The King of Kong: la lucha por el trono de Rey de los monos
Estamos acostumbrados a que los estadounidenses conviertan todo tipo de prácticas extrañas en «apasionantes» competiciones que han alcanzado altas cotas de popularidad en Norteamérica e incluso, en algunos casos, han sido exportadas hacia Europa; sin embargo, ni los espectáculos protagonizados por coches del tamaño de un elefante, ni los asiáticos americanos que engullen perritos calientes como si fueran una boa son suficiente preparación para uno de los capítulos más hilarantes de la pulsión competitiva norteamericana: The King of Kong, un aclamado documental rodado en 2006 con un exiguo presupuesto, relata con extraordinario dinamismo la rivalidad de dos titanes de los videojuegos y su lucha contra una de las máquinas recreativas más difíciles de todos los tiempos: Donkey Kong.
Las grandes rivalidades son el motor de todas las competiciones pero, para que surjan, antes tienen que existir un trofeo por el que luchar y un terreno de juego en el que enfrentarse. Por eso, para que dos estadounidenses compitan encarnizadamente por el trono de Rey de los videojuegos antes tiene que existir un loco primigenio que lo construya. Ese personaje necesario surgió en California (cómo no) al principio de la década de los ochenta: durante el caluroso verano del 81, Walter Day impulsó la creación de Twin Galaxies, una organización que pretendía convertirse en una suerte de federación nacional de jugadores de recreativas. Como otros pioneros de la costa oeste, Day se vio pronto superado por su propio éxito y tomó la decisión de delegar en algunos colaboradores buena parte de las tareas organizativas, apostando al mismo tiempo por familiarizarse con uno de los componentes básicos de las competiciones deportivas norteamericanas: las estadísticas. En su meritoria búsqueda de elementos reconocibles para su público, se proclamó Juez supremo de las puntuaciones y completó su recién adquirida dignidad apropiándose del patrón blanquinegro que los colegiados de todas las disciplinas lucen por aquellos lares. En la tierra de las oportunidades, donde todos los hombres son iguales ante la ley, los epítetos rimbombantes y los trajes raros siempre han tenido mucho éxito.
Un año y medio más tarde, este Abraham Lincoln de las recreativas conseguía que el alcalde de Ottumwa (Iowa) cortase el tráfico de la calle principal del pueblo para que la revista Life, ni más ni menos, pudiese fotografiar a los mejores videojugadores de Norteamérica en su primer encuentro «internacional». Así lo llamaron aunque fueran todos sobrinos del tío Sam. La organización de Walter Day salió muy reforzada de aquel evento: allí encontró patrocinadores y difusión pero, sobre todo, encontró seguidores. Muchos de aquellos chicos quedaron ligados para siempre a Twin Galaxies, un organismo que desde entonces amplió su plantilla con árbitros y técnicos de confianza que vieron en Day una figura que podía ayudarlos a ganarse la vida jugando a recreativas. Un sueño hecho realidad.
Sin embargo, Twin Galaxies se veía seriamente limitada por la naturaleza de su propio producto: los videojuegos clásicos solo atraían la atención de una parte muy concreta de los consumidores y Walter Day temía que su sueño se apagase lenta e irremediablemente. Fue por ese motivo por el que decidió unir el destino de su querida institución al de una peculiar personalidad que se cruzó en su camino: desde entonces, del mismo modo que años más tarde la NBA vendió Michael Jordan y no simplemente baloncesto, Twin Galaxies sentó en su recién construido trono a Billy Mitchel y empezó a vendérselo a todo aquel que quisiera probarlo.
Un rostro reconocible
Billy Mitchel era, esencialmente, uno de esos americanos sonrientes a los que todo les sale bien y que, además de dirigir su propia empresa, tenía la capacidad de convertirse en una leyenda viva de los videojuegos. Mitchel fue uno de los dieciséis campeonísimos que Twin Galaxies presentó al mundo en su primer encuentro de Ottumwa en 1982. Llegó a la cita en posesión del récord mundial de Centipede y, también, con la segunda mejor puntuación de todos los tiempos en la más temible de las recreativas: Donkey Kong. Sin embargo, la paliza que Billy Mitchel propinó en vivo y en directo al supuesto campeón de la categoría fue de tal calibre que este se vio obligado a reconocer que se había inventado su puntuación para ser invitado al evento. En aquel mismo momento Mitchel se ganó la fama de competidor despiadado y literalmente invencible. El personaje quedaba así completo.
Walter Day se arrojó en brazos de ese chico de 17 años que llenaba sobradamente el espacio que el imaginario popular reserva para esos personajes odiosos a los que, en el fondo, algunos quieren parecerse. Con su aspecto de supervillano de cómic y una personalidad dominante en el problemático panorama social de los profesionales de los videojuegos clásicos, Mitchel fue apropiándose de Twin Galaxies a lo largo de la década de los ochenta. En esa época dorada, consiguió puntuaciones a las que nadie conseguía siquiera acercarse en títulos tan míticos como Burger Time, Donkey Kong y Donkey Kong Jr. Para la historia quedará, quizá por encima del resto de sus logros, «la Partida Perfecta» a una de las recreativas más populares de todos los tiempos, Pac-Man, en la que consiguió superar todos los niveles sin perder una sola vida. Paralelamente, Billy se había hecho cargo con éxito del negocio familiar, el Rickey’s World Famous Restaurant, aprovechando su fama para crear una marca que comercializaba salchichas y salsas para pollo. Llevaba corbatas plagadas de barras y estrellas y grababa sus brutales puntuaciones con las iniciales U.S.A. para que los canadienses recordaran quién mandaba en Norteamérica: bastaba mirarle para darse cuenta de que Billy Mitchel estaba encantado con su patriótico papel. Era el Capitán América de los nerds.
La simbiosis entre el producto y la estrella permitió a Walter Day comprarse un autobús, llenarlo de máquinas recreativas y dedicarse a recorrer Estados Unidos con el autoproclamado U.S. National Videogame Team. Si se les hace difícil imaginar a un grupo de adolescentes inadaptados recorriendo un subcontinente en un autocar lleno de videojuegos, no se preocupen. Rápidamente cambiaron la carretera por el avión, saltaron el charco y defendieron su cetro contra las selecciones de Inglaterra y Japón. Unos meses después el grupo, que ya se había establecido definitivamente en Ottumwa, lugar de residencia de Walter Day, recibió el espaldarazo definitivo cuando sus puntuaciones fueron reconocidas por El Libro de los Récords Guiness. El imperio de Twin Galaxies estaba en su apogeo y, lejos de su protección, no quedaba espacio para el resto de los jugadores.
La versión de la resistencia
De la hegemonía suelen surgir las malas maneras y las recreativas clásicas no han sido una excepción: durante la década de los noventa el clan formado por los miembros de Twin Galaxies comenzó a comprobar con excesivo celo cualquier puntuación que no se produjera en sus instalaciones. Los árbitros de la organización pasaban horas y horas tratando de buscar argumentos que descalificaran las partidas ajenas e, incluso, Billy Mitchel comenzó a declinar los duelos que le proponían porque, tras una década sin que nadie se acercase a sus marcas, no encontraba en ellos ningún tipo de motivación.
Sin embargo, eran las propias defensas creadas por los dueños del negocio las que impedían que alguien tuviese alguna posibilidad de alterar el orden establecido. Así seguían las cosas cuando, ya en 2005, un tal Steve Wiebe envió a Walter Day un vídeo en el que el mítico récord de Donkey Kong era pulverizado. Billy Mitchel, el mito de los videojuegos, reaccionó con suspicacia y envió a casa de aquel desconocido jugador a dos miembros de su organización que, ni cortos ni perezosos, irrumpieron en el garaje de la familia Wiebe y abrieron su máquina recreativa para llevarse la placa base y analizarla concienzudamente. Pocas semanas más tarde Twin Galaxies anunciaba que existían dudas con respecto a la veracidad de esa mágica partida y emplazaba al aspirante de Seattle a superar el récord en sus instalaciones de Funspot. Con la polémica volvió por fin la rivalidad y, con ella, una nueva época dorada de la obra de Walter Day: el allanamiento de la casa de Steve Wiebe precipitó que, finalmente, esta historia loca que llevaba gestándose veinte años llamase la atención de alguien que tenía a mano una videocámara.
De este modo, a partir de 2006 el aspirante convierte su espartano régimen de entrenamiento en un reality diferido. Allá donde va, viaja con él un equipo dirigido por Seth Gordon, que decide imprimir al material un estilo documental con la intención de acercar al espectador una historia del bien contra el mal que transcurre entre recreativas. Porque ese es, en realidad, el sencillo pero efectivo enfoque con el que el director de Illinois se aproxima a unos hechos y unos personajes que generan un cauce inagotable de anécdotas que, simplemente, necesitaban ser ordenadas.
Para conseguirlo, Gordon toma algunas decisiones polémicas. La más importante de todas fue recrear todo lo que había sucedido antes de su aparición en la vida diaria de Steve Wiebe. The King of Kong juguetea con la pretensión de haber sido testigo del momento culminante en el que un par de árbitros pertenecientes a una organización despótica irrumpe, por orden del malvado Billy Mitchel, en el garaje de la entrañable familia Wiebe. Pero lo cierto es que la cinta comenzó a grabarse, en realidad, casi un año después de estos hechos. Si la intención hubiese sido elaborar un documental sobre el bizarro ecosistema de los protagonistas, desde luego debería haberse ahorrado estas escenas; sin embargo, ese no era en absoluto el objetivo. Seth Gordon pretendía lograr lo mismo que había conseguido Walter Day en 1981 al crear Twin Galaxies: su trozo del pastel infinito que continuamente se hornea en los Estados Unidos. Y, para conseguirlo, es difícil pensar en algo más eficiente que regalar a los consumidores la enésima versión del viejo sueño americano, esta vez aderezado con una guarnición de surrealismo. Eso es, al menos, lo que uno tiene la sensación de estar viendo cuando, con la boca abierta, asiste a un resumen de noventa minutos de la titánica lucha del pequeño Steve Wiebe contra Billy Mitchel y los elementos. La clave de la diversión que proporciona The King of Kong es que, en esta ocasión, los competidores que quieren llegar a lo más alto son personajes reales que viven en un mundo regido por unas reglas que no pueden dejar de sorprender a quienes no pertenezcan al mismo.
Los yankees están locos
Es un lugar común observar este tipo de manifestaciones culturales estadounidenses y afirmar que algo no va bien por allí. Esta simplificación, que es injusta con ellos, lo es incluso más con nuestra propia sociedad, privada de reflexiones serias en torno a estos fenómenos.
La web estadounidense cracked, especializada en diseccionar cualquier éxito audiovisual con un estilo fresco y socarrón, expuso de forma escueta pero insuperable la principal virtud de The King of Kong: «Si Hitler jugara contra Billy Mitchel, probablemente irías con Hitler». El mérito de que cualquier espectador pueda implicarse en la historia aunque no le interesen en absoluto los videojuegos corresponde a Seth Gordon, un director que se formó en el mismo colegio privado al que acudió durante su infancia Bill Gates y que después estudió arquitectura en la Universidad de Yale. Allí, según él mismo ha confesado, entabló amistades muy importantes para su posterior carrera gracias a pertenecer a la exclusiva hermandad de la Wolf´s Head Society.
Estados Unidos es, desde luego, un grupo de chiflados que compiten a extrañeza y luchan por alcanzar la cima de su propio mundo jugando a videojuegos clásicos; es también un estudiante de arquitectura de una de las universidades más exclusivas del planeta que, teniendo dinero para ser astronauta, decide hacer un documental sobre ellos; y es, sobre todo, The King of Kong, el punto de encuentro que surge entre componentes tan dispares de su sociedad y que acaba metiendo muchos dólares y aún más fama en sus bolsillos.
El resultado de semejante síntesis también es Estados Unidos: actualmente, Billy Mitchel prosigue con su carrera como celebrity: da entrevistas, bate récords y firma autógrafos; Seth Gordon recogió unos cuantos premios con su documental y, desde entonces, ha triunfado en el mundo de la televisión dirigiendo algunos episodios de series tan populares como The Office o Modern Family; pero quizá quien más encarne ese carácter americano que tan extraño nos resulta en ocasiones es el loco pionero, Walter Day. La fama que The King of Kong le dio a su organización y a sí mismo hizo que Twin Galaxies se implantase definitivamente como la referencia absoluta a nivel mundial de la competición de videojuegos clásicos. A pesar de ello, como un verdadero pionero no disfruta de llegar a la cima, sino del sencillo y eterno acto de escalar, Day abandonó su obra en el año 2010 para lanzarse a una más que previsiblemente penosa carrera musical. Se despidió a través de un vídeo bastante cutre en el que declaraba sentir que había llegado el momento de perseguir un nuevo sueño.
No debemos simplificar: Walter Day estará más o menos loco pero incluso él sabía, en el fondo de su ser, que se había propuesto algo verdaderamente imposible de conseguir. Simplemente decidió no dar demasiada importancia al hecho de que solo le dejaran tocar en convenciones de recreativas. Y tratar de doblegar la realidad negándola obstinadamente, e incluso conseguirlo, también es Estados Unidos.
Nota: Una versión previa de este mismo artículo fue publicada en Neville Magazine Digital. Para visitarla, pulsa aquí.
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Y finalmente, el villano efectivamente lo era: Billy Mitchell ha sido oficialmente desposeído de sus tres marcas superiores a un millón de puntos en el Donkey Kong por usar una emulación modificada en sus partidas, pasando a ser su antagonista, Steve Wiebe, el primer hombre en conseguir la hazaña. https://www.geeksaresexy.net/2018/04/13/billy-mitchell-king-of-kong-dethroned-for-good/