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Hombres lobo americanos en Europa: Londres contra París

Una reflexión que ha alcanzado la categoría de tópico insoportable a estas alturas de la película, nunca mejor dicho, es la que dice que Hollywood se ha quedado sin ideas y que las cintas de ahora son mucho peores y menos originales que las de antes. Para quien guste de rebuscar entre viejas revistas será sencillo descubrir que es algo que se viene diciendo prácticamente desde que existe el cinematográfico, así que nada nuevo bajo el Sol. Pero para no irnos a tiempos demasiado lejanos (a menudo la distancia nos evita establecer relaciones emocionales con lo tratado) podemos fijarnos en un buen ejemplo con las dos películas dedicadas a hombres lobo americanos en Europa, ya sea en Londres o en París.

Un hombre lobo americano en Londres (An American Werewolf in London, 1981) y Un hombre lobo americano en París (An American Werewolf in Paris, 1997) son las dos entregas de una suerte de pequeña saga sin coherencia interna alguna en la que la segunda trata de ignorar a la primera salvo para sacar réditos de su nombre. Un ejemplo perfecto de que hace ya diecinueve años la industria del cine funcionaba exactamente igual que ahora, pero muchos de nosotros no nos queríamos dar cuenta de ello.

Licántropos entre la niebla

A pesar de que el nombre de la capital británica aparezca hasta en su título, la historia de Un hombre lobo americano en Londres empieza en un pequeño y aislado pueblo del norte de Inglaterra. East Proctor, el ficticio poblado, es un lugar extraño para nuestros protagonistas, dos jóvenes estadounidenses en un viaje por el viejo continente que se sienten como peces fuera del agua y se enfrentan a un grupo de lugareños que se ponen muy nerviosos cuando les preguntan por la decoración del local.

Este tramo inicial de la película, que se extiende hasta el ataque del hombre lobo a nuestros desafortunados turistas, es básico para entender la película y marcar el tono que esta necesita. Durante la producción, a John Landis le costó mucho conseguir el dinero para realizar la cinta: los productores decían que el guión era demasiado cómico para ser una cinta de terror y demasiado terrorífico para ser una comedia. La verdad es que estaban miopes y eran incapaces de entender la realidad: Landis era poco menos que un visionario al comprender el camino que iba a seguir el fantástico en los años ochenta.

Lo primero era relacionar la película con los clásicos de terror. De ahí que los decorados sean naturalistas y la niebla de los páramos deba ser casi tangible. La Inglaterra de Landis es la de las películas de la Hammer, los tópicos bien entendidos y los antiguos misterios buscando ser descubiertos. No creo que sea demasiado atrevido emparentar a los habitantes de East Proctor con el paisanaje de ese subgénero de terror descubierto en los últimos tiempos y llamado folk horror. Al igual que en cintas como El hombre de mimbre (The Wicker Man, 1973) o Las brujas (The Witches, 1966), está claro que todo el mundo en el pueblo posee un conocimiento vetado a aquellos ajenos a la comunidad y que marca su comportamiento. La diferencia, por supuesto, es que aquí los visitantes son auténticos extranjeros, que pese a su cercanía cultural no dejan de pertenecer a coordenadas diferentes. De ahí que su comportamiento resulte más casual y vean los actos de los lugareños más como una curiosidad que como una auténtica perturbación del orden establecido.

Lo segundo es crear unos personajes principales con los que el espectador pueda establecer una relación emocional lo más fuerte que sea posible. Landis cuenta con la ayuda de unos David Naughton y Griffin Dunne sobresalientes en sus papeles y con los que es imposible no empatizar. El primero venía de tener éxito en la película de Disney Locuras de medianoche (Midnight Madness, 1980), pero al segundo lo descubrimos aquí antes de que Martin Scorsese lo convirtiese en el inolvidable Paul Hackett de Jo, ¡qué noche! (After Hours, 1985). A su lado, una Jenny Agutter que resuelve su papel perfectamente y toda una serie de secundarios de lujo como el gran John Woodvine.

Lo tercero es construir una trama en la que el terror se dé la mano con un tono alegre y desenfadado. Conseguir ese punto en el que seamos capaces de ver la película con una sonrisa, pero nos la tomemos en serio, es algo muy complicado. Landis es un maestro en estas lides, por suerte para nosotros, y lo consigue al situarnos casi todo el tiempo en el punto de vista de un protagonista que no acaba de creerse las cosas que suceden a su alrededor y está más que dispuesto a atribuirlo todo a una sucesión de casualidades; lo que sea para no obligarse a sí mismo a despertar de esta nueva vida que parece haberle sorprendido.

El entorno es el último elemento y protagonista de la cinta. Ya hemos comentado la importancia de la naturaleza en el primer tramo, un aspecto que potencia la posterior llegada a la ciudad. El Londres de la película no es una suerte de folleto turístico, de hecho se escamotean las vistas de lugares emblemáticos, sino una gran ciudad en la que nuestro hombre lobo puede estar fuera de lugar. Vale, aparece Picadilly Circus, nos paseamos por el metro… pero la verdadera ciudad se nos presenta en las casas de los suburbios, esencialmente londinenses sin falta de ningún subrayado.

Otro punto a favor de la película, y que debemos comentar para ser justos con ella, es el excepcional empleo de diferentes canciones a lo largo del metraje. Todas ellas relacionadas con la luna, varias versiones de Blue Moon (por Bobby Vinton, Sam Cooke y The Marcels) subrayan los momentos clave de la cinta. A su lado el Bad Moon Rising de la Creedence Clearwater Revival y la Moondance de Van Morrison. Poca cosa, una colección a la que solamente le faltó la presencia del Werewolves of London de Warren Zevon. Tal vez Landis la quiso evitar por ser demasiado evidente, tal vez no consiguió los derechos, tal vez ni siquiera se acordó de ella… el caso es que imaginarse los créditos finales con la voz de Zevon es un ejercicio mental de lo más recomendable.

Con todos los componentes anteriores, Landis tiene una receta ganadora a la que solamente debe añadirle los detalles finales. Por un lado la todavía impresionante, treinta y cinco años más tarde, secuencia de la transformación del protagonista. Una obra maestra de Rick Baker de trascendencia nunca suficientemente ponderada que revolucionaría los efectos especiales en el cine y sigue estando vigente en este mundo de efectos digitales en el que estamos sumidos. Finalmente un necesario toque de oscuridad y melancolía que permite ver el lado más sensible del protagonista y evita caer en un final innecesariamente feliz. A este respecto es simplemente insuperable la llamada a casa que realiza Naughton poco antes del desenlace, una mezcla de cotidianeidad y trascendencia difíciles de superar.

Un hombre lobo americano en Londres es un ejemplo de primer orden del mejor cine fantástico de los años ochenta. A pesar de que la década haya quedado marcada por el estigma de sus excesos visuales, no debemos dejar que estos eviten que veamos sus más que notables logros temáticos. Los avances en los efectos especiales, sobre todo a rebufo de los logros de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), se vieron unidos a una total falta de vergüenza, dando lugar a toda una serie de títulos alocados y creativos en los que diferentes géneros se daban la mano y dialogaban para crear híbridos que a menudo funcionaban de manera inesperada. Al igual que Gremlins (Gremlins, 1984) o Los cazafantasmas (Ghostbusters, 1984), la película de John Landis consigue funcionar con igual pericia en el terreno del fantástico terrorífico y en el de la comedia, algo al alcance de muy pocos.

Montaje An American Werewolf in Paris

Hombres lobo a la orilla del Sena

¿Por qué París? Por qué no, pensarán muchos de nuestros lectores. La otra gran capital europea (con permiso de Roma y Berlín), una tradición licantrópica que se remonta a Boris Vian (aquí nos llegó gracias a la canción de La Unión) y un tópico de los viajeros estadounidenses. Todo perfecto, pero en realidad la cosa vino como respuesta a una suerte de chiste que repetía Landis cuando la financiación de Un hombre lobo americano en Londres parecía temblar, que se basaba en amenazar con llevarse la grabación a París y cambiar la ciudad, pero mantener todo el guión.

Por desgracia para nuestros vecinos franceses no fue eso lo que sucedió, sino que dieciséis años después del éxito de la película ambientada en la cercana Londres un grupo de avezados productores decidió que había llegado la hora de tratar de sacar unos cuartos con una producción cuyo éxito comercial se suponía asegurado. Para conseguir su objetivo llegaron a contar durante un tiempo con John Landis a la dirección, aunque al final terminaron entregando la película a un Anthony Waller, que acababa de dirigir su primera película, Testigo mudo (Mute Witness, 1995). También estudiaron muchos guiones hasta quedarse con el de Waller, abandonando al menos uno de Landis. Es cierto que el director americano estaba en un momento muy bajo de su carrera tras encadenar la tercera entrega de la saga Superdetective en Hollywood y La familia Stupid (The Stupids, 1996), pero aún así no deja de resultar curioso que se le eliminara de manera progresiva de toda implicación durante la larga gestación, seis años aproximadamente, del proyecto.

Kim Newman defiende en su Nightmare Movies que la película debe verse como una suerte de prefiguración del posteriormente popular fenómeno de las películas románticas sobrenaturales, y motivos no le faltan para decirlo. Los hombres lobo de París se alejan de la visión clásica de los londinenses y se convierten en superseres con poderes que luchan entre ellos. Superhéroes y supervillanos, algo muy lejano al monstruo que nos cautivara en Un hombre lobo americano en Londres. No ayuda tampoco la desaparición de los efectos especiales más tradicionales y la caída en un CGI que ha envejecido ciertamente mal. Los hombres lobo posiblemente sean el monstruo clásico que más ha sufrido los avances en materia visual del cine, convertidos a menudo en representaciones digitales sin ningún peso en pantalla. Al menos en esta ocasión, la falta de medios es mejor que el exceso de los mismos.

El problema de la película, sin embargo, no se limita a esa idea de los monstruos como seres con superpoderes, sino que alcanza a la construcción de los personajes. El protagonista, un desaprovechado Tom Everett Scott, es ahora un americano sensible y algo desastre que viaja por Europa junto con dos amigos haciendo todo tipo de salvajadas atrevidas, erigiéndose en un trío demasiado tópico y con una falta absoluta de personalidad. Frente a ellos se sitúa la chica de la función, interpretada por una Julie Delphy que hasta consigue ocultar en ocasiones sus muy bien llevados veintiocho años para hacernos creer que es apenas una adolescente. De hecho, si seguimos la cronología de ambas películas, le tocaría tener apenas quince años, pero reconozco que soy demasiado detallista con esos temas y es mejor hacer la vista gorda en ocasiones.

La cinta se construye en realidad como una mezcla de comedia y película de acción en la que las escenas que se podrían considerar emparentadas con el terror brillan por su ausencia. Me atrevería a decir que su consideración dentro del género de terror se debe solamente a la presencia de los hombres lobo, una muestra de lo fácilmente que nos engañan las productoras. Al final lo que tenemos es una blanda comedia romántica, apenas tres escenas emparentadas con el terror y un final que parece sacado de cualquier thriller de tres al cuarto. Muy mal resultado para una herencia que merecía más. Por no respetar, ni siquiera respeta la utilización de la música que Landis le había enseñado sino que nos regala una banda sonora llena de temas que no vienen a cuento pero se consideraban de moda en la época.

Un hombre lobo americano en París no solamente es una mala película, sino que además ha envejecido muy mal. Los escasos puntos redentores que pudiesen haberse encontrado cuando salió a la palestra, algunas actuaciones y los entonces impactantes efectos especiales, se ven ahora eclipsados por la distancia y la cinta muestra todas sus costuras.

Maquillaje de la transformacion

De secuelas, nuevas versiones y reinicios

Ya hemos comentado al principio que lo que en realidad nos interesa al hablar de estas películas es poner en perspectiva la práctica hollywoodiense de reaprovechar todo tipo de historias para ahorrarse la producción de nuevas ideas. Esta práctica, que forma parte del propio ADN de la industria americana, parece ser redescubierta por cada generación en un ciclo que posiblemente no tenga fin. Al final parece que todo aficionado al cine cree de manera inevitable que el cine que le ha tocado vivir es el más importante y aquel en el que la industria ha cambiado de manera invariable para peor. El cine de nuestra infancia sí que era bueno, una frase que seguramente se lleva diciendo desde allá por los años treinta por lo menos.

El proceso creativo de Un hombre lobo americano en Londres podría considerarse el clásico de muchas grandes películas. Un director con una visión, una idea diferente del cine popular que tarda una década en conseguir que los estudios confíen en él. Durante años ha estado madurando una cinta que resulta personal y atemporal, el resultado de un creador concreto que ha conseguido engañar a la industria y termina conquistando al público gracias a su personalidad. Un triunfo para el arte cinematográfico que se convierte casi inmediatamente en un clásico moderno y una cinta de culto.

¿Cúal es la respuesta de Hollywood? Por una parte, tratar de explotar a la gallina de los huevos de oro que es ese creador, John Landis en esta ocasión, hasta que lo exprime. Landis tardó todavía una década en rendirse, pero ninguna carrera puede recuperarse tras haber tenido que enfrentarse a Oscar ¡quita las manos! (Oscar, 1991), el primer intento de Sylvester Stallone de hacer una comedia. Por otra parte, toda película es susceptible de convertirse en una franquicia o una saga, o de ser copiada hasta la saciedad. El cine de terror mezclado con algo de comedia se ha convertido en un clásico de los años ochenta y su producción era muy abundante. Seguramente esto evitó que la industria se lanzara a hacer una continuación inmediatamente. Después de todo había mucho material similar que explotar antes.

Pero todo se acaba, y en la década de los noventa ya parecía claro que había llegado la hora de aprovecharse del buen nombre de la película original. Mucha gente, además, ni siquiera la había visto; su título es muy afortunado, pero solamente había oído cosas buenas de ella. El resultado para Hollywood estaba claro: subirse a la ola de las nuevas películas de terror que inundaban la pantalla tras el éxito de Scream: Vigilia quién llama (Scream, 1996) y construir un vehículo adolescente de género que la gente iría a ver de cabeza. O no.

Porque Un hombre lobo americano en París distó de ser un éxito en taquilla, vale, pero tampoco fue un fracaso. Recuperó la inversión y acabó, por suerte para nosotros, con la posibilidad de una posible continuación. En el proceso solamente había ensuciado la memoria de un clásico y conseguido que una generación dijera que Hollywood no tenía nuevas ideas.

¿Cúantas veces se ha repetido y se repetirá esta historia dentro del cine comercial? Seguramente más de las que podamos contar. Y siempre diremos lo mismo, nos quejaremos con las mismas palabras y pareceremos borrarlo de nuestras cabezas para poder entregarnos con nuevos ánimos a la siguiente crítica. Estamos condenados a una lectura presentista del cine, como de cualquier otro elemento que nos rodea, de la que es muy difícil escapar. Por eso está bien tomarse un descanso de vez en cuando y gastar unas horas en recordar que, aunque a veces se nos olvide, nada ha cambiado, salvo nosotros.

Ismael Rodríguez Gómez

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