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Civilización y barbarie

En cuanto abrimos un periódico, una página web de noticias, vemos la televisión u oímos la radio, hay una realidad inexorable que se impone sobre todas las demás: la violencia. Algo que podría ser perfectamente un antónimo de la creación, cuya vocación es la destrucción. Pero forma parte de la vida: sin ir más lejos, en la naturaleza salvaje es algo tan natural como frecuente; de hecho, es la forma de vida de todos los animales que por su constitución necesitan alimentarse de otros animales y, lógicamente, forma parte de todos los que necesitan huir para sobrevivir. También podemos encontrarla en otros casos como la lucha en épocas de celo, lucha por la jerarquía de la manada…

Hay una serie de fotografías y vídeos tomados por Ígor Altuna en el parque nacional de Zambia que podrían servir perfectamente de ejemplo de lo cruenta que puede llegar a ser la realidad salvaje: el fotógrafo capturó a una leoparda tras haber cazado una mona, que llevaba entre sus fauces, y el bebé de la víctima, que se mantenía aún agarrado al cadáver de su madre. A pesar de lo impactante de las imágenes y de su dureza, esto forma parte de la naturaleza como seres vivos, y si nos conmovemos con el animal es debido a que estamos sintiendo empatía con esa criatura que tras perder a su mamá, está inexorablemente condenado a muerte. Sin embargo, esta empatía no aparece cuando se trata de comprar pollo en un supermercado. Un animal que desde su nacimiento está condenado a muerte, hacinado y sobrealimentado para hacerlo crecer en apenas unos meses, para luego ser electrocutado y descuartizado.

Lo problemático de todo este aspecto viene cuando esa violencia escapa a la necesidades fisiológicas y se convierte en una parte cultural de la propia especie, incluso en algo sistemático. Y en nuestra sociedad está tan arraigado porque la propia civilización se edifica sobre las cenizas de pueblos asolados por otros más agresivos. Se ha naturalizado. De hecho, en nuestra cultura no es nada infrecuente que un niño de ocho o diez años haya visto alguna vez o incluso vea con frecuencia películas con escenas violentas, haya jugado a videojuegos de ese género o incluso posea juguetes armados o armas de juguete. El propio hecho de que se vendan juguetes, videojuegos y se hagan películas sobre ello evidencia toda la naturalización que hay al respecto.

Pero incluso en una sociedad donde está fuertemente naturalizada, para gran parte de la ciudadanía resulta muy difícil comprender ciertas situaciones y hay un claro rechazo de los conflictos bélicos. Porque más allá de la localización del conflicto, o los motivos por el cual se haya desatado, el desenlace es un denominador común: la barbarie. Y sin embargo, a pesar de ello, cada cierto tiempo aparecen conflictos entre países, como inevitables, como parte de la naturaleza humana, los cuales se desarrollan sin que aparentemente importe ese rechazo generalizado.

Aún con todo el rechazo, es habitual identificarse con un bando u otro (y en esto hay incontables factores que pueden influir), pero la realidad muestra que, aunque hay un factor que desata el conflicto y otro que se ve inevitablemente abocado a la confrontación, en cuanto la tormenta se desata, es muy difícil diferenciar quién es quién. Tal vez porque cuando sucede, solo hay tempestad por todas partes. Solo hay lugar para la devastación en la que, tristemente, la parte más perjudicada es la población civil.

«La barbarie es unánime. Es el régimen de terror por las dos partes (…). Aúllan y piden sangre los hunos y los hotros». Miguel de Unamuno.

Y es triste ver que a estas alturas de la historia, en la que hay muchas páginas escritas sobre todos los errores que se han cometido y las tragedias por la que se han pasado (que además están presentes en todos y cada uno de los siglos que ocupan esas páginas), lejos de ir mejorando con el paso del tiempo, la cuestión ha ido a peor: la crueldad cada vez es más atroz y los estragos acumulan niveles masivos. Hay una cita atribuida a Albert Einstein en donde ya prefigura que hay límites también en este asunto de la destrucción: «No sé con qué armas se luchará en la Tercera Guerra Mundial, pero sí sé con cuáles lo harán en la Cuarta Guerra Mundial: palos y mazas». Unos límites que pueden ocasionar daños apocalípticos. Porque paradójicamente, la capacidad de supervivencia del ser humano se encuentra a un nivel muy inferior en cuanto a su capacidad de asolación.

Ante esta situación, que parece no tener un final, hay que asumir que hay una ecuación evidente e insobornable: la violencia no tiene justificación. Y lo que resulta penoso es el intento de justificarla, con alguna explicación más o menos lograda, como si hubiera un solo motivo posible para la barbarie. Da la impresión de que quienes ostentan el poder de desatar la catástrofe, desean fervientemente cualquier pretexto para arremeter y lanzarse a la destrucción sin precedentes. Buscar una vulgar excusa para arrasar con todo lo que se encuentre a su paso.

La justificación es un simple pretexto, el inevitable fin que se persigue es la victoria, la cual concede a los vencedores el derecho a apropiarse de todo, incluso de los derechos más elementales de las personas; concede el derecho a establecer las leyes; el derecho a escribir la historia, a imponer la verdad… Porque al fin y al cabo, los derechos también los redactan los vencedores.

«¿Quién cree en la actualidad que se puede abolir la guerra? Nadie, ni siquiera los pacifistas. Solo aspiramos (en vano hasta ahora) a impedir el genocidio, a presentar ante la justicia a los que violan gravemente las leyes de la guerra (pues la guerra tiene sus leyes, y los combatientes deberían atenerse a ellas), y a ser capaces de impedir guerras específicas imponiendo alternativas negociadas al conflicto armado». Ante el dolor de los demás, Susan Sontag (pág. 13).

Con todo esto no quiero decir que todos los pueblos y sociedades humanas que han surgido se hayan erigido sobre cimientos de violencia. Pero es cierto que forma parte del ser humano y las civilizaciones que se han impuesto, se han levantado y se sostienen sobre esta característica. Lógicamente, sería erróneo generalizar: deben de haber aparecido muchos pueblos y podría perfectamente nacer nuevos pueblos que no se sustenten en ello. Sin embargo, la realidad hace imposible su persistencia. Aunque surgieran, su futuro es improbable: tarde o temprano alguna sociedad violenta encontraría una excusa para arrebatárselo todo.

Es inevitable, los conflictos armados y el empleo de la agresividad plantean una ventaja inexorable a los vencedores y es un camino en el que se impone el más fuerte. Tal vez por eso nunca se ha pretendido erradicar esa detestable vocación, tal vez por eso, a día de hoy, sigue siendo una característica intrínseca de las sociedades civilizadas.

«Lo que se obtiene con violencia, solamente se puede mantener con violencia». Mahatma Gandhi.

Rubén J. Triguero
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