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«Antidisturbios»: la serie y el debate robado

Llegamos tarde, como solemos, a un debate que ha tenido dificultades para escapar a los límites establecidos por el título de la serie de moda. Antidisturbios, de Rodrigo Sorogoyen, presenta con dos pinceladas sueltas a un grupo de agentes de la UIP e inmediatamente después te lanza al interior de un violento desahucio en una corrala madrileña. Son menos de cuarenta minutos de los casi trescientos que forman la miniserie de Movistar+, pero son suficientes para que el producto te enganche y te transporte, a través de un recorrido sinuoso, hacia los entresijos de una enrevesada trama corrupta. Excepto si eres de los que piensa que las series y las películas pueden representar a las Fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado francés, ruso o norteamericano, pero no a las del español. En ese caso, protestarás airadamente por la visión negativa que la serie transmite de los policías y el debate público sobre ella, que debía ser otro, tiene que dedicarse a explicarte el significado de la pluralidad y la ficción.

Se produce entonces una polémica que, como todas hoy en día, resulta tan nimia que se amortiza en tan solo dos días, impidiéndonos digerir adecuadamente el verdadero fondo de la cuestión. En esta ocasión todos nos lanzamos de lleno a un pleito artificioso que vino bien a la promoción de la serie pero estaba sustentado sobre una premisa radicalmente falsa: porque la obra, en la que efectivamente hay algunos personajes un tanto estereotipados, no maneja un único arquetipo y se esmera por introducir matices (de forma más o menos artificiosa) en la historia personal de todos y cada uno de los protagonistas. Es cierto, alguno de esos antidisturbios pasaría desapercibido en el Museo de la Evolución Humana de Atapuerca, pero entre ellos también hay padres de familia sensibles y con vocación de servicio público; personas que, simplemente, odian su trabajo, lo pasan mal para llegar a fin de mes y finalmente se derrumban frente al estrés.

Ahora, imaginemos al representante sindical de Jupol que, tras una dura jornada de trabajo, se sienta en el sofá dispuesto a disfrutar de un capítulo de The Wire o engancha El informe pelícano en Antena 3. Ningún problema. Incluso podría haberse descargado ilegalmente la inglesa Line of Duty, quizá el verdadero precedente de Antidisturbios, organizada en todas sus temporadas alrededor de un caso especialmente turbio que acaba destapando la corrupción de alguna unidad policial. En este caso, también son los de Asuntos Internos quienes escarban en la basura de sus compañeros mientras enfrentan líos de faldas y dilemas morales metidos a calzador para parecer más humanos. Y es que, a fin de cuentas, ellos tienen razón desde el principio. Como ven, el planteamiento es idéntico al de Antidisturbios, solo que como la serie es inglesa, por debajo de lo más bajo de la sociedad todo resulta más sórdido y, por encima, también. A pesar de que aparecen agentes no solo consumiendo, sino traficando con droga, armas y personas (incluidos menores de edad), ningún afiliado de Jupol apostaría un euro a que alguien, en Inglaterra, proteste por la imagen que la serie ofrece de la policía. Todos entendemos que ciertas escenas son un recurso narrativo plausible, como mínimo, dentro de esa ficción. Así que la serie triunfa, en este caso sin polémicas que la impulsen, y todo el mundo deglute cinco temporadas (las mismas, por cierto, que The Wire) en las que, sistemáticamente, una parte de la élite británica es señalada como inductora de una serie de comportamientos destinados a acelerar la explotación económica del conjunto de la sociedad a través del crimen organizado.

Pero no en España. Aquí, nuestro representante de Jupol monta en cólera porque es consciente de que su organización protege un determinado estado de la cuestión, además de unos determinados trabajadores y, unos cuantos días después, todavía nadie se ha puesto a hablar de todo eso que también forma parte de Antidisturbios. De aquello que realmente trata, por mucho que sus momentos más brillantes coincidan con el instante en el que una porra impacta contra el cráneo de algún incauto. El telón de fondo de una de las mejores series de la televisión española es la corrupción urbanística, algo que nos ha hecho mucho más daño que las cargas de la UIP; algo sobre lo que tenemos un debate pendiente, porque siempre es interrumpido por alguna eventualidad.

Resulta irónico que el triunfo de una serie en la que unos antidisturbios sirven de chivo expiatorio a quienes quieren gentrificar un barrio humilde desemboque en un debate sobre la reacción de los sindicatos policiales. Si fuera malpensado tendría la impresión de que la UIP ha vuelto a cumplir con su cometido y, con su reacción, ha ejecutado el lanzamiento de una cuestión pendiente a la que la sociedad se estaba acercando a través de la ficción. Por otra parte, la propia serie nos muestra que los antidisturbios son trabajadores integrados en un entorno donde los problemas se solventan a través de un conjunto de comportamientos aprendidos que no se pueden cuestionar. Sale muy caro, hacia fuera y hacia dentro; y quizá eso es lo que más le duele a Jupol de este relato.

Alegrémonos pues de que, por fin, las producciones españolas lleven un tiempo dándonos de forma consistente lo que durante mucho tiempo estuvimos pidiéndoles: la producción, la dirección y las actuaciones de Antidisturbios son sencillamente espectaculares. Veámosla y tratemos de olvidar que algunos están apuntando al producto y nosotros miramos el dedo que lo señala.

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