NELINTRE
Arte y Letras

Una generación sin generaciones

Según decía mi profesor de literatura de primero de Bachillerato, uno de esos viejos escritores bigotudos que te crean amor y odio hacia la Literatura a partes iguales, vivimos tiempos difíciles para el arte, más en concreto para la escritura. Según él, el mercado se ha interpuesto entre el artista y su obra (aunque esto no es nuevo: durante toda la historia cualquier creador ha necesitado de un mecenas para dedicarse plenamente a su obra sin morirse de hambre), provocando una competencia atroz entre los artistas. Es decir, el capitalismo más incontenible, aquel que se interpone entre lo sentimental y humano, habría roto completamente los esquemas de creación, provocando que sea imposible que visualicemos claramente una generación de artistas entre nosotros.

Esto no es totalmente cierto; siempre me gusta decir que las etapas del arte son como un cuadro: necesitamos de cierta perspectiva, principalmente temporal, para poder entenderlas plenamente. Es imposible contemplar y entender en su totalidad el Guernica de Picasso mirándolo a dos centímetros de distancia.

Sin embargo, a pesar de que necesitamos esta perspectiva temporal, es cierto que durante determinados periodos señalados en la historia del arte, se ha vislumbrado perfectamente que existía un encauzamiento generacional en la literatura: en el periodo de Entreguerras, en los tan añorados años 20, la gente era perfectamente consciente de que París era el ombligo artístico del mundo. Todo aquel que se quisiera dedicar a una actividad artística de forma más o menos reconocida debía acudir hasta allí. O durante el Renacimiento. Todos los artistas europeos de la época soñaban con viajar hasta Italia para poder unirse a Donatello, Leonardo, Miguel Ángel y Rafael (o como decía mi profesor de Historia del Arte, las tortugas ninja del Renacimiento).

Es obvio que todos los que nos hacemos artistas (o al menos lo intentamos) soñamos con juntarnos a los más grandes de nuestra época; sin embargo, hoy en día los visualizamos como entes lejanos, como semidioses subidos a libros encuadernados con platino y oro. Y esto, queridos lectores, hace cien años no pasaba.

Sin ir más lejos, durante la década de los setenta y los ochenta, Benjamín Prado empezó a hacerse relativamente famoso gracias a Rafael Alberti, quien decidió ficharlo como chófer. Esto no es ni mucho menos un comienzo glamuroso y bohemio, pero demuestra que Alberti y su grupo de meones profesionales (esto de meones profesionales da para otro artículo) querían hacer generación; tenían ganas de crear un buen grupo de jóvenes literatos que fuera de todo menos hermético. Y esto ahora no pasa.

Otro ejemplo recurrente sería el de la generación del 27, un grupo de autores con rasgos literarios más o menos comunes que, entorno a la figura de Góngora y el tercer centenario de su muerte, decidieron unirse y crear un proyecto juntos.

También debo de decir que muchos puristas de la literatura (como el profesor de Lengua con el que abría el artículo) se me tirarán al cuello por esto que digo con la justificación, a mi parecer más o menos correcta, de que no debemos encajonar el arte de escribir, pues ni podemos ni sabemos meterla en paquetitos para entenderla mejor; sin embargo, yo no hablo de este concepto de generación.

Cuando hablo de generación no empleo el mismo concepto, un gravísimo error, que crearon los expertos en literatura al inventarse generaciones como la del 36 o la de los 50 (esta última es un constructo absolutamente penoso); al hablar de generación me refiero a un grupo de escritores que, con rasgos comunes o no, deciden unirse para festejar la literatura y el arte, o por lo menos para intentar apoyarse conjuntamente en su creación artística.

Esto no siempre es fácil, pues todos conoceremos al típico escritor o pintor que decide vivir aislado del resto del mundo, centrándose en su propia obra y despreciando el universo como buen pseudomisántropo que es; no obstante, seamos realistas, el apoyo humano es muy necesario.

Dejando a un lado estas divagaciones, de lo que realmente quiero hablar es de cómo el neoliberalismo, el capitalismo, la globalización o el dinero sin domesticar, como os apetezca llamarlo, ha fastidiado completamente esta idea romántica de generación.

Si te sientas a hablar con cualquier editor al uso, lo más probable es que te conteste que el negocio está jodido; que el mercado editorial está sumergido en una grave crisis de la que es muy probable que no se pueda recuperar nunca (asunto que también es discutible). El problema viene cuando este editor se cree realmente lo que dice y, por el bien de su empresa, decide publicar tan solo a los mejores y más grandes: es decir, a los que más seguidores tienen en las redes sociales.

Esto ha llevado a que la actividad artística se haya convertido en un ejercicio totalmente mercantilista (entendiendo el nuevo significado de la palabra), por el que cada joven escritor decide centrarse en su obra y captar seguidores como sea para, quizá y solo quizá, conseguir publicar algún día con un buen sello editorial. Hay otros autores que deciden hacer piña, por supuesto; pero lo único que buscan es acercarse a otro escritor más grande, con más seguidores, para poder vivir de él y de su fama.

Este no es el único motivo por el cual ya no existen las tertulias artísticas ni los grupos de escritores, claro está. También entra en el terreno de juego el hecho de que hoy en día existan mil corrientes literarias diferentes, desde las más cercanas al concepto de bestseller hasta la literatura mal llamada purista o clásica.

Los escritores y artistas en general ya no necesitan juntarse alrededor de un café caliente con dos dedos de absenta para charlar sobre cuestiones profundas y reflexivas y darse un poco de apoyo mutuo, alegrándose si uno de los del grupo consigue un contrato con un buen sello. Ahora prefieren conseguir seguidores. O dinero. O mucho dinero, eso también mola bastante. Aunque no hay que echarle toda la culpa al capitalismo: esto nos lo hemos buscado nosotros.

Israel Martín Caro Merino
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