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Cinefórum XLIII: La clase obrera va al paraíso

Sufragistas, nuestra anterior invitada al cinefórum, podría ser un ejemplo perfecto del cine histórico con cierta pátina comprometida con nuestro tiempo. Exceptuando algunos arranques sueltos de versos libres, como Ken Loach, el cine más social parece ser sustituido de manera imparable por esas construcciones fílmicas que buscan despertar conciencias sin molestar, reivindicar luchas ya superadas y hacer que salgamos sintiéndonos mejor de la sala. Cuesta recordar ahora que existió un momento en el que una cinta abiertamente militante en la izquierda más absoluta pudiese ganar la Palma de Oro en Cannes. Corría 1972 y la película era La clase obrera va al paraíso (La classe operaia va in paradiso, 1971).

La historia firmada por el también director Elio Petri y Ugo Pirro, es un ejemplo perfecto de cine político: una cinta áspera, llena de ruido, gritos, exhortaciones dirigidas tanto al espectador como a los personajes, que nos sumergen en la existencia adocenada de un obrero en el Piamonte italiano de los primeros setenta. Un mundo sin esperanza, donde trabajar se convierte en una actividad alienante que atrapa toda la existencia del protagonista, cuya vida fuera de la fábrica parece reducirse a ver la televisión, adorar al Milán y seguir sobreviviendo.

La clase obrera va al paraíso merecería la pena solamente por esa visión desencantada y crítica de la clase popular de su tiempo. El protagonista, bordado por un Gian Maria Volontè en estado de gracia, es lo contrario a una visión idealista de los obreros. Lulù tiene un hijo al que apenas ve después de que su mujer le abandonase por otro trabajador de la fábrica, malvive con su nueva novia y el hijo de esta, trata de seducir torpemente a una compañera de trabajo… todo en su vida es un desastre menos su productividad; es en el cerrado mundo laboral donde su existencia parece cobrar sentido. Forma parte del engranaje de una maquinaria infernal, algo que descubrirá cuando sufra un accidente que le obligue a enfrentarse a la sociedad que le ha dado vida.

Sin embargo, no esperemos que en La clase obrera va al paraíso haya espacio para una visión romántica de la lucha contra los patrones. La misma visión desencantada parece extenderse hacia los sindicatos y todo lo que los rodea, divididos entre los vendidos a la empresa y los idealistas sin capacidad de actuación. Al final, lo único que nos queda es Lulù buscando volver a ser una pieza útil de una sociedad en la que no sabe encajar si no es formando parte de una cadena de montaje. ¿Existe el paraíso para la clase obrera? Lo más tenebroso es que seguramente no, que está condenada a un eterno purgatorio trabajando a destajo para conseguir apenas unos momentos de falsa felicidad.

Ismael Rodríguez Gómez

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