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El talento de Monsieur Vidocq

Ladrón, acróbata, soldado, desertor, pirata, estafador, presidiario, soplón, policía, agente provocador, empresario, detective privado, espía, escritor, coleccionista de arte, actor: permítanme presentarles a Eugène-François Vidocq, el moderno Proteo.

Para empezar esta narración de la manera más literaria posible, pero sin caer en el pecado de la novelización, avancemos en el tiempo desde el nacimiento de Vidocq en Arrás, catorce años antes de la Revolución, hasta situarnos en 1846. Nuestro desplazamiento también será espacial, pues ahora nos encontramos en Londres, concretamente el teatro Cosmorama de Regent Street. Se nos viene a la mente la imagen de Robert De Niro, o más bien de Jack La Motta, en Toro salvaje, esos planos en blanco y negro que nos muestran al viejo campeón rememorando su vida mientras se prepara para salir a escena. Aquí, en un camerino del Cosmorama, nos encontramos con un ya maduro Vidocq maquillándose, probándose pelucas y disfraces, ensayando el monólogo en el que repasa los grandes momentos de una existencia que el tópico diría (aunque entonces todavía no) que da para una película. Una película que, a pesar de ser francesa, no sería una de esas historias intimistas de bohemios que viven en buhardillas preguntándose que faire? con una copa de vino blanco en una mano y un libro de Sartre en la otra. No, el biopic de Vidocq es épico, una superproducción, una película más grande que la vida.

les-mysteres-de-paris-par-eugene-sueLo cierto es que el personaje de Vidocq ha aparecido en más de una docena de películas y series de televisión tan dispares como Un escándalo en París, con la que la industria de Hollywood fue capaz de pergeñar una estupenda producción que tiene el mérito de no contener ni una sola verdad; o la Vidocq de Pitof, en la que el futuro autor de Catwoman se las apañaba para que todo quedara tan moderno que no se entendía nada. Pero, aparte de ser carne de celuloide, la vida de nuestro héroe también dio para multitud de canciones, obras de teatro, cuatro tomos de memorias firmadas (que no escritas) por él mismo, y unos cuantos libros que novelizaban sus aventuras con enorme éxito popular y, de paso, unas cuantas obras maestras. Porque, antes de caer en manos de creadores tan visionarios como Pitof, Vidocq ya se había convertido en el personaje preferido de algunos de los escritores franceses más relevantes del siglo XIX. Así, Balzac apenas tuvo que cambiarle el nombre para transformarle en Vautrin, un asiduo de La comedia humana. Balzac, que conoció personalmente a Vidocq, dotó a su personaje de la ambigüedad que caracterizaban al ser humano y Vautrin se erigió no solo en uno de los ejes de su obra, sino en símbolo de la ambición y complejidad de la misma. Menos dado a la sutileza, Victor Hugo trasplantó a Vidocq a la escena de Los miserables convertido en el ladrón con causa y de buen corazón Jean Valjean. Pero como una buena historia no puede quedarse en la simplicidad de las mejores intenciones, Hugo también sacó provecho de la expansiva naturaleza de su modelo para crear al policía Javert, el archienemigo de Valjean. Por si aparecer en dos de las mejores y más famosas creaciones de la literatura de su siglo no fuera suficiente, Vidocq también tuvo que asomar la patita en otra obra hoy menos recordada pero que en su época fue un auténtico fenómeno: Los misterios de París, de Eugène Sue. Quizá un poco cansado de que saquearan de tal manera su vida, Vidocq respondió con Los verdaderos misterios de París, convirtiéndose una vez más, y en esta ocasión por escrito, en autor de sí mismo. También Alejandro Dumas utilizó la figura de Vidocq en varias de sus novelas y, según algunos autores, incluso Edgar Allan Poe se habría inspirado en él para crear a su Auguste Dupin. Pero, ¿había para tanto? ¿De dónde salía tanto material para obras maestras, folletines populares y una leyenda que parece no tener fin?

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Las penas del joven Vidocq

Las citadas Mémoires de Vidocq, que solo llegan hasta 1827, cuando todavía le faltaban unas cuantas aventuras que correr, ocupan más de mil quinientas páginas. Aunque se lo merecería, desgraciadamente aquí no disponemos de tanto espacio, así que el repaso por la vida de este sin par personaje será forzosamente abreviado y acelerado: en sus primeros veinticinco años de vida, que fueron los últimos veinticinco del siglo XVIII, a Vidocq ya le había dado tiempo a hacer sus pinitos en la ratería (sus primeras víctimas, sus padres), girar con un circo en funciones, entre otras cosas, de acróbata (y de ampliar sus mañas en el robo con la mujer del jefe como botín), participar en la guerra y desertar, probar suerte como pirata e incluso sacar unas horas para casarse. Pero de todas sus vivencias, si no la que más le marcó, sí la que tendría más trascendencia en su posterior carrera, fue su entrada en prisión. De estas habrá unas cuantas, con sus respectivas fugas: ya desde muy joven Vidocq fue un maestro del disfraz y del escaqueo, un actor nato capaz de hacerse pasar por mujer pese a su monstruosa talla (aunque su estatura era de alrededor de metro setenta, en su época era considerado un gigante), o de pasearse por los corredores de la prisión haciéndose pasar por un guardia sin que nadie se diera cuenta del engaño. Pero lo de burlarse de la ley con reincidencia tiene sus peligros y en 1797 acabará condenado a la mucho más terrible condena de trabajos forzados. Si el trabajo ya cansa, el forzado, y en una bagne francesa del siglo XVIII (que no era exactamente una cárcel, sino una colonia penal, ciudades de presidiarios condenados a duras labores y castigos varios), debía de ser como para buscarse alternativas de vida más saludables. Redención (como Valjean) y reinserción. Pero para llegar a eso a Vidocq le faltaban ocho años de condena, y por lo que sea debía de tener prisa. Así que pasó los siguientes dos años entrando y escapándose de bagnes, de Brest a Tolón (o lo que es lo mismo, de punta a punta de Francia). Gracias a su habilidad para la fuga y a su facilidad para hacerse querer, Vidocq se convirtió en un héroe para los presos (como cuenta Eric Perrin, se le ha llegado a llamar «el Napoleón de los forzados». Más tarde sería «el Napoleón de los policías». Se ve que los modelos aspiracionales no abundaban). Con la ayuda de estos y de otros personajes de buena naturaleza, como los que encontró en el barrio rojo de Tolón, el 6 de marzo de 1800 Vidocq alcanzó su ansiada y, si no merecida, al menos ganada libertad.

primera-pagina-memoires-de-vidocqDurante el siguiente decenio Vidocq continuará con su costumbre de visitar periódicamente calabozos y prisiones, pero será precisamente la mayor transgresión, el peor de los delitos, el que no admite justificación ni bromas, el que le sacará de más de un apuro. Vidocq se convierte en chivato de la policía: según sus Memorias lo haría por venganza; unos compañeros de penas le habían delatado y él respondió con la misma moneda, pero la realidad fue muy diferente. Solo unos meses después de su huida de Tolón fue apresado en Lyon, y ante las graves acusaciones que pendían sobre él, tuvo claro que esta vez su escapatoria no estaba en disfraces ni proezas acrobáticas, sino en el soplo.

Pero esto tampoco era vida: harto de verse acosado por ambos lados de la ley y siempre escaso de dinero, un día del mes de marzo de 1809 Vidocq decide entrar por propia voluntad en la prefectura de policía de la calle de Sainte-Anne y ofrecer sus servicios a Jean Henry, el poderoso jefe de la segunda división. Como es normal, la propuesta de Vidocq despertó ciertas reticencias en cuanto a su fiabilidad, pero nuestro héroe pronto dejó claro su valor para las fuerzas del orden. Dotado de una memoria prodigiosa y siendo tan excelente fisonomista, capaz de recordar cualquier rostro después de verlo tan solo una vez, Vidocq soltó unos cuantos nombres para superar su entrevista de trabajo y consiguió un puesto que le daría algo de estabilidad, y que multiplicaría el número de sus enemigos.

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La buena reputación

Hasta 1827, año en el que sería finalmente destituido, Vidocq desarrolló una brillante carrera policial que le llevaría a crear y ser nombrado jefe de la Sûreté, considerada como el primer cuerpo moderno de policía, antecesora de la más famosa Scotland Yard. (Pero nada de complejos: cierto que en España no tenemos un caso tan radical de ascensión en la escala criminal, pero sí contamos no con uno, sino con dos casos de descensos igualmente espectaculares; un jefe de la Guardia Civil y otro de la Policía devenidos en delincuentes. Ahí queda eso). Si tenemos en cuenta que en la época los archivos policiales de Francia contaban con quinientas mil fichas de malhechores (sobre unos treinta millones de habitantes), muchas noches iba a tener que quedarse a dormir en la oficina. Pero para comprender no tan solo que tal transfiguración fuera posible, sino que fuera aceptada e incluso admirada por gran parte de la población, debemos situarnos en el contexto histórico.

vidocq-physiologieDe 1775 a 1857, año de la muerte de Vidocq, Francia pasó por una monarquía absolutista, una república, un imperio, una restauración monárquica, un rey ultra, otro liberal, otra república y otro Napoleón. Adaptarse a tantos cambios requiere una habilidad casi sobrenatural, pero lo de Talleyrand y Fouché parece una broma comparado con el equilibrismo del que fue capaz Vidocq, siempre el primero a la hora de cambia de chaqueta (según la leyenda fue el encargado de derribar la estatua de Napoleón que presidía la plaza Vendôme y, aunque la anécdota es falsa, dice mucho sobre la percepción que se tenía sobre él). En cualquier caso, se trata de una época en la que ascensos y caídas eran frecuentes y quien supiera manejarse con finezza era capaz de pasar del lodo al armiño de la noche a la mañana.

Cierto, en un periodo de conflicto permanente y caos administrativo, las identidades se creaban y destruían con gran facilidad. De hecho, hubo numerosos casos de «falsos nobles», avispados buscavidas que se aprovecharon de la confusión reinante para reclamar derechos espurios. Quizá el más famoso de entre ellos fue Pierre Coignard, antiguo ladrón que, al igual que Vidocq, había conocido el bagne de Tolón. Tras haber participado en la Guerra de la Independencia Española del lado ibérico, conoció a una antigua criada del conde de Sainte-Hélène, más tarde convertida en su mujer, quien le convenció para hacerse pasar por el fallecido noble, antiguo exiliado de quien no había familiares conocidos. Asumida su nueva identidad, el pretendido Sainte-Hélène regresó a España, esta vez en el bando napoleónico, y se ganó buena fama gracias a su valentía. Tras la caída del emperador, nuestro noble sobrevenido supo acercarse a los círculos realistas y organizó una red de contactos que le sirvió para infiltrarse en las más altas esferas de decisión política. Aprovechándose de estas relaciones, el ambicioso Coignard/Sainte-Hélène organizó una banda de ladrones que saqueó las mejores casas parisinas, mientras él seguía disfrutando de su inmaculada aura de irreprochabilidad. Tal era la sensación de impunidad de Coignard que, no conforme con recibir la Legión de Honor, reclamó para sí el título de caballero de la Orden de Alcántara y para su mujer el de hija del Virrey de Málaga. Pero había alguien que nunca se había tragado tanto cuento: desde hacía años Vidocq había alertado a sus superiores de la superchería del supuesto Sainte-Hélène, sin éxito alguno: ¿quién tenía más credibilidad, el héroe de guerra o el antiguo forzado trepador? Cuando finalmente uno de los antiguos compinches de Coignard reconoció al mismo (cuando marchaba a la cabeza de un desfile) y lo denunció ante la policía, Vidocq vio satisfecho su antiguo anhelo, y él mismo fue el encargado de arrestar a Coignard cuando este planeaba su huida.

Este pequeño desvío, además de recuperar una curiosa historia, nos ha servido para aclarar de una vez varios puntos: la facilidad para hacer tabla rasa con el pasado en un momento de incertidumbre; las posibilidades de medrar que ofrecía una sociedad que hasta entonces había estado anquilosada en el rigor del Antiguo Régimen; y los recursos de Vidocq para situarse como pieza clave de unas fuerzas del orden que empezaban a adquirir su forma moderna. Pero, ya se sabe, cuando alguien destaca en su oficio, no tardan es surgir las envidias. Que si Vidocq seguía siendo un ladrón que, al igual que Coignard, se aprovechaba de su situación para encubrir sus golpes; que si era un agente provocador que infiltraba a sus hombres entre la chusma para incitarles a cometer crímenes que luego él mismo desbarataba para así ponerse galones; que si había alcanzado demasiado poder e influencia… Odiado por todos los criminales, sospechoso para muchos de sus colegas, despreciado por algunos de sus jefes, en 1827 Vidocq tuvo que abandonar finalmente el cuerpo que había creado y, como se diría hoy en día, reinventarse una vez más. Y lo haría simultáneamente hacia el pasado, publicando sus Memorias y, hacia el futuro, creando la figura del detective privado.

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Llama un detective

Publicadas en 1828, las Memorias de Vidocq conocerán un éxito inmediato que se extenderá a lo largo de cuatro tomos, una adaptación teatral y una traducción al inglés, además de servir, como ya hemos visto, de fuente de inspiración para diversos autores y para el propio Vidocq. Pues, si bien la obra contó con su plena colaboración, en realidad fue un producto elaborado por varios negros, cuyo resultado final no fue del todo de su agrado, lo que le llevaría a dar su propia versión de los hechos en sucesivos libros que contenían el relato de sus muy diversas aventuras: Les Voleurs, Vidocq à ses juges y el ya citado Los verdaderos misterios de París. Este aluvión de obras proporcionó a Vidocq una popularidad que ha llegado hasta nuestros días, convirtiéndole en perpetua carne de fabulación. Daría para un estudio esta fascinación de los franceses hacia los criminales brillantes, pues no en vano su máxima figura literaria en lo que respecta a las novelas de misterio no es un detective impecable, como Sherlock Holmes o Lord Peter Wimsey, sino un habilidoso ladrón de guante blanco: Arsenio Lupin.

primera-pagina-memoires-de-vidocqPero la fama no es (o era) todo, y si bien Vidocq supo moverse como nadie en los márgenes de la ley, su perspicacia como hombre de negocios no estuvo a la altura. Así, después de triunfar en los papeles, fracasó como papelero. Su bienintencionada empresa (contrataba como trabajadores de su fábrica a antiguos presidiarios con intenciones reformistas, como haría su sosias Valjean) fue un fracaso que una vez más le dejó en la ruina. Movido por la necesidad, Eugène-François tuvo que volver al oficio que mejor se le daba, pero esta vez dejando de lado el minado campo de la administración pública para convertirse en un emprendedor autónomo, de tal manera que en 1833 creó la primera compañía de detectives privados de la que se tenga noticia. Lamentablemente (a efectos literarios) no es que Vidocq fuera un lince en lo que a investigación detectivesca se refiere. Sus limitaciones quedan patentes en un famoso suceso: un ladrón se cuela en una aristocrática casa en noche de gala, y en la cocina identifica unas valiosas bandejas de plata con sus correspondientes pescados a la espera de ser entregados para su degustación. Después de librarse del servicio, el ladrón se zampa los pescados a toda prisa y sale corriendo de la casa con las bandejas todavía aceitosas metidas debajo de su camisa. Inmediatamente, va al mercado a vender su valioso botín, pero para su desgracia no tardará mucho en ser detenido por Vidocq. Elemental, dirá un detective racionalista, las manchas de aceite bien patentes en su camisa le delatan, pero… ¿qué manchas?, preguntará Vidocq: le he detenido porque me han descrito al ladrón y lo tenía bien fichado. De aquí, dice señalándose la frente, no se escapa nadie.

Y tampoco es que los casos de los que se ocupó den para mucha fabulación: generalmente infidelidades y desfalcos. Eso sí, conociendo a los franceses, encargos no le iban a faltar. En Dos hombres en Manhattan, idiosincrática película de Jean-Pierre Melville, vemos cómo dos intrépidos periodistas franceses recorren las calles de Nueva York en busca del delegado de su país ante la ONU, quien ha faltado a una importante sesión sin justificación. Elevando el cherchez la femme a la categoría de epopeya, los reporteros tendrán que entrevistar sucesivamente a cuatro o cinco de las amantes del diplomático hasta descubrir que murió en casa de una de ellas, sin que hagan faltas más explicaciones sobre el motivo del deceso. Así que no tenemos que echarle mucha imaginación para dibujar una jornada de trabajo normal en la nueva encarnación de Vidocq. Quizá no haya casos espectaculares ni misterios enrevesados que den pie a sorprendentes demostraciones de capacidad deductiva, pero Vidocq había marcado un nuevo hito en la historia de la investigación criminal por la que será recordado durante mucho tiempo.

vidocq-le-roi-des-voleursYa ha llegado el momento en que regresemos a Londres: su espectáculo, el espectáculo de su vida, lleva dos años llenando el teatro, lo que no ha aliviado del todo las necesidades económicas de Vidocq, siempre generoso en sus gastos. Este es el motivo de que tenga una colección impresionante de obras de arte y también que ahora se vea obligado a desprenderse de buena parte de la misma. Su tesoro consiste en un centenar cuadros y más de trescientos dibujos, entre los que encontramos obras de Brueghel el Viejo, Watteau o Rubens. Pero la subasta es un fracaso (los cuadros apenas se venden por el valor de sus marcos) y Vidocq sigue necesitando dinero. Gracias a su fama, ya extendida también en Inglaterra, nuestro viejo ratero-sabueso recibe la oferta de publicar una traducción extendida y más veraz de sus Memorias, pero las pretensiones monetarias de Vidocq y su falta de entusiasmo hacen que el proyecto quede en nada.

En 1848, coincidiendo con el estallido de una nueva revolución, Vidocq regresa a Francia. Ya bien inmerso en la setentena, al antiguo detective le da tiempo a frustrar un intento de atentado radical que pretendía acabar con la vida de todo el gobierno (del que formaba parte su amigo el poeta Lamartine) y de ponerse al servicio de Luis Napoleón, presentándose como partidario suyo de toda la vida, pese a que no mucho tiempo antes, durante su estancia en Londres, le había espiado por encargo de sus enemigos. Pese a esto, las nuevas autoridades ven a un Vidocq envejecido al que ya no creen poder exprimir más, siempre quejoso (dice no tener recursos ni para comer, aunque goza de una renta vitalicia), siempre rodeado de jovencitas (cuando él ya ha llegado a la octava década de su vida), Vidocq se retira a su apartamento de la calle Saint-Pierre-Popincourt, donde morirá el 11 de mayo de 1857. De nada había servido el último remedio que su fiel amigo, el doctor Dornier, la había administrado: el vinagre de los cuatro ladrones.

Antonio Rodríguez Vela
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