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Arte y Letras

Dorothy L. Sayers: una señora bien rara

En tiempos de hegemonía de la novela negra, no deja de resultar paradójico que la novela de detectives clásica haya sido arrinconada en un mechinal que comparte con la literatura romántica, único género que supera a este en desprestigio y a aquel en ventas. Descritas por los connoisseurs como «esos libros en los que un detective aficionado que no para de beber té desvela después de un baile de gala que el asesino de la marquesa era el criado gracias al descubrimiento de una máquina de escribir a la que le falta una F», en realidad se trata de un género ya difunto. Y no haría falta ser un Sherlock Holmes para descubrir quién lo mató: la solemnidad.

sherlock-holmes-por-sidney-pagetSin embargo, pese a ser un género tan ingenuo, tan poco creíble, nada más que un entretenimiento perteneciente a la misma categoría que el crucigrama (ambas diversiones surgieron en el mismo periodo, por cierto), la historia de la novela de detectives cuenta con un buen puñado de obras maestras que nada tienen que envidiar a las mejores creaciones de la novela negra y cuyos autores se concentraron en un lugar y una época muy determinados: la Inglaterra de los años 20 y 30. Es decir, la época más chic que se haya conocido, esas largas vacaciones entre las dos guerras mundiales que la nostalgia ha convertido en el máximo exponente del buen gusto y el joie de vivre (y que pequeños contratiempos como la Gran Depresión no permitan emborronar tal evocación).

Pues bien, tal acumulación de talento (que nos permitiría laurear al Londres de los años 20 con el título de la Florencia del crimen si no fuera porque la Florencia renacentista ya fue la Florencia del crimen), se reunió en una de las sociedades literarias más fascinantes de las que se tenga (apenas) conocimiento: el Detection Club. Y digo lo de (apenas) porque, como no podía ser de otra manera tratándose de una organización dedicada a la reivindicación de las novelas de detectives, todo lo relacionado con ella está envuelto en el misterio (frase que a estas alturas ya no es ni paródica). Como decía el mismo Simon Brett (presidente del Club hasta muy recientemente), por no saber no sabemos con exactitud ni la fecha de su fundación. Al no disponer de actas ni de descripciones fiables, tampoco sabemos a qué se dedicaban durante sus periódicas sesiones, supuestamente centradas en promover el buen nombre del género, pero que no sería de extrañar que derivaran en discusiones teológicas o sociales. En cualquier caso, sí conocemos algunos de los principios que regían su actividad, como incidir en una serie de buenas prácticas que se resumen en un concepto tan inglés como el juego limpio: nunca hacer trampas y siempre tratar con respeto al lector: que el detective no tenga un as en la manga que de repente explique todo lo que ha pasado: que una carta perdida que solo él conocía o la intervención divina esclarezcan la culpabilidad. En palabras de Dorothy L. Sayers: «mantener las historias de detectives en el más alto valor que su naturaleza permite, y liberarlas del mal legado del sensacionalismo, disparates y jerga con los que desafortunadamente ha tenido que cargar en el pasado». Todo esto, escribiendo en el mejor inglés posible.

g-k-chestertonLa nómina de escritores que formó parte del Club desde su fundación es capaz de provocar lágrimas de emoción en cualquier aficionado a la novela de detectives, que daría lo que fuera por haber participado aunque solo fuera en una de sus cenas: entre el inmenso G. K. Chesterton, que fue su primer presidente, y Agatha Christie, que es de las pocas autoras que siguen manteniendo una popularidad a prueba de cinismos, nos encontramos con nombres como el de E. C. Bentley (quien llevó el género a su edad adulta con El último caso de Trent), Anthony Berkeley (capaz de escribir la novela de misterio definitiva, El caso de los bombones envenenados), Margery Allingham (creadora del genial Albert Campion), Ngaio Marsh (pronúnciese «Nye-oh») o la ya citada Dorothy L. Sayers, de quien hablaré en extenso un poco más adelante.

Si algo tenían en común todos estos novelistas era su habilidad para dibujar endiabladas tramas. El asesino condenado a muerte (por una enfermedad) que trata desesperadamente y sin éxito de demostrar su culpabilidad para salvar a un inocente (Trial and Error). El actor que ha disparado su pistola en un teatro ante cientos de espectadores… y que acaba siendo el asesino (Enter a Murderer). El detective convaleciente que desmonta desde su cama del hospital la leyenda negra que rodea a Ricardo III (La hija del tiempo). Como demuestra este último libro de Josephine Tey, para este tipo de autores cualquier tema era susceptible de convertirse en novela de misterio, y así lo manifestaron, aunque fuera teóricamente, el propio Chesterton, al describir las posibilidades criminales que ofrecía la trama de Hamlet y otras obras de Shakespeare, o el ejercicio análogo que realizó P. D. James (la mejor heredera de la estirpe) respecto a las novelas de Jane Austen (y que en su caso sí se materializó con La muerte llega a Pemberley).

el-almirante-flotanteEn un momento de la historia literaria en la que el argumento ha perdido todo valor, tiene sentido que una serie de libros que basaban toda su eficacia en elaboradas variaciones en forma de puzles sean vistos como curiosidades que apenas alcanzan la categoría de creaciones literarias, quedándose más bien en pasatiempos, cuyo caso extremo serían libros como El almirante flotante, obra colectiva en la que cada autor se encargaba de escribir un capítulo, poniéndole las cosas lo más difícil posible a su sucesor. Sin embargo, en este caso queda patente que lo de escribir a veintiocho manos no es la mejor idea, dando como resultado uno de esos extraños libros en los que parecen haber disfrutado más los autores que los lectores.

Frente a este puro placer de la inventiva y del ingenio, ahora lo que se lleva en el género es la creación de ambientes, la violencia, los estudios psicológicos (y forenses). Es como si el puro entretenimiento estuviera mal visto y hubiera que justificar el goce de la lectura detrás de «denuncias de la corrupta sociedad actual» o de ese tan cansino «perdedor» que habita en toda novela negra que se precie. Así las cosas, la novela negra actual se podría definir como aquella en que «un detective dipsómano, depresivo y divorciado atrapa en un callejón mal iluminado en una noche de lluvia a su antiguo compañero de la policía aquejado de un trauma por haber sufrido abusos durante la infancia lo que le había llevado a asesinar a catorce mujeres a las que cortaba el meñique.» Pero de nada sirve atraparle, todo seguirá igual.

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Dorothy Sayers

Y ahora vayamos ya con Dorothy L. Sayers. Aunque no será fácil, porque, como en el caso del Detection Club, su biografía está rodeada de incógnitas. Sayers era tan celosa de su intimidad que, a lo largo de su vida, incluso sus amigos más íntimos desconocían datos tan básicos como dónde vivía o que estaba casada. Pero algunas cosas sabemos. Pese a haber tenido una infancia más bien convencional (era hija de un clérigo, como tantas heroínas de la literatura inglesa del siglo XIX), pronto Sayers dio muestras de su excentricidad (lo que, después de todo, tampoco deja de ser habitual en su ambiente). Pero, que nadie se asuste, sus muestras de rebeldía no iban más allá de vestirse de una manera llamativa (con unos pendientes en forma de jaulas con loros incluidos y cosas así). En realidad, lo que tenía Sayers era bastante mal gusto a la hora de vestir, problema que zanjó en su madurez llevando el mismo vestido durante treinta años (esto no es literal, pero casi).

murder-must-advertiseYa de adulta, Sayers dio muestras de una independencia que sí la alejaba de los convencionalismos de su época. Después de varios intentos frustrados de ganarse la vida como maestra de escuela (otra fase por la que parecen haber pasado la mitad de los autores británicos, caso de Evelyn Waugh, modelo para todo), Sayers empezó a trabajar en una agencia de publicidad, puesto en el que se mantendría durante más de diez años y de donde sacaría provechoso material para su novela Murder Must Advertise. Exitosa en su trabajo, no lo fue tanto en su vida privada: incapaz de encontrar al hombre ideal (que más tarde se construiría ella misma a través de la literatura), tuvo una aventura con un oscuro personaje que, vaya por Dios, ya estaba casado, y dio a luz a un bebé ilegítimo al que entregó en adopción sin que casi nadie se enterar del suceso (sí, exactamente como Peggy).

Pese a que en su trabajo le iba bien, Sayers quería algo más, concretamente algo más de dinero, así que lo probó con lo que mejor se le daba: escribir. Porque antes ya había hecho sus pinitos con la poesía (más o menos religiosa, además, y eso que por entonces se declaraba vagamente agnóstica), pero Dorothy, que era muy perspicaz, enseguida captó que con poemas no iba a salir de pobre. Descartada la novela romántica, el género que más beneficios podía procurarle era el de las por entonces tan populares novelas de detectives, y gracias a estas ignominiosas razones, tan poco literarias, tan poco elevadas, podemos disfrutar de algunas de las mejores creaciones del género.

lord-peter-wimseyYa en su primer libro, Whose Body?, aparece el que sería su más memorable personaje, el detective amateur Lord Peter Wimsey. Con todo el tiempo y el dinero necesarios a su disposición, con una cultura enciclopédica, con un encanto irresistible y unas habilidades metafísicas para la deducción, Wimsey lo tiene todo para convertirse en un ídolo de masas (hoy sería youtuber). Esta primera novela no es que fuera un gran éxito, pero sí tuvo las ventas suficientes como para mantener a Sayers firme en su empeño. Poco a poco nuestra autora se fue haciendo con un prestigio, fichó por el gran editor Gollancz, sus ventas crecieron hasta permitirla abandonar su trabajo como creativa publicitaria y poder mantener a su marido alcohólico y, entre tanto, escribir algunas obras maestras como Los nueve sastres o Los secretos de Oxford.

Sayers tenía tal dominio de su oficio (algunos dirían que iba tan sobrada) que pudo reservar páginas y páginas de sus libros de misterio (no lo olvidemos, dedicadas a un público muy amplio y en general poco instruido) a asuntos como la campanología o la búsqueda de la Verdad (con mayúscula, que es una búsqueda por lo general mucho más aburrida que la de la verdad). En Los nueve sastres el lector tiene que esperar como un centenar de páginas hasta que la autora entra en materia… solo para después seguir divagando, hablando de campanas y de la vida en el campo. Pero lo mejor es que el lector, tan contento. Porque Sayers desde luego sabía escribir. Y tampoco es que descuidara sus labores a la hora de crear intriga, porque fiel a los mandamientos del Detection Club, en libros como Los nueve sastres demostró no tener igual a la hora de crear tramas absorbentes y de sorprender al lector sin engañarlo en  ningún momento.

los-secretos-de-oxfordSi en Los nueve sastres Sayers se atrevía con plantear un tema tan desconocido como la campanología, peor todavía lo ponía en Los secretos de Oxford (Gaudy Night en su título original, lo que pasa es que casi no se entiende a lo que se refiere ni en inglés). Para algunos una novela aborrecible y aburrida hasta lo metafísico (adjetivo en cualquier caso apropiado para una obra tan filosófica como esta), para otros la mejor novela de Sayers, si no del género. Aquí Wimsey cede el protagonismo a Harriet Vane y la investigación criminal a la pesquisa moral. Porque lo más curioso es que se trata de un libro de detectives en el que ni tan siquiera hay un asesinato y en el que la intriga es, digamos, muy débil: Harriet regresa a su antigua residencia en Oxford para una reunión de antiguas alumnas y empiezan a suceder cosas muy extrañas (como pintadas y tal). Pero, como contrapartida a esta levedad, Sayers plantea cuestiones filosóficas que subliman el género y expresa unas firmes posiciones feministas sin necesidad de caer en el panfleto ni el adoctrinamiento.

Como si no se conformara con introducir estos temas esotéricos y este tratamiento elevado en unos libros para todos los públicos, Sayers también era muy dada a incluir en sus novelas textos en latín o francés… sin ofrecer una traducción. Y no se trataba de un sic transit gloria mundi por ahí y un mademoiselle, s’il vous plait por aquí, sino que podían ser, por ejemplo, cartas claves para la comprensión de la trama. No es de extrañar que una de las acusaciones más habituales formuladas contra Sayers haya sido la de esnobismo. Pero, como dijo Proust, «le snobisme est une maladie grave de l’âme, mais localisée et qui ne la gâte pas tout entière».

such-a-strange-ladyEn cualquier caso, es que, como titulaba Janet Hitchman su biografía sobre la autora, Dorothy L. Sayers era una señora bien rara. Y bastante antipática. Tory hasta la médula, y además de la línea dura, leer sus libros hoy en día supone toparse con chocantes comentarios racistas y clasistas. Cierto que su antisemitismo era muy común en la época y que se podría calificar como de baja intensidad. Como se suele decir, incluso algunos de sus mejores amigos eran judíos (caso del editor Victor Gollancz, que para más inri era un adalid de la intelectualidad izquierdista de la época). También es verdad que sus conocimientos políticos era como mucho superficiales, y que entre sus proclamas antisocialistas y sus postulados sociales había un contraste sorprendente. Pero lo cierto es que, aunque podemos contextualizar estos comentarios, algunas de sus frases siguen siendo muy desagradables.

Este cortocircuito que se produce cuando descubrimos que un artista cuya obra admiramos era en realidad una persona execrable se ve potenciado por el hecho, conocido por todo aquel que haya realizado el perfil de un creador, de que tendemos a sobrevalorar el objeto de nuestro estudio. Empiezas a investigar a un escritor de segunda porque te parece curioso, y acabas elevándolo a la categoría de genio indiscutible. Algo parecido le sucedió a Sayers respecto a Dios. Como he comentado en un paréntesis, de joven, pese a su formación cristiana, Dorothy era más bien agnóstica, aunque siempre tuvo un gran interés por la religión. Pero cuando tras dar por concluida su relación con Lord Peter, y después de probar con diversa suerte la escritura teatral, decidió dedicarse por entero a la temática cristiana (principalmente en la elaboración de guiones para la BBC, como su famoso The Man Born to be King), se fue haciendo cada vez más y más religiosa, hasta convertirse en una experta teóloga.

divina-comedia-sayersEsta pasión ya no la abandonaría jamás, pero Dorothy sufrió una nueva iluminación que cambió el foco de su interés: su siguiente enamoramiento tuvo como objeto a Dante. Después de descubrir La Divina Comedia casi por casualidad (fue el primer libro que agarró cuando tuvo que esconderse ante la amenaza de bombardeos nazis, a todos nos ha pasado), supo que su objetivo en la vida era traducir el libro de Dante a un inglés al alcance de todos. Y eso que ni tan siquiera sabía italiano moderno, por lo que para su primera lectura tuvo que apoyarse en su dominio del francés y el latín (también Borges decía haber aprendido italiano leyendo La Divina Comedia en el tranvía, hay que ver, con lo difícil que es leer ese libro traducido y al parecer en original se transmite por ósmosis).

Pero es que Sayers no se limitó a verter el libro a un inglés contemporáneo, sino que lo hizo manteniendo el terceto encadenado original y añadió comentarios históricos y teológicos para facilitar su comprensión. Todo esto, sin tener títulos, la descarada. Obviamente, el mundo académico ignoró por completo la edición de Sayers, que quedó incompleta debido a la muerte de la autora cuando transitaba por el Canto XX del Paraíso. Pese al desdén de los sabios, según algunos estudiosos la traducción de Sayers es, como mínimo, la que mejor se ha aproximado a la cadencia poética de Dante y hoy en día su versión se sigue publicando, manteniendo una difusión difícil de conseguir con un libro como La Divina Comedia, lo que supone la perfecta culminación de una obra que buscaba la excelencia sin renunciar a la popularidad. Pero la verdadera pervivencia de Sayers permanece en sus libros de detectives, esos intrascendentes divertimentos que cada día encuentran nuevos lectores y cuya aparente sencillez seguirá fascinando mientras haya alguien que se pregunte ¿quién lo hizo?

Antonio Rodríguez Vela
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