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Ovidio, Tinder y el Ars amatoria: consejos amorosos para el nuevo siglo

«El cazador sabe muy bien en qué sitio ha de tender las redes a los ciervos y en qué valle se esconde el jabalí feroz. (…) Dedícate a frecuentar los lugares donde se reúnen las bellas».

Esto anunciaba Ovidio en su Ars amatoria, a modo de gurú de las relaciones amorosas o, empleando un símil de rabiosa actualidad, a modo de Carlos Sobera. La actual es, por desgracia, la era de las relaciones líquidas, del Tinder y demás aplicaciones cibernéticas. Si Ovidio aconsejaba frecuentar los teatros para hallar damas refinadas, ahora la gente anima a crearse una cuenta en una app.

Dos chicas ríen en una mesa. Están observando una pantalla. Una de ellas tendrá una cita en cuarenta y ocho horas con uno de los personajes de las fotografías de la aplicación que están utilizando. En lo que no han variado los escenarios de los años 2 a.C. a 2 d.C., cuando se estima que se publica la obra, y los de 2018, es en la preocupación a la hora de alcanzar el objeto de deseo. Los consejos de Ovidio parecen salidos de los labios de cualquier youtuber, influencer o similar. Cualquiera de las recomendaciones del escritor romano puede emplearlas dicha chica, nerviosa por el personaje con el que va a quedar, probablemente oriundo del Averno.

En resumen, la obra del escritor romano se desarrolla en un discurrir de lecciones y advertencias sobre cómo atraer al sexo opuesto. Va dirigida tanto al sexo masculino como al femenino, aportando interesantes ideas como estas dirigidas al varón, al que  anima a no llevar las uñas sucias, «han de estar siempre limpias, ni menos asomen los pelos por las ventanas de la nariz, ni te huela mal la boca, recordando el olor del macho cabrío».

En pleno siglo XXI, existe la idea preconcebida de que este es el siglo de la obsesión estética; las voces femeninas luchan contra sujetadores y aderezos y los hombres cada vez dedican más tiempo y dinero a su apariencia personal con tatuajes, barbas esculpidas, ridículos bigotes curvados o incluso yendo a la peluquería a agregarse rastas de largo estilo Venus de Botticceli. Ovidio demuestra que aproximadamente en el año 2 a.C. estas preocupaciones ya asomaban en las cabezas de la población. Ejemplo de ello son las canas: «la mujer, cuando encanecen los suyos, los tiñe con las hierbas de Germania, y adquieren un color más hermoso que el natural». Los hombres, sin embargo, ven ante sus ojos cómo el cabello cae «como unas hojas de árbol». Recordemos que por entonces no existían los implantes Svenson.

¿Y con respecto a la abundancia de coloridas extensiones, quizá más cercanas a un programa televisivo de reality show? Ovidio clama que esas hermosas cabezas femeninas que observa desfilar van cubiertas: «con abundantísimos cabellos gracias a su dinero, y con ajenos convertidos en propios, sin avergonzarse de comprarlos en público».

Sin embargo, cuidado con los gintonic. Muchos son los chistes que se dedican a los cambios que produce el beber en exceso a la hora de recurrir a la técnica del cortejo. Ovidio nos advierte: «la noche y el vino extravían el juicio sobre la belleza. Entre las sombras cualquiera nos parece hermosa». En pocas palabras y de manera directa y sin circunloquios, se refiere a esas experiencias que muchos habrán sufrido, tanto en el pasado como en la actualidad, pues «si eres fea, parecerás hermosa a los que están ebrios y la noche velará en las sombras tus defectos». Aunque esto no lo diga Ovidio, cabe añadir que con los hombres funciona igual.

Con respecto a los defectos, cuando todavía no existían las operaciones estéticas, otros eran los trucos para disimularlos. Ovidio dice: «El pie deforme ocúltese bajo un calzado blanco y una pierna desmedrada manténgase firme, sujeta por varios lazos. Disimula las espaldas desiguales con pequeños cojines y adorna con una banda el pecho demasiado saliente. A la que le huele mal la boca le recomiendo que no hable nunca en ayunas, y siempre a cierta distancia del que oye. Si tienes los dientes negros, desmesurados, o mal dispuestos, la risa te favorecerá muy poco».

Para poder engatusar al objeto del deseo del varón, Ovidio recomienda emplear eufemismos a la hora de acercarse a la dama en cuestión: «Llamemos morena a la que tenga el rostro más negro que la pez; si es bizca, digamos que se parece a Venus; si pelirroja, a Minerva; consideremos como esbelta a la que por su demacración más parece muerta que viva; si es menuda, di que es ligera; si grandota, alaba su exuberancia y disfraza sus defectos con los nombres de las buenas cualidades que a ellos se aproximan. No preguntes los años que tiene, máxime si ya marchitó la flor de su juventud».

¿Y en Tinder? Funcionará exactamente igual. El arte del engaño se mostrará a través del siguiente código: 1,79 significará 1,55; la escuela de la calle, que abandonó los estudios en segundo de ESO; si la bio es en inglés, buscará turismo sexual por la península; fotografía sin cara, está casado con nueve hijos. Y si esgrime mil argumentos para no poder quedar en un lugar concurrido y prefiere una tasca en el pueblo de las afueras, también estará casado.

Ovidio ya elogiaba la capacidad para la retórica, arma de lo más convincente, para conseguir embaucar a la dama que ocupaba los deseos del lector. La delicadeza y cordialidad en el trato y el modo de lisonjear trocando los defectos más evidentes en cualidades natas.

Si, una vez que tanto la retórica como el peinado han conseguido el objetivo y los consejos del escritor surten efecto, llegamos al punto del encuentro sexual, no menos importante. A la que todavía duda si entregarse o no a los brazos de su solicitante, Ovidio le arroja un carpe diem atronador: «No neguéis los placeres que solicitan vuestros adoradores. Si os engañan, ¿qué perdéis? Todo vuestros atractivos quedan incólumes y en nada desmerecéis (…) La hermosura es un don del cielo, mas cuán pocas se enorgullecen de poseerlo; la mayor parte de vosotras está privada de tan rica dote, pero los afeites hermosean el semblante que desmerece mucho si se trata con descuido».

En fin, qué va a perder la mujer, sino ganar un poco de placer, aunque el muchacho no le guste mucho. Y, aquella que niega una y otra el encuentro sexual, es debido a que «la violencia agrada a las mujeres, quieren que se les arranque a la fuerza lo que ellas desean conceder». Ovidio lanza unas palabras que hoy parecerían polémicas. Pero ante todo hay que comprender el contexto: este párrafo únicamente demuestra los siglos que nos separan del escritor y, por ende, lo lamentable de que muchos se hayan quedado en ese año 2 a.C.

Si al fin se produce el encuentro, Ovidio opina que «el colmo del placer se goza cuando dos amantes sucumben al mismo tiempo». Y el propio escritor habla de cuánto le complace oír los gritos que delatan los intensos goces de su compañera.

En definitiva, en el siglo XXI este libro debería editarse en formato bolsillo o bien algunos de los puntos deberían recalcarse en todas esas aplicaciones de cortejo cibernético que pululan en la actualidad. La maravilla de los clásicos es que no envejecen. Sin que muchos lo adviertan, Publius Ovidius Naso está de moda.

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