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Black Mirror: al otro lado del espejo distópico

No es casualidad que de las islas británicas venga Black Mirror (Channel 4), serie distópica con la que mirar en el espejo de nuestro futuro para ver el reflejo oscuro del presente. Allí, en Gran Bretaña, surgieron no solo los grandes referentes literarios de esta temática (Un mundo feliz de Aldous Huxley, 1984 de George Orwell, V de Vendetta de Alan Moore…), sino también el propio término de distopía.

No hay que confundir la distopía con la ucronía o la historia contrafactual, géneros que los anglosajones engloban en la etiqueta del What if (¿Qué habría pasado si…?) y que plantean una historia alternativa en base a la hipótesis de qué habría sucedido si determinados acontecimientos históricos hubiesen ocurrido de manera diferente. La historia alternativa o contrafactual ha sido defendida por algunos historiadores como método válido de estudio histórico, partiendo de una premisa (un acontecimiento diferente) para reflexionar sobre sus posibles consecuencias. Por su parte, la ucronía utiliza ese cambio como escenario de una ficción histórica, planteándonos cuestiones tan interesantes como un mundo dominado por unos victoriosos nazis tras la Segunda Guerra Mundial (La conjura contra América, de Philip Roth). Otras veces, las ucronías son simples instrumentos narrativos al servicio de intereses meramente literarios, como en el caso de 1Q84 de Haruki Murakami, en la que una serie de cambios sutiles trastocan el día a día de sus protagonistas. Pero la distopía, como nos enseña Black Mirror, es otra cosa.

El británico John Stuart Mill acuñó por primera vez el término en un discurso parlamentario en el año 1868 y lo hizo como contraposición a la utopía (“buen lugar”) de Tomás Moro (1516): frente a un lugar imaginario donde habitaría una sociedad idealizada, la distopía haría referencia a lo contrario, a un sociedad ficticia indeseable en sí misma; de ahí que se le conozca también como antiutopía o cacotopía (“mal lugar”). Stuart Mill la sacó a colación entonces para criticar la política gubernamental de tierras en Irlanda: “Es, quizás, también de cortesía que les llame utópicos, aunque deberían más bien ser llamado distópicos o cacotópicos. Lo que se llama comúnmente utópico es algo demasiado bueno para ser practicable; pero lo que parecen favorecer es demasiado malo para ser viable”. Por tanto, la distopía aparece en respuesta a la utopía y como sostiene Estrella López Keller, en el pensamiento del siglo XX se produciría una decadencia de la segunda, manifestada mediante su rechazo, su desaparición posterior y el surgimiento en sustitución de su antítesis.

Desde el punto de vista literario, la distopía fertiliza a finales del siglo XIX como un subgénero de la ciencia ficción asociado a una constante que se mantendrá hasta la actualidad: la aparición de elementos sociales, políticos y económicos que preludian un cambio radical y problemático en nuestra realidad. De ahí que se sustituya la esperanza por el futuro asociada a la utopía por una visión temerosa del mismo. A finales del siglo XIX nos encontramos con la amenaza del socialismo, el capitalismo, el protofeminismo o el secularismo; a lo largo del siglo XX aparecerán otros factores como el totalitarismo, la guerra nuclear y los problemas medioambientales; y con el nuevo milenio surgirán temores asociados al terrorismo, la alta tecnología, las inteligencias artificiales y la cibersocialización. Así, todos estos miedos han ido teniendo su correspondiente reflejo en la literatura y también en el cine, adquiriendo una identidad propia reconocible. La clave del subgénero distópico reside en que, aunque siempre viene asociado a una visión futura enmarcable en la ciencia ficción, está estrechamente relacionado con el presente.

Como suele suceder en lo que se refiere a etiquetas categorizadoras, hay quien ha acotado lo que en el ámbito literario y cinematográfico debe considerarse distópico, disquisición de la que emanan incluso clasificaciones referidas a su supuesta pureza (distopías puras o indirectas) o en función del tipo de dominación política que describen (distopías polares, religiosas o científicas). No obstante, y para evitar la trampa de un interminable debate semántico, a la hora de acercarnos a Black Mirror nos sirve con acogernos a la acepción genérica que la Real Academia Española establece sobre la distopía: “representación imaginaria de una sociedad futura con características negativas que son las causantes de alienación moral”. Cualquiera que haya visto la serie del Channel 4 (y ahora también de Netflix) sabe que esta definición se ajusta a ella como anillo al dedo.

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Black Mirror: nuestro reflejo oscuro

Pocos capítulos piloto de una serie han partido de una premisa tan impactante como el de Black Mirror. El 4 de diciembre de 2011, el guionista, crítico de televisión y columnista inglés Charlie Brooker, conmocionaba a medio mundo con el primer episodio de una propuesta que se presentaba como una crítica a la dependencia de nuestra sociedad respecto a las tecnologías. Ese espejo negro del título hacía alusión a las pantallas apagadas de nuestros televisores, ordenadores, tablets o smartphones (y a una canción de Arcade Fire) y de cómo estas nos están alineando y gregarizando sin que nos demos cuenta.

En su primera entrega (El himno nacional), se planteaba el rompedor dilema de un primer ministro británico que se veía en la tesitura de dejar morir a una princesa secuestrada, o tener relaciones sexuales con un cerdo en vivo y en directo para salvarla. Sin duda, un mcguffin catedralicio que en realidad servía para analizar cómo la inmediatez de las redes sociales, la tecnología y los medios de comunicación condicionan nuestras decisiones. Que ese capítulo se viralizara automáticamente, o que hoy sepamos que David Cameron introdujo sus genitales en la boca de un cerdo muerto como parte de un ritual de iniciación en una selecta hermandad de Oxford, son la clara demostración de que Black Mirror apuntaba desde su comienzo con acierto clarividente en su condición de serie de anticipación. El resto de capítulos y temporadas no han hecho más que confirmarlo.

El formato de la serie, con temporadas de tres capítulos autoconclusivos, así como su espíritu, abiertamente aterrador (que no necesariamente de terror), recordaba a referentes televisivos norteamericanos como The Twilight Zone o Amazing Stories, aunque bañados de una pátina eminentemente británica. Además del fornicio porquino, la primera temporada nos presentaba argumentos tan sugerentes como el de una sociedad esclavizada y deshumanizada por la realidad virtual y los reality shows (Quince millones de méritos), o el de la paranoia en la que podemos caer cuando los avances tecnológicos son utilizados para ver y grabar todo lo que nos rodea (Tu historia completa).

En 2013 llegó la segunda temporada, que comenzaba de forma menos impactante que la anterior, pero con la misma solidez. En el primer episodio, se nos invitaba a reflexionar sobre el legado (in)voluntario que vamos dejando en el mundo digital y que realmente no representa lo que somos (Ahora mismo vuelvo). En el segundo, recibimos un puñetazo semejante al del primer capítulo de la serie con una premisa arrolladora: ¿qué pasaría si un día te despiertas y hay un tipo con una escopeta que te persigue para matarte? Pues que te convertirás en un éxito viral, para tu propia desgracia (Oso blanco). El tercer episodio, por su parte, puso la mirada en el populismo político y en cómo este puede llegar a hacer del personaje más insospechado, en este caso un dibujo digital, el candidato más votado en unas elecciones (El momento de Waldo). No hace falta extenderse con ejemplos reales que demuestren la verosimilitud de dichos planteamientos.

Tras la segunda temporada, y como sucede con algunos productos televisivos británicos (véase el intermitente pero sobresaliente Sherlock de la BBC), la incertidumbre sobre la continuidad de Black Mirror se palió solo temporalmente con la emisión de un especial para la Navidad de 2014. Con nada menos que Jon Hamm a la cabeza (Mad Men) y una duración que roza la de un largometraje (noventa minutos frente a los poco más de cuarenta habituales), Santa Claus nos trajo el regalo envenenado de tres historias entrelazadas acerca de un mundo totalmente monitorizado desde nuestros propios ojos (Blanca Navidad).

La mayor crítica que se le podía hacer a Black Mirror hasta entonces, es que la fuerza de sus planteamientos quedaba eclipsada por unos desarrollos narrativos, por lo general, menos impactantes. Sin embargo, en su defensa hay que decir que buena parte del sentido de la serie es plantearnos situaciones plausibles proyectadas desde nuestra realidad, y en ese aspecto, cumple con creces su cometido. Además, a nadie se le escapa que esta es una tacha que se le puede aplicar por igual a los grandes clásicos literarios y cinematográficos distópicos.

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Tercera temporada: nuevos horizontes, mismo reflejo

Hasta este otoño de 2016, no nos ha quedado más remedio que esperar por una nueva temporada de Black Mirror. La continuación de la serie se confirmó hace unos meses cuando un gigante de la televisión estadounidense como Netflix anunció que se unía al proyecto junto al Channel 4 británico. Y como los americanos lo hacen todo a lo grande, esta vez no serían tres, si no seis los capítulos que nos esperasen en la tercera temporada. El estreno llegó el pasado 21 de octubre.

Como espoleado por Netflix, o quizá por el punto y a parte al que había llegado con las dos primeras temporadas y el especial navideño, Charlie Booker ha doblado la apuesta en esta nueva andadura. Para ello, se ha ayudado en las labores de guión de la actriz Rashida Jones. Y es que Black Mirror no solo ha multiplicado por dos el número de episodios, si no que les ha dado una duración que ronda o supera los sesenta minutos, y ha abandonado la exclusividad geográfica británica, marca de la casa en las primeras temporadas, para abrazar otras latitudes en un cambio que se presenta lógico teniendo en cuenta que las tesis de la serie son extrapolables a toda la sociedad occidental. Frente al estancamiento, Brooker ha apostado por la ambición.

En Caída en picado, primer episodio de la nueva temporada, nos encontramos con una sociedad regida (y condenada) por la popularidad de cada individuo en una red social omnipresente en el mundo real. Partida, nos adentra en los peligros de la realidad virtual en forma de cuento cibergótico de terror, tema al que se le da la vuelta revistiéndolo de historia de amor en San Junipero. Cállate y baila es un thriller trepidante sobre los peligros derivados de nuestra excesiva exposición en la red, y destaca porque tiene una característica que lo diferencia del resto de capítulos de la serie: carece de elementos distópicos o relacionados con la ciencia ficción; es una historia que podría suceder hoy y ahora, y por eso mismo resulta una de las más aterradora de toda la serie. El hombre contra el fuego es una sátira devastadora sobre la industria de la guerra y la manipulación del terror colectivo, y Odio nacional, broche por todo lo alto de la temporada, es un largometraje policíaco en toda regla (hora y media de duración) en el que se nos invita a reflexionar acerca de la ligereza de juicio que reina en los medios sociales y el peligro de las inteligencias artificiales.

Si habíamos dicho que el principal punto débil de Black Mirror en las primeras temporadas era, quizá, cierta irregularidad narrativa a la hora de desarrollar sus impactantes premisas de partida, este problema se agudiza en la nueva temporada. Apostar por aumentar el metraje de cada capítulo juega en algunos casos en contra de su resultado final. De ahí que haya historias innecesariamente alargadas como San Junípero, Caída en picado o El hombre contra el fuego. Ya se sabe: a más ambición, más riesgos. Al igual que en las anteriores entregas, patina también en ocasiones por su tendencia al efectismo final (ese doble final de Partida), si bien este no deja de ser un distintivo de la serie desde su inicio. Pero, a pesar de sus debilidades, la nueva temporada de Black Mirror mantiene el nivel general, cuando no lo supera con capítulos prácticamente redondos como Odio nacional o Cállate y baila.

Por lo que se ha anunciado (al menos otra temporada más de seis capítulos), queda Black Mirror para rato. Otro asunto será el comprobar la caducidad de su propuesta y, sobre todo, si la cuerda distópica de nuestros miedos es lo suficientemente larga. De momento, Charlie Booker ha acertado de pleno en su objetivo: mostrarnos que el más aterrador de nuestros futuros es el reflejo de nuestro presente.

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