‘OOParts’: viaje a lo desconocido
Todos aquellos a los que nos gusta la historia hemos fantaseado alguna vez con experimentar las apasionantes aventuras arqueológicas de Indiana Jones (o al menos con ligarnos a una tía maciza como Lara Croft). Hemos soñado con descubrir una misteriosa y antigua pieza sobre la que pesa una maldición, robarla de un altar custodiado por peligrosas amenazas y pirarnos de ahí cagando leches perseguidos por una bola de piedra gigante a lo Humor amarillo, rumbo al descubrimiento del arcano que pueda destapar una verdad trascendental para la humanidad.
Lamentablemente, la realidad dista mucho de una película de Steven Spielberg. La arqueología, al menos para el que suscribe, es una de las disciplinas de la historia más aburridas que existen: lo más parecido a una peligrosa aventura que te espera en un yacimiento es el riesgo de clavarte la hebra de un cepillo en el ojo cuando empiezas a cabecear de puro sopor. Digamos que el estudio arqueológico, más que excitantes aventuras de película, lo que proporciona a sus sufridos entusiastas es pequeños (aunque sin duda invaluables) momentos de excitación intelectual.
Sin embargo, de vez en cuando sí que se desentierran objetos verdaderamente fascinantes que nos hacen experimentar emociones mucho más reales que las vividas por Indy. Y no me refiero solamente a aquellos descubrimientos que ayudan a poner un ladrillo más en nuestro edificio de conocimiento en permanente construcción, si no a aquellos otros que hacen tambalearse los cimientos del mismo; esos descubrimientos que retan a la ciencia y nos obligan a poner todo nuestro saber en tela de juicio. Hablo concretamente de los OOParts (out of place artifacts), los «artefactos fuera de lugar».
Los OOParts están ahí fuera
Se conoce como OOParts a los artefactos de interés histórico, arqueológico o paleontológico que se encuentran en un contexto muy inusual o aparentemente imposible de explicar de acuerdo a la cronología histórica convencional. Para que todos nos entendamos: algo así como encontrarte un Iphone datado en la época del Pleistoceno, o que en una pintura rupestre salga representado un tío en bicicleta. En un sentido más genérico, también se catalogarían como OOParts aquellos hallazgos, no necesariamente arqueológicos, cuya cronología revela un anacronismo tal que para deleite orgásmico de Iker Jiménez y su nave del misterio, nos haga replantearnos los postulados de nuestro conocimiento. Haberlos haylos, nos diría el bueno de Iker, otra cosa es que, matizaríamos nosotros, la propia condición de artefacto fuera de lugar desparezca cuando se aplique la razón a la explicación de su naturaleza. Al fin y al cabo, lo sobrenatural no deja de ser la ciencia que aún no entendemos.
Decía Sherlock Holmes que «cuando todo aquello que es imposible ha sido eliminado, lo que quede, por muy improbable que parezca, es la verdad». Esta premisa debería aplicarse al estudio de los OOParts, ya que el primer gran escollo al que se enfrentan es el escepticismo. Recordemos que ser escéptico no es negarse a creer cualquier cosa, si no someterlo todo a la duda. Este principio ha sido siempre el motor del conocimiento científico, pero desde que el academicismo se ha apoderado de la ciencia parece ligeramente distorsionado. Por ese motivo los OOParts han sido sistemáticamente condenados al ostracismo; por eso y porque la gran mayoría suele responder a malas interpretaciones o directamente a vergonzantes intentos de fraude. De hecho, que los principales difusores de su estudio sean divulgadores de lo paranormal no es lo que se dice un aval de confianza. Porque nadie duda, por ejemplo, que J. J. Benítez sea un tipo muy leído, pero que nos intente colar como real su saga del Caballo de Troya, en la que nos narra la vida de Jesucristo gracias a que ha tenido acceso a un proyecto ultrasecreto norteamericano para viajar en el tiempo (oh yeah!) y luego nos hable de que los preincas volaban en prototipos arcaicos de aeroplanos nos hace tomarnos el tema un poco a cachondeo.
La realidad es que la mayoría de los objetos fuera de lugar que se han sometido a un estudio serio ha sido desacreditada. Muchos son directamente intentos de engaño y del resto resultan tan peregrinas sus interpretaciones como rotundas sus explicaciones finales. ¿Que los megalitos de Baalbek (Líbano) son tan grandes que es imposible que hubiesen sido trasladados allí con la tecnología de la época (Edad del Bronce)? Pues entonces es que fueron mangados en ese lugar por los extraterrestres; poco importa para los abonados a las teorías de la conspiración que se hayan acabado descubriendo métodos rudimentarios para transportar piedras de gran tamaño. ¿Que el pilar de hierro de Delhi tiene un noventa y ocho por ciento de pureza? Pues como es imposible que los hindúes del siglo IV estuviesen más avanzados en el conocimiento de los metales que los europeos medievales, debe tratarse de algún tipo de falsificación. Y así todo.
Esas son las dos grandes corrientes contra las que nadan los OOParts: la chuflería de lo oculto y el escepticismo de la ciencia oficial. Desde luego, hay mucho de conspiranoia y garrulismo intelectual en el asunto, pero también de ceguera interpretativa. Una cosa es pensar que Alf ha dibujado las líneas de Nazca para poder volver a Melmac y otra bien diferente que desde nuestra superioridad eurocentrista seamos incapaces de aceptar un grado determinado de desarrollo en civilizaciones que eran supuestamente inferiores a sus coetáneas occidentales.
Así pues, si se consigue indagar entre toda la morralla que rodea a los artefactos fuera de lugar, y se toman en serio aquellos que demandan un estudio riguroso, la cuestión puede volverse sencillamente fascinante. La lista de OOParts es inabarcable, pero podemos repasar aquí, aunque sea muy someramente, algunos de los casos más interesantes.
La máquina de Anticitera
El OOPart por excelencia, aquel que representa a la perfección lo que supone este fenómeno y que ha acabado siendo reconocido, aunque tímidamente, como verdadero, es el de la máquina de Anticitera.
En el Museo Arqueológico Nacional de Atenas se encuentra una pieza de piedra que fue rescatada del fondo del mar Egeo alrededor del año 1900. Hallada en una galera fechada en el 80 a. C., el objeto pasó desapercibido durante medio siglo hasta que el arqueólogo Dereck de Solla Price reparó en él.
Se trata de una pieza de un solo bloque que contiene un preciso engranaje compuesto de ruedas dentadas de bronce. Analizado en profundidad, se ha llegado a la conclusión de que se trata de un insólito y complejo almanaque cósmico, resultado de un conocimiento científico absolutamente vanguardista para su época. Es decir, que cientos de años antes de que Galileo hiciese de la astronomía una ciencia de precisión, ya hubo alguien que manejaba esos conocimientos.
¿Cómo es posible? ¿Se trataba de un avanzado mecanismo tecnológico alienígena que fue legado a los griegos? ¿Acaso algún nadador medieval se lo dejó olvidado jugando al escondite en el galeón hundido? ¿O directamente se trata de una burda falsificación que, incomprensiblemente, pasó desapercibida durante más de cincuenta años entre los restos hallados?
Para encontrar una respuesta, puede que sirva con escuchar a Carl Sagan, quien afirmaba que si no hubiese desaparecido la Biblioteca de Alejandría, con todos los saberes astronómicos que en ella se encontraban, el ser humano habría llegado a la luna varios siglos antes.
Sea como fuera, el mecanismo de Anticitera ha venido siendo estudiado por la ciencia oficial hasta el punto de acreditarse su autenticidad. Protagonista de reportajes en prestigiosas revistas como Scientific American, a día de hoy varias universidades siguen maravillándose con los descubrimientos que su análisis está sacando a la luz (los últimos le otorgan un siglo más de antigüedad de lo que en un principio se creía) y nos obligan, le pese a quien le pese, a replantearnos lo que sabemos sobre la historia de la ciencia.
Jurassic Oopart
No es nada nuevo. Ya lo habían imaginado durante el siglo XIX Conan Doyle en paraísos perdidos y Julio Verne en el centro de la Tierra. Luego, a comienzos de los años noventa del siglo pasado, llegó Michael Crichton y no reparó en gastos para hablarnos sobre un parque cuyas atracciones se comían a sus propios visitantes. Todos coincidían en su tesis, que es la misma que la de algunos avezados estudiosos del misterio: los dinosaurios y los seres humanos convivieron en la Tierra. Y no nos referimos a nuestra contemporaneidad con un dilophosaurus como Marujita Díaz…
Que vale, que sí, que puede que la geología, la arqueología, la paleontología y todas las disciplinas acabadas en «gía» que se nos ocurran hayan demostrado que sesenta y cuatro millones de años separaron a ambas especies, pero, si los OOParts nos indican otra cosa, ¿quién es la ciencia para contradecirlo?
En realidad, no se trata de que existan verdaderas evidencias al respecto, sino más bien de que hay hechos que nos invitan a fantasear sobre la cuestión: supuestos plesiosaurus en sarcófagos egipcios, representaciones rupestres de dinosaurios herbívoros en Francia, enormes lagartos asociados a culturas precolombinas o escenas en la mejor línea del King Kong de Cooper y Schoedsack con mamuts luchando contra dinosaurios en grutas de Aquitania. Como señala Marc-Pierre Dylan, experto en la materia, la mayoría de los casos conocidos «pueden explicarse mediante interpretaciones metafóricas, fallos en la perspectiva o, sencillamente, recurriendo al (…) fenómeno de la pareidolia»; es decir, aquello de ver en una nube la figura de un perrito.
El caso quizá más interesante y a la vez ilustrativo de la volatilidad mental que subyace bajo las interpretaciones de este tipo de OOParts lo encontramos en una cueva de Marsella bajo los acantilados del cabo Morgiou. Allí, en la gruta de Cosquer, se encuentra un rico yacimiento en pinturas rupestres entre las que destaca la representación de un plesiosaurus. Como lo leen: entre manos humanas, ciervos, bisontes y demás especies de fauna autóctona, nos encontramos nada menos que con un dibujo del monstruo del lago Ness. La ciencia oficial ha interpretado la figura como la un pingüino y, ciertamente, las semejanzas son notorias. No obstante, hay un dato fundamental que parece contradecir esta tesis: si los hombres de Cosquer realizaban dibujos de la realidad que los rodeaba, ¿cómo es posible que representasen a un animal que siempre ha vivido a miles de kilómetros de aquel lugar? La respuesta para algunos es de una lógica (supuestamente) aplastante: ¡es un dinosaurio! ¿O acaso no es mucho más plausible pensar que se trata de un animal que se extinguió decenas de millones de años antes que el primer ser humano, a que fuese una especie que vivía en otro ecosistema contemporáneo al suyo? Suponemos que la idea de que simplemente sea el resultado de un mal dibujante queda descartada por poco convincente.
La Sábana Santa
Si ya es violenta la confrontación de las tesis de lo oculto con las de la ciencia, cuando a ellas se le añade el matiz de la religiosidad, el resultado amenaza con hacer implosionar el universo hasta que quede replegado sobre sí mismo creando un agujero negro que nos trague a todos. Eso es más o menos lo que pasa (yo no exagero nunca) en el caso de la Sábana Santa de Turín.
Para el que no lo sepa, la Síndone es según algunas personas de fe la mortaja con la que fue enterrado Jesús. En ella, por obra y gracia del espíritu santo, habría quedado impreso, a través de la sangre del malogrado cadáver, el rostro y el contorno de su cuerpo. Y no solo eso, si no que lo habría hecho mediante una técnica por la cual gran parte de la imagen necesita ser contemplada en negativo para poder apreciarse claramente. Es decir, que el santo sudario es fruto de un milagro, y si se demostrase su veracidad se constataría no solo la existencia del profeta, si no su condición divina.
En 1988, una datación por radiocarbono realizada por las universidades de Oxford, Zurich y Arizona, y tildada por muchos de irregular, concluyó que la antigüedad del sudario era de entre ocho y nueve siglos (1260-1390), hecho que negaría por tanto su supuesta naturaleza. Estaríamos hablando de una falsificación medieval. Si esta afirmación es correcta (algo no del todo seguro), la mortaja analizada no tendría nada de santa y, sin embargo, buena parte de su misterio seguiría intacto. Porque, aun despojada de su carácter sacro, la sábana seguiría planteándonos la incertidumbre de cómo fue pintada, tanto si seguimos creyendo que data del año cero de nuestra era, como si aceptamos que pertenece a la Baja Edad Media. Además, queda un asunto en el que no se suele reparar pero que es igual de interesante: ¿cómo es posible que el autor de la imagen demuestre un conocimiento detallado sobre la circulación sanguínea dos siglos antes de los descubrimientos de Miguel Servet?
La Sábana Santa ha sido el centro de atención de investigaciones de todos los pelajes (científicas, teólogas, históricas…) y se le ha intentado dar una explicación lógica a través de diferentes teorías (fotografía, pintura, autooxidación, máscara solar, reacción de Maillard…), pero el debate nunca ha acabado de cerrarse satisfactoriamente. Estamos, por tanto, ante un claro ejemplo de OOPart sin explicación, al que además hay que añadirle un componente divino. Que Dios nos pille confesados.
I Want to Believe
Hay OOParts para todos los gustos: pilas babilónicas que se cargaban de electricidad, esferas metálicas de 2800 años de antigüedad, antiquísimos mapas que desafían el conocimiento geográfico de su tiempo… Tomados en serio o no, la mayoría de ellos han sido estudiados obteniendo respuestas más o menos convincentes (aquí no hay espacio, ni tiempo, ni conocimiento, ni ganas para repasarlos uno a uno). Pero lo importante, al fin y al cabo, no es su veracidad (un poco sí, pero no tanto), si no lo que su existencia nos plantea.
Este tipo de descubrimientos se topan de frente con la lógica del saber establecido, aquel que es resultado del fruto de años de rigurosas investigaciones y que ha ido poco a poco configurando el mapa de nuestro conocimiento. Abren una brecha en la concepción del mundo y nos obligan a mirar en ella y arrojarle luz a una oscuridad que nos asusta porque oculta lo desconocido. Pero la experiencia del saber nos ha demostrado que, cuando lo desconocido es sometido al escrutinio de la razón, por fascinante que sea, pasa a ser una realidad normalizada. El problema es que, como le pasaba a Fox Mulder, cuando se quiere creer se acaba creyendo cualquier cosa. En ese sentido, vale más quedarse con las palabras de Sócrates y recordar que, en el fondo, solo sabemos que no sabemos nada.
- Cinefórum CCCXCV: «El irlandés» - 21 noviembre, 2024
- Autopista al infierno, con parada en quioscos y gasolineras - 30 octubre, 2024
- Lo que sé de los vampiros (VI): el siglo XX y el primer vampiro pop - 14 octubre, 2024