1990 – Un punto azul
A más de quince mil millones de kilómetros de distancia (quince millones de veces mil kilómetros, vertiginosos cuando uno se imagina multiplicados por quince millones aquellos viajes de diez horas entre Gijón y Benidorm apretujado entre sus hermanos en la parte de atrás de un viejo Renault 5 de maletero rebosante), la sonda Voyager 2 continúa, sin prisa pero sin pausa, flotando lánguida y solemne contra un fondo negro cuajado de estrellas, un solitario viaje sin rumbo ni final hacia las profundidades abisales del universo conocido. Chapotea ya en la heliofunda, la cáscara de gas cuatro veces más ancha que la órbita de Neptuno que es la frontera última de nuestro sistema solar, y que Ed Stone, científico del proyecto Voyager, compara con el flujo del agua de un grifo en el interior de un fregadero. «El punto donde el flujo de agua impacta contra el fondo (explica Stone), eso es el Sol. Desde allí, el agua fluye hacia el exterior formando una fina y perfectamente radial extensión de agua: eso es el viento solar. A medida que la capa de agua (o el viento solar) se expande, se hace más y más delgada, y ya no puede presionar con la misma energía. De repente, se forma un flojo anillo turbulento. Ese anillo es la heliofunda».
Ahí, en ese Benidorm galáctico que la luz emitida desde la Tierra tarda unas veinte horas en alcanzar, bracean los dos Voyager, monitorizados por la decena de investigadores de la NASA que aún se ocupa de escuchar sus cada vez más débiles emisiones. Para 2020, calculan, las Voyager habrán enmudecido definitivamente, pero seguirán viajando, mecidas como veleros abandonados por ignotas galernas interestelares.
En el interior de las dos sondas fueron colocados dos discos gramófonos de oro, con grabaciones de sonidos e imágenes de la Tierra seleccionadas por un comité de expertos dirigido por el popular cosmólogo y divulgador Carl Sagan.
La música de las esferas de Kepler, La consagración de la primavera de Stravinsky, la quinta sinfonía de Beethoven, El cóndor pasa, el Johnny B. Goode de Chuck Berry, una selección de percusión senegalesa, una canción de iniciación para las niñas pigmeas, varios cantos tribales polinesios, la sirena de un barco, el rugido de un tractor, los balidos de un rebaño de ovejas, el aullido de un lobo, la risa humana y un mensaje en código Morse fueron considerados adecuadamente representativos de la riqueza sonora de nuestro planeta e incluidos en los discos. Respecto a las imágenes, fueron elegidas ciento dieciséis, entre ellas la de una abarrotada calle paquistaní, la de la construcción de una casa amish, la de una vendimia francesa, la de un ciclista soviético, la de Jane Goodall y sus chimpancés, un mapa anatómico de los órganos sexuales humanos y una hermosa estampa de un río de Wyoming corriendo entre bosques de pinos ante una fila de cumbres nevadas recortadas contra un cielo cuajado de nubes de tormenta. Jimmy Carter y Kurt Waldheim, presidente de los Estados Unidos y secretario general de la ONU en aquel momento respectivamente, grabaron sendos discursos dirigidos a las hipotéticas sociedades extraterrestres que podrían encontrar el mensaje. El de Carter dice: «Éste es un regalo de un pequeño y distante mundo, una muestra de nuestros sonidos, de nuestra ciencia, de nuestras imágenes, de nuestra música, de nuestros pensamientos y de nuestros sentimientos. Esperamos que algún día, después de haber resuelto los problemas que enfrentamos, podamos unirnos a una comunidad de civilizaciones galácticas». El de Waldheim es una declaración de paz que algunos denunciaron como siniestramente incoherente con el pasado nazi del speaker.
Los buenos días en más de cincuenta idiomas vivos y muertos (de la a de acadio a la uve doble de wu) y una declaración en esperanto de la voluntad de vivir en armonía con todos los pueblos del cosmos redondearon lo deliciosamente absurdo de la selección. Here Comes the Sun, de Los Beatles, no fue añadida a ella porque, aunque los componentes del ya exquinteto se mostraron entusiasmados con la idea, la discográfica EMI se opuso. Parece que los derechos de autor sobrevivirán a la humanidad.
Veintitrés años y nueve mil millones de kilómetros después, detenido en la primera de las tres o cuatro aduanas astronómicas que marcan la frontera entre los dominios del Sol y los del resto del universo, el Voyager se detuvo y se dio la vuelta, como un Orfeo de hojalata, para fotografíar un amplio sector del cosmos en el centro del cual titilaba tímidamente una minúscula luciérnaga azul, de 0,12 píxeles de diámetro. La imagen fue tomada con el filtro más oscuro y la exposición más corta posible (unos cinco milisegundos) a fin de que la luz solar, poderosa aun a tales distancias, no la velase. En aquel mismo momento, en el velódromo de Horta, en Barcelona (España), la quinientosbillonésima parte de dicho punto azul (la quinientosbillonésima parte de la décima parte de un píxel) deleitaba a los asistentes a su concierto arrancando un famosísimo guitarreo antes de comenzar a cantar que en lo más profundo de Luisiana había una cabaña hecha de tierra y de madera en la que vivía un chico de pueblo que nunca en su vida aprendió a leer ni a escribir, pero que podía tocar la guitarra como quien repica una campana.
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