A propósito de la violencia: «La naranja mecánica»
Si el cine tiene algún tipo de responsabilidad moral, podríamos decir que La naranja mecánica (1971), distópica pesadilla ultramoderna cortesía de la mente Stanley Kubrick y Anthony Burguess, ha cumplido el objetivo: a medio siglo de su estreno en cines, el film mantiene su presencia como catalizador de disputas morales, dilemas éticos, cuestiones políticas y demás discusión sobre lo perverso y lo violento. Casi siempre inquietante y suficientemente infame, la película, para bien o para mal, parece dispuesta al escándalo, necesitada de controversia. Es así que, de forma curiosa, a través de lo explícito y lo censurable ha conseguido ser objeto de discusión moral por sí misma, más allá de los conceptos que plantea. ¿Qué hacer con un film que, si bien no celebra la ultraviolencia, tampoco parece reprocharla? ¿Cómo lidiar con los crímenes que surgieron supuestamente inspirados por ella? ¿Hasta qué punto es responsabilidad de quien crea y no de quien reproduce?
Para analizar La naranja mecánica es necesario un estándar de juicio diferente. No es una película cualquiera, en la medida en que su efecto en la cultura popular no decae con el tiempo, y, por tanto, su supuesta responsabilidad moral tampoco. El hecho de que priorice escenas de violencia y sexualidad sin tapujos también parece forzarle una carga adicional, una justificación mayor de por qué usarla en la pantalla, más con lo sensible de su temática. Parece, entonces, que todavía existen razones para volverse a ella y forzar algunas ideas, pequeños fragmentos que, quizás provocadores como el propio film, surgen espontáneamente con cada nuevo visionado y cada nueva polémica.
Hablemos de la dialéctica de violencia/belleza. Alex habla de la ultraviolencia como un arte, como acción comparable a la música de Beethoven. Está dentro de un paradigma moral, retorcido, pero suyo. No es violencia por violencia, sino ultraviolencia con propósito. El júbilo al escuchar la Novena sinfonía se equipara al placer de generar caos. Por supuesto, Alex deshumaniza y se distancia de las víctimas. Ha suprimido al sujeto, le ha quitado valor y espíritu, y así, le sustrae toda dignidad. La cinta replica lo mismo: filma la violencia con planos cuidadosamente retocados por Kubrick, tomas impresionantes y música clásica de fondo. No es que celebre la violencia, pero, al adentrarse en Alex, ve los actos como él.
Hablemos de moral. Existe una discusión sobre el libre albedrío y responsabilidad que, más allá de diálogos religiosos, se mantiene con la audiencia. Al parecer, decidir determina la condición de ser humano, o ser humano digno. Parece una máxima que sobrepasa el bien moral y colectivo. Decidir y fallar es mejor que acertar obligado. La discusión de la película, más allá del sermón sacerdotal, viene bien, porque permite comprender mejor a Alex como parte de un sistema en caída, donde la gente ya no decide nada.
El tratamiento Ludovico te despoja de tu capacidad de decidir y de tus preferencias, parte esencial de tu personalidad. Te despoja de ti mismo. Notemos que Kubrick hace bastantes esfuerzos en explorar la relación personal entre Alex y sus preferencias morales, incluida la violencia y la sexualidad. En la primera parte del film queda claro que ese es el modus vivendi de Alex. La violencia le da sentido a su vida; las conquistas sexuales y las golpizas son un acto creativo que le consagra. Alex construye su personalidad a partir de la dominación, tanto con sus drugos como con el resto. Ha construido un microcosmos de poder, un lenguaje argot y excluyente, una serie de escenarios y espacios donde tiene control absoluto. Por supuesto, nada de esto es moralmente deseable. Hay quienes dirían que, por lo aborrecible de sus acciones, es legítimo despojar a Alex de todo tipo de decisión moral y apego a lo perverso. Se consideraría justificable, en ese caso, acabar con su yo original. Lo que no podría hacer es negar que eso es exactamente lo que se le está haciendo.
Pensemos en implicaciones prácticas del tratamiento Ludovico. No puedes defenderte. No puedes negarte en caso alguien quiera abusar de ti y de tu consciencia. El tratamiento Ludovico presupone que habrá quienes no lo necesiten, lo que supone una diferencia y, más que diferencia, asimetría. Esa parece ser la consecuencia más obvia. Hay una incluso peor y que tiene que ver con cierto estado disonante en la persona. No te encuentras en el mundo, porque parte de ti ya no existe. Alex sigue siendo un patán, un sujeto manipulador y un tipo rebelde, pero esas emociones residen en una especie de letargo total, ahora inhibidas. Las actitudes y emociones no han cambiado y no cambiarán a pesar de la intervención médica. En ese estado liminal, Alex se encuentra sin mucha ayuda, imposibilitado de hallarse a sí mismo y verse como un sujeto coherente. A través de esta disonancia cognitiva, bastante dolorosa e incómoda, Kubrick muestra los daños de la alteración, incluso aunque esta sea bienintencionada.
No nos parece sorpresivo, ni siquiera irónico, que los drugos, luego de años en la calle, se vuelvan policías. La violencia se institucionaliza y se canaliza a través de medios oficiales, sobre todo, en una sociedad totalizante y jerarquizada. Tiene sentido que un gobierno que violenta la consciencia individual de sus ciudadanos también replique la misma férrea disuasión a través del órgano policial. Las referencias aquí son evidentes. La distopia futurista termina siendo, por más que no lo queramos, un día más en la oficina.
En el film, vemos que la compasión tiene límites. Pensemos en el escritor, viudo por culpa de Alex, quien, tras socorrerlo, descubre que este fue su victimario y que está indefenso. Incluso cuando el compromiso ideológico del escritor le fuerza a ayudar a un desamparado Alex, el trauma persiste. Incluso cuando Alex ya no es el mismo, despojado de toda violencia, sigue siendo el mismo en la consciencia de otros. Otro daño del tratamiento Ludovico: las víctimas siguen recordándolo todo y el victimario no puede resarcirse.
Hablemos del pesimismo de Kubrick. Por algo habrá decidido eliminar el último capítulo de la novela de Burgess, en el que Alex, luego de años, es un sujeto civilizado. Quizás tiene que ver con el mensaje que Kubrick le da a la audiencia: no es que no haya remedio, sino que el cine no puede darlo. Stanley Kubrick expone, no moraliza. De alguna manera, el final de Burgess parece más cercano a la moral católica, en el que un Alex libre, decide alejarse del mal y buscar la redención, siendo perdonado el daño moral: no se sabe si es mejor o no. Lo sabemos es que, en la cinta, la libertad, por más horrenda que sea, prevalece.
¿Qué posición toma La naranja mecánica con respecto a lo que filma? Quizás no quiere ninguna: Kubrick es un observador y un provocador, no tanto un moralista (como otras obras suyas). Aquí, por lo sensible del tema, quizás reconoce su limitación y prefiere responsabilizar significativamente a la audiencia.
Alejémonos del concepto y pensemos en el lenguaje visual, una suerte de estética neo pop barroco. Las imágenes de pesadilla con las que se abre la película, triunfantes, como las de un imperio en decadencia. Los trucos de la cámara, sello de Kubrick, que filman la violencia de forma sorprendentemente armónica, para luego hacer que la audiencia, como Alex, caiga en un frenesí de ansiedad y tensión. La selección musical, barroca y romántica que, en conjugación con la imagen, nos acerca a un mundo totalmente nuevo, perversamente bello.
Al parecer, Kubrick hizo una película que, como experiencia sensitiva, también se aleja de la norma. Una película que funciona como un sueño largo y pesado: es soporífera, parsimoniosa; las escenas se alargan, la narración es suave y se toma el tiempo que quiere; el montaje deja que las secuencias reposen y se extiendan hasta lo poco razonable. En esta especie de pesadilla moderna tenemos que aprender a resistir a todo tipo de nihilismo, incluyendo el visual, el desinterés del realizador por la paciencia de la audiencia. Nos mantenemos en el mismo trance de Alex, con lo bueno y malo que eso implica. De esa forma, quizás sin quererlo, La naranja mecánica termina funcionando como una suerte de meta-parábola, imperfecta y cruda, pero siempre necesaria, como las preguntas y conceptos que violentamente inserta en la mente de su público.
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