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Leyenda de Trezenzonio, la torre de Breogán, y la Gran Isla del Solsticio

Amanecía, y desde la torre de Breogán se veía gran parte del mundo: a sus pies Brigantium; al oeste llegaba a contemplar Arae Sestianae, y un poco más allá el fin del mundo;  al sur atisbaba Assegonia, justo antes del gran fuego que ahora era Iria Flavia. Aquella tierra que los invasores llamaban Al-Yalalika, a cuyo obispado se debía, no era más que un país asolado por las razzias musulmanas, un territorio para el saqueo y la muerte. Suspendido en las alturas observaba un punto determinado entre el infinito mar. Sabía lo que buscaba, y supo que lo encontró cuando el primer rayo de sol iluminó en la distancia la Gran Isla del Solsticio. Trezenzonio tomó una barca y dejó atrás Galicia, a donde tardaría siete años en volver.

Antes, Trezenzonio había cruzado el Miño, con hábito de monje, sin encontrar supervivientes. Todo eran campos yermos, aldeas deshabitadas, podredumbre y hambre. Tras llegar a Finisterre, recorre la costa hacia el norte y después de varias jornadas contempla una alta construcción: tal vez la torre de Breogán, la misma desde la que su hijo Ith vió por primera vez la isla de Irlanda en «una tarde clara de invierno»; tal vez el Farum Brecantium, o Fàr, que sencillamente llamaron los vikingos, o la torre de Hércules.

Romano, suevo y después visigodo, el asentamiento herculino está deshabitado: la península, el cuerno de tierra, desierto. Sobre el lugar donde el semidiós enterró la cabeza del gigante Gerión hay una colina, coronada por una monumental construcción. Cronos y Trezenzonio contemplan la ahora llamada Coruña, desolada: «y las ciudades de toda Galicia fueron devastadas hasta los fundamentos por los infieles ismaelitas, y convertidas en cuevas de fieras, por años sin cuenta».

Asciende paso a paso hasta el último piso. En el centro de la estancia, los restos de un fuego y un enorme espejo, aún el mismo que Hispan, hijo de Hispalo, nieto de Hércules, colocara para que nada escapara a su vista. El monje se dispone espaldas al este, para ver reflejado el mar, en el norte. Amanece, los tres primeros rayos de sol caen sobre el espejo para ser reorientados al océano. Donde antes no había nada, por tres veces aparece iluminada («secundo et tertio insulam prospiciens»), tras el foco del faro, Magna Insula Solistitionis, la Gran Isla del Solsticio.

Hacia las islas del paraíso

En el puerto de la ciudad, tiznadas de hollín, hay muchas barcas: algunas son tizones negros, semihundidos. Otras totalmente calcinadas se ven anegadas en el fondo, desde la ensenada. El viento trae a ratos, desde la  construcción a pie de mar que podríamos llamar lonja, ráfagas nauseabundas, enjambres de moscas verdes. Uno de estos rodea un mástil, hincha por ratos parte de un velamen. Tira del cabo para poder observar mejor la embarcación, cordada lejos de la costa, que parece intacta. Conserva dos remos, parece robusta pero no tanto como para no poder ser dominada por un solo tripulante. La elige.

Trezenzonio se echa al mar el día que su calendario, juliano, dice que es solsticio. No sabe navegar, no hace  más que remar hasta rebasar las olas, soltar la vela, mesana a popa, entena envergada, timón trabado al norte. No se apareja, ni agua lleva. Llueve y la recoge dulce cuando es, cuando poco queda la mezcla con la propia, salada. A las jornadas ve tierra entre la niebla, y tras esta un verde infinito, una pradera que surge del mar, que tarda ocho días en atravesar.

Ascendiendo una suave colina hay lo que Trezenzonio denomina una «basílica de dimensión extraordinaria y de extraordinaria construcción». Tenía, en efecto, unos cincuenta y un codos de altura y sesenta y uno de longitud; el perímetro, en toda la vuelta, era de trescientos estadios; tenía ocho ábsides, cuatro pórticos, diez recaudaciones, cuatro de las cuales eran depósitos repletos de cantidad de todos los bienes, entre ellos códices y paramentos de las celebraciones litúrgicas («codicibus scilicet et al. ministeriorum sacramentis»). Por otra parte, el pavimento de la basílica era una mezcla de joyas de cristal y esmeraldas, de piedras preciosas y carbúnculos rubíes; en medio de la iglesia había también un altar de mármol con columnas de oro alrededor y un suelo de cristal purísimo; los tapices del altar refulgían con el áureo entretejido, a semejanza del sol. Por encima del altar de Santa Tecla, que dice allí está sepultada, una inscripción era testigo de que la basílica fue erguida bajo su invocación. En la parte derecha se encuentra una tumba construida en piedra hermosa, pero desconocida, y en su cabecera  una lápida de mármol con la inscripción: «Aquí yace Cirilo y su discípulo Flavio»

Entregado a la meditación y la contemplación pasa allí siete años, según sus cálculos, disfrutando de suaves inviernos y templados veranos, alimentado mágica y abundantemente. Ni miedo, ni hambre, ni dolor ni guerra existían en aquel féerico escenario. «En este lugar no hacía ni mucho calor ni mucho frío; durante la noche no quedaba tan oscuro; no faltaba alimento, ni ninguna angustia, sueño, pensamiento triste o pecaminoso me alcanzaba». Trezenzonio pasa toda su estancia en la ínsula en soledad, salvo por la eventual compañía de algunos seres mágicos (ángeles dice) que la habitaban y que, según su relato, celebraban todos los años la fiesta de Santa Tecla con coros celestiales. Este relato ocupa pocos folios y fue transmitido por dos manuscritos que datan de los siglos XIII y XIV hallados en el monasterio cirtesciense de Alcobaça, en Portugal, actualmente custodiados en la Biblioteca Nacional de Lisboa. Casi con seguridad estos manuscritos ya solo sean una copia del original de Trezenzonio, cuya ubicación o existencia se desconoce.

Negación, penitencia y regreso

En un momento dado un ángel se le aparece a Trezenzonio y le insta a abandonar el lugar, pues su presencia en la isla ya no es adecuada: el monje se niega y su desobediencia es castigada con frío, hambre y lepra. Resignado, reúne cuantas pruebas y evidencias de la existencia de la Gran Isla del Solsticio caben en la barca que hasta allí le llevó, y emprende el viaje de vuelta hacia el sur, a la península ibérica. El periplo del héroe, el monomito que describiera Campbell se cumple una vez más en esta antigua leyenda, a la que se suma la tragedia, pues en el cruce del umbral que separa los dos mundos (donde la negra niebla que esconde la isla da paso al mar calmo), todas las pruebas reunidas, todo el equipaje del personaje se desintegra, se deshace ante sus ojos. Sin evidencias Trezenzonio no es más que un charlatán, un loco o un embustero desertor.

Cuando llega a Cesarea, un visigodo llamado Pelayo había expulsado a los musulmanes de Brigantia. Ese nuevo reino había sido tomado por los astures del este, y Coruña hervía de vida. Era apenas irreconocible oliendo a pescado, inundada de voces, restaurada de alguna forma salvo por la columna, el faro, torre, la construcción desde la que viera las islas del paraíso. La de Breogán estaba derruida, entendió que nunca podría volver. Trezenzonio, que había sido educado en las letras por el obispo Adélfio, decide emprender camino a Tuy, sede del obispado, pero Adelfio ya no está, ha fallecido en el 693. Cuando Trezenzonio escribe su códice, su propia hagiografía, es ya el siglo XI. Ya sabemos que el tiempo, sea en el reino de Oberón, Annuvin o las feéricas cristianas islas del solsticio, transcurre de forma diferente.

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