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Arte y Letras

Lo que sé de los vampiros (III): la femme fatale

Vampiresa: según la RAE «mujer que aprovecha su capacidad de seducción amorosa en beneficio propio»; también «mujer fatal». Siguiendo con la clasificación del vampiro clásico de Christopher Frayling, el siglo XIX conoce, además del prototipo aristocrático visto en nuestra anterior parada, otros tres perfiles básicos de no muerto literario. El más importante de ellos, por cantidad, calidad y trascendencia, es el de la mujer vampiro o femme fatale, popularísimo motivo que estigmatizó la figura de la Mujer Nueva impulsada por las pioneras del feminismo y que, como vemos, extendió la alargada sombra de la sospecha hasta hoy.

La muerte está enamorada de nosotros

Si la primera mitad del siglo XIX es la del vampiro aristocrático, la segunda lo será de la vampira como mujer maldita, como una figura perversa que seduce al hombre hasta llevarlo a la perdición. Este prototipo, el de la femme fatale, cargado de potencia alegórica, gozará de tanta popularidad como su partenaire masculino y hará que el género alcance algunas de sus cotas de calidad literarias más altas.

En la figura de la mujer malvada, recurrente en la tradición literaria occidental, se daban dos elementos demasiado irresistibles como para que el Romanticismo los pasara por alto: la belleza femenina y la muerte, el Eros y el Tánatos. Partiendo de la misoginia inherente a este movimiento literario, los románticos depreciarán a las mujeres tal como son y las intercambiarán por un arquetipo, que en su versión más oscura conectará con la perturbadora imagen de la belleza maldita y la mujer muerta, rastreables en la cultura occidental desde la antigüedad y bañadas ahora por una concepción sexual más amplia.

Esta identificación de belleza y muerte evocará una imagen lírica de mujer perversa y aterradora que hechiza fatalmente el corazón del poeta. Así, desde finales de siglo XVIII y a lo largo de todo el XIX se irán configurando las características de la belle dame sans merci que impregnarán la cultura popular en todas sus manifestaciones. Al respecto, en el prólogo de su antología sobre vampiros, el Conde de Siruela (aka Jacobo Fitz-James Stuart) dice que se trata de «un arquetipo turbio, que reúne todas las seducciones, vicios y voluptuosidades de la mujer, estrechamente unidas a la presencia inequívoca de la Muerte, que es, al fin y al cabo, en donde desembocan todas las pasiones despertadas por los vampiros». Es una idea que conecta con la de Elizabeth Brofen cuando asegura que «a través del mundo imaginario y seguro del arte encontramos el ámbito adecuado para proyectar nuestra natural fascinación por la muerte y, además, lo hacemos en la figura del Otro radical que se identifica con la mujer».

La representación de la femme fatale se convertirá, así, en un motivo vampírico muy popular, fundamentalmente porque, asociada a la idealización de la belleza de la muerte femenina, supondrá una combinación de morbo necrófilo y lirismo metafórico. Recordemos a Edgar Allan Poe declarando que la muerte de una mujer hermosa es el tema más poético del mundo y que los labios del amante despojado de su amada son los más aptos para expresarlo. Esta reflexión, coherente con la condición de viudo de Poe y con una obra cargada de elegías de reminiscencias necro-vampíricas (Berenice, Ligeia, Morella, Anabel Lee…), ilustra siniestramente uno de los motivos principales del éxito de la mujer vampiro. Pilar Pedraza lo explica en su ensayo Espectra con un ejemplo posterior pero válido: «El Código Hays, instrumento que ha regido la censura cinematográfica en la época dorada de Hollywood, establece que cuando se muestra en una película a una muerta debe evitarse darle un aire seductor. Si el Código Hays lo dice, por algo será. Nadie como el perro puritano para olfatear perversiones y llamar la atención sobre ellas. Cuando se unen el puritanismo católico y el protestante, pueden llegar a establecer que las mujeres conducen a los hombres a la perdición hasta muertas, o quizá especialmente si lo están, porque entonces parecen disponibles».

De esta manera, vemos que el mito femenino del vampiro se proyecta como un arquetipo poético romántico, y, en cuanto a ideal masculino y moralista, va a concentrar varias de las obsesiones y amenazas recurrentes del hombre decimonónico. Por eso funcionará como una inspiradísima metáfora de la dicotomía que inspira la mujer en muchos hombres: objeto de amor y deseo irresistible, y origen de sus peores desgracias. Y por eso, también, se utilizará esta imagen como instrumento estructural para remarcar los principios de la virilidad, aunque en realidad estuviera reflejando los miedos del hombre. Porque la naturaleza de otredad de la mujer en el arte funcionará como metáfora disruptiva y aleccionadora, como un elemento exógeno que viene a poner en tela de juicio el sistema de valores imperante. De esta manera, la femme fatale vampírica puede leerse como una fusión oscura y gotificada de varios temas recurrentes en la cultura occidental que, bajo el prisma moralista de la época, van a revestirse de la connotación amenazante de la emancipación social, política y sexual femenina. La monstruosidad de su representación atestigua que esa imagen era vista negativamente por los hombres: una mujer liberada que se alimenta de la debilidad masculina y que se aleja de la esposa (ataca a jóvenes de ambos sexos) y de la madre (ataca a niños) y que hace de la seducción fatal su arma de dominación.

La Mujer (Nueva) a la que temes

En la vampiresa, además de las connotaciones malditas entre artes oscuras (brujería) y mujer, vemos también una revisión del mito de Lilith y de las criaturas grecolatinas asociadas a la depredación sexual, como súcubos, íncubos y especialmente las lamias, empusas o éstrigies, espectros infernales y eróticos que se alimentan de la sangre de los jóvenes. Además, aparecen en ella resonancias del ser feérico femenino, de origen celta, que seduce al hombre caballeroso hasta su perdición, así como de la clásica difunta que regresa de la tumba llamada por el amor de sus seres queridos o por la venganza. En ese sentido, será de especial trascendencia uno de los relatos de la Vida de Apolonia de Tiana, de Filíostrato, en el cual se hace referencia al mito de la lamia y la empusa, y que inspirará a dos poetas de importancia capital para el vampirismo literario como son Johann Wolfgang von Goethe y John Keats.

El primero publica en 1797 La novia de Corinto, considerada la primera obra de prestigio del género vampírico y que narra la historia, inspirada en De Rebus Mirabilis de Flegón de Tralles (y que a su vez estaba basada en el citado texto de Filóstrato), de una joven corintia que regresa de la muerte impulsada por el amor de un ser querido, del que se va alimentando hasta desangrarlo. Con este poema Goethe inaugura la imagen de la femme fatal que, con ligeras variaciones, continuarán otros poetas como Coleridge (Christable, 1797-1800) o Robert Southey (Thalaba el destructor, 1801) y escritores como Ernst Raupach (No despertéis a los muertos, 1803) o Johann August Apel y Friedrich August Laun (Libro de fantasmas, 1810).

Trascendencia similar puede aplicarse al inglés Keats, que el mismo año que Polidori publicaba El vampiro (1819) saca a la luz dos poemas de evidentes resonancias vampíricas: Lamia, balada inspirada también en el texto de Filástrato, sobre un joven que sucumbe a los encantos de un espectro femenino vampirizador; y La bella dama sin misericordia, texto que toma su nombre e inspiración en la balada cortesana de lain Chartier (1421) y en la que un caballero medieval se encuentra en el bosque con una mujer bella y misteriosa que le somete a un perverso hechizo de seducción. Este prototipo manejado por Keats conecta con el de Goethe y acaba de perfilar la mujer fatal vampírica. Así lo señala Bram Dijkstra en El vampiro de Nick Groom cuando afirma que «la Lamia del mito se consideraba una criatura bisexual, masculinizada, que robaba bebés de las cunas y para los hombres de principios de siglo representaba perfectamente a la Mujer Nueva que, a sus ojos, intentaba arrogarse privilegios masculinos, rehusaba los deberes de la maternidad y tenía la intención de destruir la armonía celestial de la subordinación femenina dentro de la familia. Lo mismo ocurría con Lilith».

Es en esta línea en la que trabajarán escritores como Théophile Gautier, Alejandro Dumas, E.T.A. Hoffmann o Paul Féval, siendo la femme fatale un arquetipo de especial predicamento en el romanticismo francés y alemán, haciéndose especialmente recurrente entre 1840 y 1880. Dos serán los autores que la elevarán a un nuevo nivel literario: el poeta francés Charles Baudelaure y el escritor irlandés Sheridan Le Fanu. El primero le dedicará dos poemas de su polémico Las flores del mal (1857): El vampiro y Las metamorfosis del vampiro. En ellos, Baudelaure cantará a la mujer deshonestamente seductora que se manifiesta arrebatadora para, una vez seducido el hombre, mostrar su lado terrible y monstruoso. El segundo, con la novela Carmilla (1871), escribirá una obra maestra de la narrativa gótica que consolidaría definitivamente el prototipo femenino vampírico.

La obra de Sheridan Le Fanu, maestro referencial de la ghost story victoriana, está plagada de pasajes oníricos, sensuales y fantasmagóricos. La acción se sitúa a mediados del siglo XIX en Estiria, Austria, y se centra en Laura, una joven de noble cuna que cae presa de una extraña enfermedad coincidiendo con la presencia en su castillo de la enigmática y perturbadora Carmilla. Nos dice Groom respecto al personaje: «las mujeres ya estaban conformadas a imagen y semejanza del vampiro a través del linaje sobrenatural que procede de Lamia y Lilith. Las feministas, consideradas hermanas de estas monstruosidades, eran las “Mujeres Nuevas”, promotoras del movimiento emancipador social y político de finales del siglo XIX».

La influencia de esta obra se aprecia de forma evidente en el Drácula de Stoker y es determinante para entender hacia dónde evoluciona el mito desde el último cuarto del siglo XIX hasta hoy. Carmilla le da una nueva dimensión al prototipo decimonónico de la vampira: heredera de la erótica y pecaminosa fascinación del vampiro masculino byroniano, su sexualidad, fuente de perdición, estará ahora ligada de forma más o menos explícita a la homosexualidad, sirviendo de referencia definitiva para que el vampiro, a partir de entonces, se revista a menuda de androginia y ambigüedad sexual. Supone, por tanto, la consolidación definitiva de la mujer perversa que con su poder de seducción arrastra a los hombres a la perdición en una sugerente asociación entre vampirismo, muerte y erotismo; la turbia y sensual criatura que, ligada a la fatalidad, representa metafóricamente el lado oscuro de la moralista sociedad burguesa: el miedo a la mujer libre, al sexo sin prejuicios y a la muerte.

De ahí que tanto en Carmilla, como en la mayoría de este tipo de relatos, se margine la perspectiva femenina y casi siempre se dé la voz narradora a los desgarrados hombres que padecen el infausto embrujo femenino. Y de ahí, también, que la mayoría de estos textos concluyan con una agresión física extrema (empalamiento, decapitación…) que simboliza el sometimiento final e inevitable de la mujer al hombre. Porque puede que se trate de una Mujer Nueva, pero el hombre sigue siendo el mismo.


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