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El espectro de Aznar

La última de Aznar ha sido interceder a favor de un chorizo como Zaplana. Como expresidente, su intervención, o más bien intromisión, en política ha sido constante. Incluso aunque tuviera que ir en contra de los intereses de su país. Como el conocimiento histórico es más corto de lo que sería deseable, repasemos lo que fue su paso por la Moncloa.

El hombre que consiguió llevar a la derecha al poder era nieto de Manuel Aznar, un importante periodista de los tiempos de Franco. Falangista durante su juventud, no debió conectar demasiado con el cambio democrático que supuso la Transición, ya que en el periódico La Nueva Rioja se manifestó contrario a que se eliminaran del callejero los nombres del Caudillo y de José Antonio Primo de Rivera.

Tras una etapa como presidente de Castilla-León, alcanzó la jefatura del PP y logró unir a las diversas corrientes de la derecha bajo su liderazgo. Creó así una fuerza política reconvertida que se presentaba como «centrista», en un intento por modernizar su imagen y de arrebatar PSOE los beneficios electorales derivados del miedo a la derecha.

En realidad, desde un punto de vista ideológico, Aznar se situaba en la estela de otros políticos conservadores, como el decimonónico Cánovas o la británica Margaret Thatcher, la discutida Dama de hierro.

La primera legislatura del PP recibió, en general, valoraciones positivas. El gobierno puso en marcha una política económica más o menos acertada, mientras establecía acuerdos con nacionalistas catalanes y vascos. Con la mayoría absoluta alcanzada en las elecciones de 2000, el estilo de José María Aznar cambió. Se hizo más arrogante, hasta extremos inconcebibles. El presidente mostró entonces su verdadera faz de hombre frío y seco. El historiador Javier Tusell le comparó con el general Franco, no el sentido de que ambos fueran dictadores, sino por su carácter tímido, pero duro. Ambos poseían las pequeñas habilidades necesarias para mantener unidos a sus fieles, a través de una distribución hábil de los cargos.

En el terreno autonómico, el gobierno combatió con aspereza a los nacionalismos periféricos, sobre a todo al vasco. El PNV, según la propaganda oficial, era lo mismo que ETA. Más tarde fue Esquerra Republicana de Cataluña la que sufrió esta equiparación interesada y tendenciosa. Aznar, como por obra y gracia de Dios, pasaba a ser el oráculo que interpretaba la correcta idea de España. La de un país regido por una constitución inalterable, invocada a todas horas como si de un mantra se tratase, con el peligro real de que un sector de la población, el menos formado políticamente, acabara por identificar la Carta Magna con la derecha más rancia.

Parecido autoritarismo se reflejó a la hora de reformar el sistema educativo. Los populares demostraron su predilección por la escuela privada y se empeñaron en devolver a la Iglesia algunos de sus privilegios educativos. En la Universidad, los cambios se efectuaron sin tener en cuenta la opinión de los rectores.

Los populares insistieron una y otra vez en deslegitimar al PSOE presentándolo como el partido de la corrupción. En realidad, no hacían otra cosa que ver la paja en el ojo ajeno. Ellos se mezclaron en numerosos asuntos turbios, ante el silencio más o menos cómplice de la prensa. Los medios de comunicación, que habían crucificado a los socialistas por mucho menos, callaron. No hubo ningún escándalo resonante, pero no por falta de motivo, sino de atención por parte de los que supuestamente debían informar con la verdad a la opinión pública.

Sólo después de la derrota del PP en las elecciones generales de 2004 se habló, y sin demasiada insistencia, de los manejos de Eduardo Zaplana, portavoz del partido, durante su etapa como presidente de la Comunidad Autónoma de Valencia. ¿Qué decir, por ejemplo, de las irregularidades en el pago al cantante Julio Iglesias, con dinero público? Donde Zaplana reconocía la exorbitante cifra de trescientos setenta y cinco millones de pesetas libres de impuestos, el PSOE denunciaba la entrega de más de novecientos.

No menos sospechosa fue la suspensión de pagos de Terra Mítica, el conocido parque temático de Benidorm. El valor de sus acciones se desplomó, para desesperación de los grandes empresarios valencianos que las habían adquirido. La gestión del parque, a cargo de amigos de Zaplana, no se caracterizó precisamente por su transparencia. ¿Quién aprovechó el proyecto para enriquecerse?

En política exterior, Aznar se alineó sin vacilar con los Estados Unidos de George W. Bush y ejerció de caballo de Troya de Washington en Europa, por su enfrentamiento con Francia y Alemania, mucho más reacias a inclinarse ante los dictados de la Casa Blanca. Fruto de esta política seguidista fue el envió de tropas españolas a Irak, en apoyo de una invasión decretada por Bush contra el criterio de las Naciones Unidas. El ataque, al menos oficialmente, pretendía derrocar al dictador Sadam Hussein por su supuesta colaboración con la red terrorista de Al Qaeda. Más tarde, sin embargo, se evidenció que las pruebas que avalaban esta relación eran falsas. Tan falsas como las armas de destrucción masiva en poder de Bagdad, la otra razón que justificaba la guerra.

Después vino la mentira del atentado islamista de Madrid. Contra toda evidencia, Aznar culpó a ETA. Trató así de instrumentalizar una tragedia en beneficio propio.

A la postre, los malos modos iban a pasar factura a la derecha española. El historiador Javier Tusell, un hombre de talante moderado, señaló que incluso personas conservadoras se habían convencido del carácter intratable demostrado por Aznar, y criticaban «unas actuaciones incomprensibles» que les parecían «cercanas al desvarío». Lejos del centrismo que pregonaba, Aznar aparecía como un neoconservador radical en la órbita de un George W. Bush o de un Federico Jiménez Losantos, si nos queremos limitar a un ámbito casero. Los que no pensaban como él no eran demócratas, o formaban parte de un inconcreto «partido del odio», empeñado en desacreditar al líder popular, siempre propenso a tirar la piedra para después aparecer con un típico arrebato victimista.

En fin. Con este currículum, otros preferiríamos quedarnos en casa y que no se nos viera mucho.

Francisco Martínez Hoyos
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