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Cine y TV

Mutación, propaganda y paradigma de la cinematografía durante el Tercer Reich

Comienza la película y sobre un fondo negro aparecen, acompañadas de fuerte melodía de trompetas, las banderas ondeantes de las olimpiadas de 1936; de la frondosidad de un entorno natural emergen figuras de ágiles movimientos que nos recuerdan a los pastores de la bucólica Arcadia que, desnudos, fibrosos, de forma imponente y con una pincelada entre lo divino y lo devocional, con planos generales y medio-largos (con una tendencia muy semejante a la del plano americano), se suceden con cierto grado de inocencia y frecuentes vahídos. Apolíneos cuerpos que pretenden sustituir, en este espacio de momento indefinido e intemporal, al propio astro rey, reforzando la imagen sacra que pretende transmitirnos la película.

Estos pequeños detalles, que derivan ineludiblemente de la grandeza clásica, podrían parecernos accesorios si no somos conscientes de que estamos frente a la pieza cinematográfica Olympia de Leni Riefenstahl, cineasta encargada de las producciones propagandísticas para el Tercer Reich y cuya premisa era equiparar al régimen con los poderosos dioses helenos, aún a pesar de que los años del neoclasicismo quedaban ya muy atrás y la reminiscencia a la Grecia clásica era completamente obsoleta.

La película, que recogió los Juegos Olímpicos de 1936 (se trata de hecho del primer largometraje de los Juegos Olímpicos) celebrados en el Estadio Olímpico de Berlín en pleno auge del régimen totalitarista de Hitler, fue considerada como uno de los mejores filmes por Roman Gubern (especialista en cine) y por el periódico The Times, llegando a decir de ella que «se trata de un canto al cuerpo humano y a la belleza del esfuerzo» y «una película visualmente deslumbrante», lo que da cuenta de la capacidad de Riefenstahl para difuminar las pretensiones hegemónicas del nazismo tras cada fotograma.

Precisamente es, cuando analizamos esta película con detenimiento (más allá de la simple consideración documental), cuando somos conscientes de las pequeñas piezas que la convierten en un canto al totalitarismo hitleriano: por un lado, se nos muestra el estadio olímpico repleto de personas que se diluyen en una gran masa homóloga (una metáfora del sumiso régimen autocrático), casi como un engranaje vivo dispuesto a seguir las directrices de su líder sin miramientos; la presencia de este paladín vigilante, vestido con su uniforme militar, pero distendido en los comentarios que hace a sus subordinados, nos remite a la imagen de una inspección militar más que a unos juegos; la incesante admiración por los cuerpos perfectos nos brinda una clara comparativa entre los atletas y la raza aria, considerada por entonces como una especie superior.

Si reparamos en ello, nos podría resultar francamente lamentable que cuando Jesse Owens (atleta afroamericano) conquistó las medallas de oro en los 100 metros lisos, los 200 metros lisos, el salto de longitud y la carrera de relevos, recibiera silbidos y escuchara comentarios racistas en lugar de aplausos, que se filtran (deliberadamente, aunque en un volumen inferior) en la banda sonora del largometraje, realizada por Herbert Windt y Walter Gronostay. La inquina de personajes como Albert Speer, ministro de Armamento y Guerra del Tercer Reich, o el propio Führer, llegó al punto de denostar la proeza física del atleta y pretender su expulsión de la cinta en el proceso de postproducción con el siguiente subterfugio: «cualquiera que tuviese ancestros procedentes de la jungla era un salvaje; su constitución física era mucho más fuerte que la de los blancos y por ello deberían haber sido excluidos de los juegos». Por suerte para nosotros, cómodos espectadores de una realidad lejana, la intervención de Joseph Goebbels (ministro de Propaganda de la Alemania nacionalsocialista) evitó una retirada injusta.

Volviendo de nuevo a la grabación, encontramos una evidente división en dos partes: un primer bloque titulado Festival de las naciones, comienza con una imagen del Partenón de Grecia en una fascinante fusión entre la Edad clásica y la moderna, seguida por una serie de imitaciones simbólicas de gran belleza (tomadas de la Gliptoteca de Múnich), entre las que destacará sin duda la equiparación del Discóbolo de Mirón con el atleta del régimen Erwin Huber; el sfumato que envuelve esta secuencia será el resultado de un fuerte devaneo por mostrar la transición entre la antigüedad y el presente.

Este primer apartado concluye con la prueba de maratón, donde se asientan las bases de la filmación moderna empleando travellings, planos de las piernas, sombras sobre el asfalto… y una serie de técnicas revolucionarias de las que hablaremos un poco más adelante.

Su segunda sección, Festival de la belleza, se inicia con el descanso de los deportistas tras las pruebas físicas, en un locus amoenus caracterizado por el cielo lluvioso y las finas gotas que descienden por entre la delicada fronda de hojas. En estas tomas Riefenstahl se centrará, casi obsesivamente, en captar la relación del atleta con el entorno, realizando retratos de los deportistas entrenando, con el eje de atención puesto en sus fornidos cuerpos masculinos, casi recordándonos a las imágenes de los marineros de El acorazado Potemkin.

Tras este paréntesis la película retoma la filmación del resto de pruebas a través de las atrevidas novedades técnicas introducidas por la directora: vistas aéreas panorámicas tomadas desde un globo aerostático, un foso para hacer tomas en primer plano de los atletas, técnicos (como Hans Ertl) sumergidos con los nadadores para lograr tomas subacuáticas de mayor verismo… E incluso, en su búsqueda por un punto de vista personal, atletas compatriotas que disparan sus propias fotos o sostienen cestas con minicámaras mientras se ejercitan. Optó por los planos generales para las pruebas de atletismo a fin de establecer una relación directa entre los rostros en tensión de los espectadores y el esfuerzo de los atletas; por el plano contrapicado para los saltadores de pértiga (que fueron filmados durante las horas de vigilia); los planos extremos, los cortes abruptos continuados y las cámaras fijas, buscando captar cada ínfimo detalle de la competición; la necesidad de Leni por lograr las «tomas perfectas para un gobierno perfecto» llegó al punto de recrear el encendido de la llama olímpica (que le había resultado imposible de filmar por el centenar de coches que bloqueaban el acceso al altar), decantándose por un escenario en el Mar Báltico y un atleta alemán en el papel protagonista.

Conociendo todos estos detalles resulta (como poco) peculiar y poco creíble encontrarnos, tras leer las memorias de Riefenstahl, con un desazonado pretexto de exoneración cuando nos revela que su intención principal fue simplemente documentar el acontecimiento deportivo de una manera ecuánime, perfilado no obstante con sendas filtraciones alegóricas de los ideales hitlerianos que ya había empleado en su trilogía de Nuremberg (Der Sieg des Glaubens o Victoria de fe de 1933, Triumph des Willens o El triunfo de la voluntad de 1934 y Tag der Freiheit: Unsere Wehrmacht o Día de libertad: nuestras Fuerzas Armadas de 1935), una consideración que evidentemente resulta antagónica al término de objetividad.

Y es que, como decía Gadamer, «nunca podemos estar seguros de qué estamos viendo, ni en qué grado nos afectan nuestras experiencias y condiciones a la hora de plantear una acepción; es por ello que el significado de una obra remite siempre a algo que no nos es accesible a primera vista: las creencias más profundas de su autor, quiera este desdecirse de ellas con el tiempo o no».

Tamara Iglesias

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