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Cinefórum CLXV: Los muertos no mueren

La invitada de esta semana en nuestro cinefórum es, como la de la semana pasada, una parodia. Pero donde aquella fantaseaba con la idea de una isla utópica como telón de fondo de las intrascendentes correrías de un superagente secreto británico, esta pondrá su atención en una distopía apocalíptica como metáfora sociopolítica de nuestro tiempo.

Los muertos no mueren (Jim Jarmusch, 2019) parte, intencionadamente (como para que quede claro desde el principio que no se toma en serio el material que va a tratar), de una premisa tan ridícula que rivalizaría con la de La rebelión de las máquinas (Stephen King, 1986): el fracking ha provocado un cambio en el eje de rotación terrestre; por extensión, los días y las noches se prolongan antinaturalmente y los muertos vuelven a la vida. Así, vamos a contemplar el enésimo despertar zombi, y lo haremos desde el punto de vista de un grupo de personajes variopintos que quedan atrapados en la pequeña localidad norteamericana de Centerville.

Hasta aquí, todo correcto. Lo suficientemente absurdo y tópico como para construir una simpática sátira del cine de zombis. Pero, según van pasando los minutos, nos encontramos con dos problemas fundamentales: que la película de Jarmusch no funciona como parodia y que es, básicamente, muy aburrida.

Una buena sátira, además de ridiculizar lo que caricatura como crítica, tiene que funcionar dentro de las coordenadas que quiere parodiar y, de paso, dejarnos un poso de reflexión. Sin meternos en los recovecos literarios del género satírico, ya la propia cultura popular nos aporta ilustrativos ejemplos (¡Guardias! ¡Guardias! de Terry Pratchet, El baile de los vampiros de Roman Polanski, El jovencito Frankenstein de Mel Brooks…) de parodias que se pueden disfrutar, a la vez, en calidad de comedias irónicas y de obras del género del que se ríen. Los muertos no mueren falla estrepitosamente en este punto, porque como comedia sus chistes rozan la vergüenza ajena y como película de zombis su trama es, y posiblemente de forma voluntaria, un rollo patatero. Luego está la dimensión metafórica de la historia, que de tan gruesa y evidente cae en lo ridículo.

Porque todo esto de contarnos lo mal que está la sociedad actual a través de una alegoría fantástica de terror apocalíptico ya lo había hecho, y mejor, y hace mucho, el padre del cotarro muertoviviente: George A. Romero. Y como es lógico, la ficción ha seguido su estela durante décadas con mayor o menor inspiración pero, siempre, con ahínco. Por eso, cuando el enésimo cineasta repite sus pasos, y además lo hace con ínfulas de trascendencia, no queda menos que compararlo con aproximaciones al subgénero menos pretenciosas, pero infinitamente más logradas, como las de Edgar Wright (Zombies party, 2004) y tirar de la cadena una vez terminado.

Se ha dicho de Los muertos no mueren que no pretende aleccionar, sino ser el reflejo de nuestra apatía, logro que sin duda hay que concederle gracias al ritmo flemático que desprenden las maneras y acciones (o inacciones) de los personajes interpretados por ese greatest hits de fetichismo actoral que pone ante la cámara. Por supuesto, el guion está cargado de metarreferencias que en la cabeza del director debían de sonar geniales pero que, diseminadas en una película aburridísima y sin gracia, se pierden ante la indiferencia del espectador. Un espectador que, terminada la cinta, no puede dejar de plantearse si esos muertos, en otro juego metaficcional, no morirían definitivamente si fuesen obligados a ver la película que protagonizan.

Marcos García Guerrero
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