos compañeros del colegio de la que sería su banda, y, por fin, la misma historia más o menos de todos los grupos de éxito: los duros comienzos, la ilusión de los colegas que quieren dedicarse a la música y, por último, una versión más del sueño musical americano. Y entre todo eso, el desfase, claro. El Spinal Tap.

La condición de moja-bragas del vocalista queda demostrada casi desde el comienzo del libro, pero más aún sus problemas con las drogas, que a diferencia de otros celebrities él adquiere antes de que el éxito y la fama le taladren la cabeza. Es difícil abrir Scar Tissue por una página al azar y no encontrar alguna referencia al folleteo o a las drogas. Sin embargo, mucho más difícil es encontrar pasajes sobre música. Eso es lo que más se echa en falta de la autobiografía de Kiedis: más referencias a los procesos de composición, a la repercusión de sus discos, a sus inquietudes musicales. Por supuesto, sí que habla de música, pero precisamente porque cuando lo hace la lectura gana tanto interés, se echa de menos que no profundice más en el tema. Por ejemplo, todo lo referido a su relación con John Frusciante, ese misterioso genio de la guitarra, sabe a poco. Y es que al final, como casi todas las rockstars, Kiedis tiende a recrearse en el lado salvaje de su vida.

Sí que es verdad que, a diferencia de otros artistas, Kiedis no alardea de ese divismo tan prototípico del Spinal Tap. Y eso en cierta medida redime sus memorias. Escasean las anécdotas megalómanas y el duro camino narcótico que recorre, que en realidad es el hilo conductor de sus recuerdos, está narrado como una condena y no como un viaje recreativo. Por su parte, los escarceos sexuales son descritos más con el entusiasmo del libertino picha brava que con la babosidad del salido repulsivo que se folla a todo lo que se mueve. De hecho, la imagen general que trasmite el cantante es la de ser un tío majo y con ese punto espiritual ingenuo del famoso buenrollero. En ese sentido, la lectura ayuda un poco sacarse de la cabeza la imagen de altivo playboy californiano que nos había vendido la Mtv durante más de veinte años, y cambiarla por la del simpático playboy a secas.

Quizá el problema de Scar Tissue, y de muchas autobiografías de este tipo, sea esperar de ellas más de lo que deberíamos. Cuando Kiedis cuenta, como si fuese la anécdota más tronchante del mundo, la ocasión en la que él y sus colegas se presentaron en una fiesta totalmente desnudos con un calcetín tapándoles las partes pudientes, te das cuenta de que los integrantes de una banda de rock padecen, por lo general, los rigores de una tierna edad mental permanente. A fin de cuentas, en muchos aspectos el rock no deja de ser un fenómeno eminentemente adolescente: bandas de críos que se juntan en un garaje para perseguir un sueño y sobre todo, molar, y que pese a los años y el éxito sus púberes cabezas no parecen moverse del local de ensayo. Así pues, no deberíamos pedir milagros. Y además, ya lo dijimos: hay algo de irresistible atractivo en todo esto. Como decía ese eterno Peter Pan de nombre Johnny Depp, las estrellas del rock son los piratas del mundo actual. ¿Y quién no ha soñado alguna vez con surcar los mares colgado de una botella de ron y gritar aquello de «¡La vida pirata, la vida mejor!»?

Marcos García Guerrero
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Un comentario

  1. RHCP, al contrario de lo que se afirma en esta entrada, sí que ha sido una gran banda. El claro ejemplo es que miles de bajistas y guitarristas han estado influenciados por la forma de tocar de Flea y de John Frusciante, eso por no hablar de la precisión de Chad Smith a la batería. Si bien es cierto que Anthony Kiedis no es ningún Freddy Mercury ni ningún Pavarotti, no menos cierto es que irradia carisma por los cuatro costados , y que siempre ha hecho un gran trabajo en los RHCP.
    Entiendo que a quién ha escrito esto no le emocioné esta banda, sin embargo me habría gustado que esta entrada se hubiera escrito con más conocimiento de causa por cuánto los RHCP marcaron un camino a seguir para miles de músicos, sobretodo a partir de la publicación en 1991 del BLOOD SUGAR SEX MAGIC, una de las joyas del rock de los años 90.

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