Lo que sé de los vampiros (II): El vampiro aristocrático
Como ya dijimos en la primera entrega de esta serie vampírica de artículos, el siglo XVIII supone la aparición y convivencia de dos corrientes culturales que, antitéticas pero comunicantes, llevan a cabo la primera gran trasformación de la figura del vampiro. La Ilustración, con su afán positivista, aplicará su prisma racionalista al análisis del mito con la intención de desacreditarlo. Paradójicamente, conseguirá el efecto contrario: con su atención y praxis científica lo va a legitimar, sacándolo de las tinieblas del folclore y la superchería. El Romanticismo, por su parte, como movimiento de reacción al racionalismo ilustrado, encuentra en el vampiro una figura de extraordinaria fuerza poética. Así, entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del XIX, el Romanticismo oscuro y la literatura gótica sustraen el mito del folclore y lo redefinen, añadiéndole el influjo de un tercer vector esencial: el cristianismo.
Pese a que la figura del vampiro literario se gesta dentro de unas coordenadas adscribibles a la alta cultura, su éxito lo convierte enseguida en una referencia popular, mutándolo de nuevo y haciéndolo explorar diferentes caminos. Será un tema tan recurrente que, siguiendo la clasificación establecida por Christopher Frayling, podemos identificar al menos tres grandes figuras literarias decimonónicas nacidas bajo el influjo romántico, así como una cuarta que, ligeramente esbozada, será desarrollada con mayor profundidad en el siglo XX. Todo esto será rastreable especialmente en la poesía, en el teatro y en la prosa corta de la época, con especial atención también a representaciones populares victorianas como la literatura sensacionalista (penny dreadful) y la literatura de terror (ghost story), además de la primera literatura científica. Dentro de la amplia concepción clásica del vampiro del siglo XIX, veremos reflejado el inverso oscuro del racionalismo burgués y de su conservadurismo moral, así como una metáfora de los miedos y las pulsiones de su época.
Frayling define este vampiro clásico en base a cuatro tipos básicos que encontraremos en la literatura decimonónica y que luego se harán, por separado o fusionados, extrapolables a las diferentes manifestaciones de la cultura popular:
- El aristócrata decadente surgido a partir del Lord Ruthven de El vampiro de John Polidori (1819) y que englobaría sus múltiples derivaciones literarias (Nodier, Malcolm Rymer, Dumas…).
- La mujer fatal, inspirada en el mito grecolatino de la lamia y que entronca, a su vez, con modelos medievales como los del amor cortés. Este es, posiblemente, el motivo más célebre de la literatura vampírica del siglo XIX y lo encontramos en autores como Edgar Allan Poe, T.A. Hoffman, Charles Baudelaire o Sheridan Le Fanu.
- La fuerza invisible, precursora del vampiro psíquico que van a utilizar escritores como Fitz James O´Brien o Gay de Maupassant.
- El vampiro folclórico, criatura bestializada de especial predicamento entre autores de Europa del Este como Alexéi Tolstoi, Nicolái Gogol o Iván Turguenez.
En el presente artículo nos acercaremos a la primera de estas figuras, previo pequeño paseo bajo las sombras borrascosas del movimiento romántico.
Vampiros y Romanticismo
La figura del vampiro, criatura de la noche suspendida entre dos mundos, cautivará a los artistas, quienes lo rescatarán del folclore para transformarlo de forma definitiva a través de la ficción. Desde el pionero poema De Vampir de Heinrich August Ossenfelder (1748) hasta el referencial La novia de Corintio de Johann Wolgang von Goethe (1789), pasando por títulos imprescindibles como Christabel de Samuel Taylor Coleridge (1797) o The Giaour de Lord Byron (1813), vemos que el vampirismo es un tema recurrente y en desarrollo en la poesía europea desde mediados del siglo XVIII, aunque será en su tránsito a la prosa (narrativa corta y novela) cuando se constituya como movimiento propio, y, de paso, adquiera su verdadero carácter de mito extendiendo su influjo por toda la cultura popular del siglo XIX.
En el movimiento romántico, y más concretamente en su vertiente negra o gótica, el vampiro encontrará su hábitat para mutar y perpetuarse. Era consciente de ello Charles Nodier cuando en 1820 escribía que «el ideal del poeta romántico estriba en nuestro sufrimiento. (…) en la poesía, nosotros nos encontramos… entre los vampiros». Son los tiempos del conocido como romanticismo frenético en el que los poetas establecen una clara identificación con el dolor y el malditismo de la figura metafórica del chupasangres. Fascinados por lo oscuro, la noche y lo sobrenatural, deleitados por la belleza del horror y atraídos por los pasajes mentales hacia otros mundos, buscan en lo más sombrío de sí mismos. Así lo corrobora Silvia Volckmann cuando afirma que el «vampiro bebe de lo oscuro, de algo que está más allá de la opinión burguesa; su misión frente al orden social es la perturbación, la destrucción, la crítica y la rebelión. La sociedad le teme y lo alimenta. Es un parásito intruso que está solo, encadenado a una (misión) vital que no es la suya y que mantiene y legitima solo en la aniquilación del otro».
Sin embargo, el poeta romántico entenderá lo fantástico no solo como alegoría de un acontecimiento social, sino como vehículo para engrandecer la realidad. El Romanticismo, como respuesta al racionalismo ilustrado, revindicará lo pasional e intangible, lo fantástico y pesadillesco, y ennoblecerá las narraciones rurales de resucitados, embelleciéndolas con el atractivo y la elegancia retórica de su concepción vital de lo sublime.
Lord Ruthven y el vampiro aristocrático
El vampiro de John Polidori (1819) ostenta la condición de novela fundacional, siendo la primera historia que fusiona con éxito los diversos elementos del vampirismo en un género coherente. Para ello, se valdrá de la difusión de la prensa escrita y de un mercado editorial en expansión. En esta novela corta queda perfilada, en líneas generales, la imagen que Frayling establece como la primera categoría clásica decimonónica: el vampiro aristocrático que funcionará, de hecho, como «desencadenante de la fiebre del vampiro literario que se ha perpetuado hasta el presente» (Borrmann). Sin embargo, y pese a que su creador es Polidori, la paternidad debe ser compartida con Lord Byron, estandarte del Romanticismo inglés que, como veremos a continuación, contribuyó de forma directa e indirecta a su gestación. De hecho, este vampiro aristocrático será conocido también con el sugerente apelativo (común en los antihéroes románticos) de byroniano.
La anécdota del origen de El vampiro es bastante conocida, al estar ligada a un episodio que, cargado con la simbología del movimiento romántico, ha pasado a la historia de la literatura. Polidori, médico y sufrido secretario personal de Byron, se encontraba acompañando al célebre poeta en su viaje por Europa en 1816, el conocido como año sin verano (a causa de las graves anomalías climáticas en el hemisferio norte que había provocado un año antes la erupción de un volcán en la isla indonesa de Tambora). En su paso por Villa Diodati, a orillas del lago Lemán, en Suiza, la comitiva recibe la visita de otro de los grandes poetas ingleses de la época, Percy B. Shelley, que viene acompañado de su futura esposa, Mary Godwin Wollstonecraft, y de la medio hermana de esta (que, a su vez, era amante de Byron), Claire Clairmont. Fruto del aburrimiento, de la lectura de historias de fantasmas y de un alegre apego al láudano, una oscura y tormentosa noche de junio el lord inglés reta a sus acompañantes a escribir un cuento de miedo. Tanto Byron como Shelly apenas lograron un bosquejo, pero Mary y Polidori sembraron las semillas de lo que serían dos obras llamadas a convertirse en clásicos universales de la literatura de terror: Frankenstein (1818) y El vampiro.
No obstante, en dicha velada Byron dejó a medio terminar un relato que, a su vez, era una especie de continuación de su poema vampírico El Giaour: una historia de dos amigos que viajan a Turquía, donde pierde la vida uno de ellos y regresa (suponemos, puesto que el fragmento quedó sin terminar) como espectro condenado a alimentarse de la vida de los de su estirpe. Esta premisa sería recogida por Polidori en el tercero de los relatos que ideó en Villa Diodati y, dada la tirante relación con el poeta (en 1817 emprendieron caminos separados) otorgó al protagonista vampírico de su historia las cualidades de su antiguo jefe. El propio nombre del personaje, Lord Ruthven, era una declaración de intenciones, ya que aludía al nombre con el que Lady Caroline Lamb, despechada amante de Byron, había bautizado al trasunto indisimulado del poeta que protagonizase su novela Glenarvon (1816).
Así, el Lord Ruthven de Polidori es un libertino que alcanza la muerte en Grecia para reaparecer, tiempo después, en los salones londinenses, donde seducirá a la hermana de su amigo Aubrey. En él encontramos la personalidad criminal de un depredador sexual y un corruptor de la virtud y lo virginal, ataviado de los rasgos físicos del que desde entonces reconocemos como el vampiro gentleman o donjuanesco: un ser de ojos inertes, tez pálidamente mortal y rasgos fuertes. Un individuo que menosprecia a las mujeres y que, con su mirada hipnótica y su voz seductora, acaba subyugándolas. Un caballero aristócrata, rico, solitario y perversamente generoso, dado que utiliza su fortuna para incentivar la decadencia de aquellos tentados por el vicio. En definitiva, Lord Ruthven, como Byron, representa la fusión oscura de «la leyenda del Don Juan con la imagen del poeta de palidez cadavérica, siempre vestido de negro, que tenía hábitos nocturnos y repulsión a la carne» (Castelló e Ibarlucía).
Escrita por petición de la condesa de Breuss, Polidori le envió El vampiro a esta y no tuvo más noticias hasta dos años y medio después, cuando fue publicada de forma anónima el 1 de abril de 1819 en el New Monthy Magzine de Londres. El astuto editor, Henry Colburn, la publicó rebautizada con el subtítulo de Un cuento del muy honorable Lord Byron, jugando con que los rasgos típicamente byronianos de Lord Ruthven asociasen la autoría de la obra al poeta. La estrategia fue un éxito y favoreció la popularidad de un cuento que, además, en diversas reimpresiones fue acompañado de prefacios acerca de Byron y el retiro de Villa Diodati. Alabada la obra como la mayor muestra del genio de su autor por nombres como Goethe, para cuando Polidori y el propio Byron consiguieron aclarar el asunto ya había conquistado la fama internacional: traducida a diferentes lenguas (francés, alemán, italiano…), fue plagiada repetidas veces (entre sus más célebres continuaciones apócrifas destacarían las de autores como Charles Nadier o Alejandro Dumas) y fue tomada de modelo teatral para melodramas, comedias, ballets y óperas que visitaron las tablas incluso de Nueva York. Fryling habla de una fórmula Ruthven, género literario propio con reglas bien definidas y una serie de motivos argumentales que se irían adaptando al gusto popular entre 1820 y 1850. Porque, con ligeros cambios, la historia seguiría siendo más o menos la misma.
El vampiro aristocrático en la literatura popular
Así pues, puede considerarse el éxito de El vampiro de Polidori como la primera fórmula literaria en la historia que se originó en la alta cultura y, eventualmente, pasaría a abastecer la literatura barata de la clase obrera. Lo hará, de hecho, en los conocidos como terrores a penique, los penny dreadfus (también llamados penny bloods o penny horribles), seriales baratos de calidad literaria pírrica e ilustrados truculentamente, que desde los comienzos de la era victoriana harían las delicias de una clase trabajadora cada vez más alfabetizada y ávida de morbo y entretenimiento; folletines sensacionalistas sobre historias violentas, pasionales y/o fantásticas, que servían de alternativa popular a las revistas respetables de la época y que acogerían y exprimirían con entusiasmo los tópicos de la novela gótica. Un verdadero fenómeno de masas (y, por tanto, de hacer dinero) en donde el vampiro aterrizaría de forma temprana.
El primer folletín de vampiros de la historia se publicó en 1824: El esqueleto del conde, o la amante vampiro de Elisabeth Grey; pero el más popular fue Varney el vampiro o el festín de la sangre, al que Javier Arrieres considera «una de las obras peor escritas de la historia de la literatura vampírica», y que supone una revisión, en clave folletinesca, del Lord Ruthven de Polidori.
Comenzado a publicarse en 1847, se atribuye frecuentemente la autoría de Varney a dos escribas indescifrables entre sí, James Malcolm Rymer y Thomas Peckett; aunque posiblemente, y como señalan Castelló e Ibarlucía, sea obra del primero bajo la batuta de Edward Lloyd, joven editor que dirigía en Londres una auténtica máquina de hacer folletines conocida como la Escuela de Salisbury Square. El éxito de esta narración fue tal que se extendería con 109 entregas semanales durante dos años a razón de 868 páginas impresas a dos columnas y 220 capítulos, siendo profusa y sugerentemente ilustrada en offset. De hecho, ya en 1848 fue llevada al teatro y un año más tarde sería publicada como libro.
Varney es un culebrón vertiginoso en el que acción, horror, violencia y sexo se abrazan para regocijo de las clases populares. Ambientada en el siglo XVIII, cuenta las peripecias de Sir Francis Varney, antiguo doble agente de Cromwell que, en su vida vampírica, se dedica a saciar su sed de sangre de forma cruel, lasciva y degenerada, mostrando una especial obsesión por la familia Bannerworth y, concretamente, por su hija más joven, Flora. El tratamiento de la historia es tan superficial como trepidante debía ser su lectura, que fue descrita por Leonard Wolf como «uno de los libros más maravillosos del mundo peor escritos». Varney es una reencarnación de Lord Ruthven llevada al paroxismo más morboso, de ahí que Erwin Jänsch lo calificase de «vampiro para el proletariado», lo que va en consonancia con la aseveración de Groom de considerarlo «un ejemplo temprano del vampirismo popular, (..) cuna del culto al vampiro en la literatura popular, la televisión y el cine, hoy predominante». Sin embargo, y pese a partir de Polidori, la necesidad de alargar el serial acabará haciendo que Varney, presa de la maldición de la inmortalidad, represente diferentes roles hasta un final en el que, cansado de vivir y de su condena, se arroja al fuego del Vesuvio. Sea como fuera, la influencia de Varney será tan grande que parte de los elementos que popularizó estarán, inevitablemente, presentes en el posterior Drácula de Bram Stoker.
Podemos concluir este repaso al vampiro decimonónico aristocrático señalando que, pese a la sofisticación respecto al sustrato bestializado del folclore, este no deja de ser fácilmente identificable con el arquetipo junguiano de La Sombra; como esa proyección de nuestro yo más privado que queremos mantener oculto pero que, secretamente, anhelamos. Y todo ello sin dejar de lado el miedo primario que suscitan los monstruos. El vampiro byroniano es un ser que trasciende la muerte a costa de practicar el mal y que lo hace sin remordimientos; y con la misma despreocupación se deja llevar por sus instintos más bajos. En ese libertinaje moral, de hecho, es fácil que tanto el pacato lector burgués como el desdichado proletario pudiesen ver reflejados sus propios deseos. Además, la condición nobiliaria del estereotipo soporta una doble lectura de clase: como crítica a la impunidad social con la que actúan los privilegiados y como meta aspiracional de las clases populares.
Bibliografía:
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- Campbell, J. [Joseph]. Moyers, B. [Bill]. (1991). El poder del mito. Emecé Editores.
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- Groom, N. [Nick]. (2020) El vampiro. Una nueva historia. Despertaferro ediciones.
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- Jung, C. G. [Carl Gustav] (1979). Arquetipos e inconsciente colectivo. Paidós.
- Jung, C. G. [Carl Gustav] (1988). Lo inconsciente. Losada.
- Ospina, W. [William]. (2015). El año del verano que nunca llegó. Literatura Random House.
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