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Arte y Letras

De lo íntimo a lo universal con Natalia Ginzburg

Lo único que tenían en común los padres de Natalia Ginzburg era el socialismo. Él, triestino y judío, biólogo y científico, autoritario y déspota; ella, milanesa y católica, ama de casa y frustrada estudiante (abandonó Medicina tras la pedida), amable y risueña. Las aficiones e intereses de una parte excluían a la otra, sin remedio. Si para el padre, Giuseppe Levi, el montañismo era su pasión, la afición que imponía a su prole, y tachaba de palurdo a cualquiera que le disgustara, para la madre, Lidia Tanzi, ir de excursión al monte era «la diversión que el diablo daba a sus hijos». Y así con todo.

Las discusiones y conversaciones del matrimonio Levi, sazonadas con píldoras lingüísticas y recuerdos familiares a caballo entre el pasado y el futuro, son el eje de la extraña autobiografía de Natalia Ginzburg, Léxico familiar (Editorial Lumen; 2022), de la que la escritora es testigo, casi nunca protagonista. La propia Ginzburg lo aclara en la nota que precede al relato: «No deseaba hablar de mí. Esta no es mi historia, sino (incluso con vacíos y lagunas) la de mi familia».

La historia de una familia que es también la memoria de Italia. Las dos guerras mundiales y el auge del fascismo intervienen en la narración, trayendo consigo a un buen puñado de personajes ilustres de la época, cuya presencia sobrevuela la infancia y juventud de Ginzburg: Filippo Turati, cofundador del Partido Socialista Italiano, refugiado en casa de los Levi antes de huir del país; Adriano Olivetti, un activo antifascista que creó el movimiento liberalsocialista de Comunità; o Ferruccio Parri, militante antifascista que participó en la fuga de Turati, entre otros.

Estos dos últimos, junto a otros camaradas antifascistas, formaban la red de amistades de Alberto Levi, el cuarto hermano (de cinco) de Ginzburg, que constituía todo el orgullo que los padres tenían por su hijo. La simpatía por el socialismo y la férrea convicción en el antifascismo hacían que padre y madre vieran con buenos ojos cualquier alianza con el enemigo del régimen. Cuanto mayor riesgo entrañaba la lucha contra el fascismo, mayor era la satisfacción paterna. Así ocurrió con Mario Levi, el tercer hijo, cuando fue sorprendido con propaganda antifascista en Ponte Tresa y tuvo que huir a nado hasta la frontera suiza. Permaneció exiliado en el país neutral durante años. Giuseppe Levi, aunque preocupado, suspiraba de alivio, pues había llegado a pensar que su hijo estaba del lado de Mussolini; nunca fue así, Mario solo hablaba mal del socialismo para contradecir a su padre y verle la paciencia (sobra decir que lo conseguía siempre).

Las raras veces en que Ginzburg se coloca en el centro de la narración apenas expresa lo que siente, se limita a exponer los hechos: se casa, tiene hijos, su marido fallece en la cárcel, se vuelve a casar, abandona Turín, se marcha a Roma. Solo deja entrever un ápice de melancolía cuando recuerda su trabajo en la editorial Einaudi y lo que le supuso dejarla: al marcharse de la ciudad, debía abandonar la sede de la editorial situada en la avenida Re Umberto y continuar en la de la capital italiana, dejando atrás a sus compañeros y amigos Felice Balbo y Cesare Pavese, a quien dedicó el texto «Retrato de un amigo», incluido en su libro Las pequeñas virtudes (Editorial Acantilado; 2002).

La generosidad con la que Ginzburg muestra los reveses de su familia contrarresta el papel secundario que se autoimpone. Su historia íntima traspasa el tiempo y el lugar, llevándonos a nuestro pasado y evocando las fórmulas sintácticas que tantas veces hemos escuchado dentro de nuestras cuatro paredes: frases hechas, expresiones, insultos y apodos que forman parte de nuestro imaginario familiar; «nuestro latín», el lenguaje que nos devuelve, sin importar los años que pasen, a quienes nos han visto nacer y crecer.

Ginzburg, con su prosa austera y afilada, nos envuelve en la nostalgia universal que sentimos cuando, en solo un instante, el lenguaje de nuestros abuelos, padres y hermanos nos conecta con lo más íntimo de nuestra infancia, sin importar la distancia que haya ido emergiendo entre unos y otros: «Una de aquellas frases o palabras nos haría reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas».

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