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Cine y TV

«Spencer» y los fantasmas de Windsor

Era vulnerable como una muñeca de porcelana, algo que, sin embargo, no le restó fuerza para convertirse en una figura fulgurante de la cultura pop. Diana de Gales sorprendía como un mito. El mito siempre es superior a la gente. Los sociólogos a vuelapluma, que también los hay en Gran Bretaña, se escandalizaron entonces de la excesiva paz, el cordial buen estilo y la elegante civilidad con que el pueblo inglés había asumido la mayor catástrofe de su historia desde que ganaron la Guerra Mundial con el bastón de Churchill como lanzadera. El carisma gay de Elton John el día de su funeral también contribuyó a ello. El caso es que el relato de Diana Spencer o Diana de Gales sigue vigente, casi 25 años después de su muerte, a través del cine, del periodismo, las biografías y toda la morralla de la prensa rosa. También lo hace a través de los avatares de sus hijos, sobre los que siempre planea la sombra del eterno retorno: la gloria y la tragedia. La familia Windsor sigue siendo, pues, Isabel II de Inglaterra. Su hijo, la otra, los nietos y el resto de la prole son los accesorios de una mujer silenciosa, pétrea e inmutable, o sea, la Historia, como lo fueron entonces los perros, la Reina Madre y su petaca de ginebra.

El director Pablo Larraín, después de hacer su personal retrato de Jackie, la viuda de Kennedy, nos ofrece otro de Diana Spencer/Gales que se aparta del biopic y la trama, como sucede en la serie Los Windsor, y se acerca al género de terror y, particularmente, a El resplandor de Kubrick. Toda monarquía tiene un monstruo, un fantasma y una pesadilla, envueltos en un secreto, un misterio, un crimen. A Larraín no le interesa tanto el detalle minutísimo de su biografía como hacer un fresco de la monarquía británica a través del negativo de una mujer inocente que llegó marcada como una intrusa a la familia y falleció convertida en una martir de la clase obrera. Así estamos… Pero la princesa del pueblo, a diferencia del resto de la familia, no fue un accesorio de la monarquía, sino todo lo contrario, fue la cultura pop entrando como una tornado por la puerta grande de Buckingham y saliendo por la del servicio.

Y esa es la mirada que ofrece Larraín a través de la brillante interpretación de Kristen Stewart, que demuestra su capacidad para sumergirse no solo en una mujer sino en un pensamiento, una idea de lo británico que rompe las convenciones de la casa Windsor. Larraín toma como excusa la tradicional reunión familiar que acontece durante los tres días de Navidad en un palacio cercano a las propiedades de la familia Spencer, un lugar inhóspito del que ya no queda nada, tan solo un viejo espantapájaros que únicamente Diana recuerda y que parece haber sido testigo de la decadencia de la monarquía, a escasas millas del castillo donde permanecen todos. Aunque no se nos indica el año, sí sabemos que todo transcurre en las fechas que Diana de Gales descubre la infidelidad de su marido y, sobre todo, que lo suyo ha sido ser un vientre de alquiler, el motivo utilitario por que el ha sido princesa: parir hijos.

Todo en Spencer tiene un aire enfermizo y claustrofóbico. Solo la prole de Diana consigue dibujarle una sonrisa a lo largo del film. Lo demás es protocolo, normas, eso que llaman tradición. Cada miembro de la familia es contemplado por la cámara de Larrain como el reflejo espectral de una monarquía que vive en el pasado, asediada por un presente que toma forma en la figura de los paparazzi de la época. No hay futuro en la casa Windsor. Solo pasado y presente que tras los muros de la Casa Real son exactamente lo mismo, le espeta un magnífico Thimoty Sparks a Diana en una de sus tensas conversaciones.

Larrain nos envuelve en el cine de Kubrick y el de Lynch para dar a esta pesadilla de Navidad el tono siniestro que merece. Decía Mark Fisher en Lo raro y lo espantoso que lo siniestro es aquello que está donde no debería estar y aquello que no está donde sí debería. No hay mejor definición para explicar qué significó la llegada de Diana a una familia que es la historia de un país, pero que ha perdido la noción de su propio tiempo.

Lady Di y la extraña familia. La familia continúa con la reina Isabel II que ha pasado a ser una mujer entrañable, y un garañón real, a quien una educación pulcra, estricta, represiva y carcelera -trullo de oro- lo había castrado psicológicamente para querer a una criatura tan femenina y lírica como Diana, de modo que el príncipe Carlos sigue enrocado en posición fetal sobre el lecho de una mujer mayor que él y que es esa continuación de la madre por otros caminos que buscan siempre los hombres a quienes da pavor la mujer natural, nueva, actual, joven y libre. Carlos nunca será rey, será el padre del rey, tan venado como aquel, tan impávido, ambicioso y tradicional. Y la extraña familia -mucho más terrorífica que la de Mihura- termina en la señora Parker, que es ya como de casa desde que hiciera de ama seca o madre de leche de un príncipe que todo lo aprendió en los libros del Rey Arturo para olvidarlo en seguida.

Lady Di y la extraña familia. Diana de Gales era un vientre alquilado, una bomba antipersonal. A Diana la amaron los jóvenes y los pobres no solo por sus tareas caritativas sino precisamente por sus gestos, posturas, desnudos, amantes, rebeldías. Era al mundo etéreo (o no tanto) de las monarquías lo que Madonna a la música. Ella era la calle, el siglo, la boda televisada y las confesiones íntimas en televisión, ella iba por delante de la prensa libérrima. Tras la victoria de Blair, el suicidio de Diana fue un galernazo de democracia natural que pone a pique la sombría nave fantasma de Buckinham. Diana fue, como buen arquetipo de un cuento, una Alicia a través del espejo alucinada y penitente, abúlica y rebelde, del mismo modo que Isabel II era una reina de corazones con el ansia de cortar cabezas.

Spencer es un buen reflejo de la situación política y social que vive el Reino Unido en estos momentos, tras su salida de la UE. Lejos de aquella década pasada que revisitaba a sus viejos héroes y los reivindicaba adaptándolos a los nuevos tiempos, como sucedía con títulos como The Queen, Sherlock o con el James Bond en Skyfall, hoy Larrain nos habla de fantasmas, de un pasado viejo, siniestro, hiriente y oxidado que aún se mantiene galvanizado y asentado bajo el principio de la tradición. Spencer puede ser vista como un drama, pero propone una cinta de terror, una peli de fantasmas alimentada por el sufrimiento personal y la paranoia.

Víctor Guillot
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