Hacia un teatro burgués
A lo largo de nuestra historia siempre ha habido quien, con mayor o menor fortuna, ha apostado por la inefable tarea de definir qué es el arte, coincidiendo en todo momento dos únicos resultados: el error y una suerte de aforismos ingeniosos e incompletos. Las consecuencias de todo esto son múltiples teorías sobre el origen, desarrollo y finalidad del proceso creativo, llevado en algunas ocasiones a causas y empresas sociales, casi siempre otorgando a ese concepto de arte el poder de ser útil o no para su sociedad. Ahora bien, la pregunta que quizá se debería hacer antes de otorgar cualquier valor social al arte es la de si ese acto creativo, ese momento de euforia en el autor (y entendemos por «autor» cualquier parcela artística, no solo la del creador de textos), ese instante de plenitud en que el hombre se separa de todas sus apariencias reales e inventa bajo la ficción nuevas formas para la realidad, puede ese momento, esa proyección intelectual suya ser meramente un instante burgués. Es decir, ¿era por momentos el propio Piscator, quien dejó escrito que «un hombre en escena adquiere el valor de función social» y que tanto luchó contra el valor burgués, un propio burgués enmascarado bajo los límites de la irrealidad, de su ficción artística? ¿Era Brecht burgués, asimismo? ¿Es el teatro documento de Weiss, Hochhuth o Kipphardt, es Artaud o Chaikin, es, en definitiva, cualquier obra de arte frente a su sociedad una mera posición burguesa frente a la acción de la realidad? Evidentemente sí.
El proceso artístico es un ejercicio primario, sustancial, esencialmente burgués, ya que se encuentra exactamente en la medianía estable y democrática de nuestras sensaciones. Un poco más arriba y nos sentiríamos reyes, pero no es posible, porque la crudeza de la realidad nos araña como el niño que se precipita al vacío desde los brazos de su madre; un poco más abajo no cabe estar, pues ocurre que estamos creando algo bello, útil, necesario. Nos encontramos, en esos momentos, por encima del resto de los hombres. Somos burgueses, dueños de una realidad ficticia.
Rescatemos de Piscator y su teatro político la siguiente anotación: «Los obreros, con un salario de 60 centavos a la hora, preferían ir al pequeño cine de barrio que acababa de abrirse. Allí veían, al menos, de vez en cuando, algo de su propia vida». Muchas veces se ha cuestionado la rebelde naturaleza de «las masas» aludiendo a su falta de interés por el teatro al no estar preparadas para él. ¿O será que el teatro de hoy en día no está preparado para ellas? Porque él mismo no las alimenta como lo pueda hacer el cine, con sus efectos incandescentes y su afán de pasividad. Bien es cierto que el teatro no ha de preocuparse por esto, pues cuenta con el calor de la historia, pero ¿qué siente un hombre que ha salido de trabajar sus diez horas diarias, sin apenas sentir la angustia de la inmortalidad y la ambición, cuando acude a ver un espectáculo en el que se le incita a participar, en el que quizá se le promueve a la acción o se le critica abiertamente manifestando así su ignorancia? ¿Necesita ese hombre todo eso? No, en absoluto le es necesario. Él ya ha dado lo que se le exigía. Y así, el hombre «débil» camina hacia el teatro para que le satisfaga esa parte de su interior que no ha quedado dañada: la esperanza. ¿Y cómo se alimenta esa esperanza? Generalmente de una manera simple, banal, medida, algo que le haga olvidar su peso en la vida y en la sociedad, utilizando un teatro débil en su contenido y sonoro en su forma, algo, en definitiva, que le ayude en la labor de olvidar sus fisuras.
Ahora mismo iba a decir que este halo de esperanza le ayuda a él, pero no al progreso del arte de verdad. ¿Pero qué es el arte, el que dicen «verdadero arte»? Admiración para unos pocos. ¿Existe alguna diferencia real entre ver un programa del corazón y conocer los amoríos de Byron, Lope o las excentricidades de Grombowicz, a quien, inmerso en su propio purgatorio emocional, solo se le podía cuestionar tocándonos la oreja izquierda al verle? ¿Dónde se encuentra la verdadera diferencia? El arte, el que dicen «verdadero arte», se encuentra, por tanto, al alcance de unos pocos. Decía Barthes: «El escritor rechaza los valores burgueses, pero este rechazo, convertido en espectáculo, no puede ser consumido sino por la burguesía misma». Y he aquí que «el arte de vanguardia es un arte del malestar».
Imaginemos al mayor poeta de todos los tiempos en las trincheras de una gran guerra. ¿Qué hace? ¿En qué piensa? No hace nada, o lo que es lo mismo: medita, observa, compone. Es una necesidad elemental que habita en él desde el origen de los tiempos o, como definiría Cioran en tan solo una línea, «solo el hombre se ahoga». Es algo consustancial al ser humano el no comprenderse. Por lo tanto, se aleja de la realidad para describirla, se aleja sin participar en ella. No está por encima porque una bala interrumpe continuamente sus elucubraciones y lo devuelve a la realidad; pero no está por debajo, porque a él, a ese poeta, al verdadero, no le importan las balas. Se encuentra en el medio, exactamente en el corredor del bien y del mal.
En la tragedia clásica, en la verdadera tragedia (no así en los metadramas posteriores de los que habla Sontag), el hombre se muestra indefenso frente al poder adverso de sus dioses, se encuentra realmente a merced de su destino. Pero hablar del destino es como preguntarse si existe o no Dios: tarea inútil, aunque necesaria. Estos personajes, digo, se muestran perdidos y desorientados, ligados y guiados por sus bajas y altas pasiones. ¿Y ahora? Pues ahora el creador sigue teniendo a sus dioses frente al papel en blanco, en la tertulia del café o en el saludo de su estreno. ¿Y qué significa esta conversación entre realidad y ficción? La demostración de un acto puramente burgués, la representación de la inacción, de la servidumbre que la vida puede ofrecernos. Por esto el arte es burgués, porque no actúa, sino que promueve la acción. ¿Quién realiza esa acción? Generalmente otros. ¿Quién la comprende? Los burgueses.
Pero cabe aquí el problema que entre los burgueses los habrá a favor y en contra de una determinada expresión artística, y así unos la combatirán y otros la vitorearán. ¿Trascendencia? Ninguna. Quizá la que le puedan dar los elevados, los poderosos, los dioses verdaderos y reales que siempre han existido. Así se originan las guerras, así las trifulcas literarias y así llegan todos los tipos de muertes. Las primeras resultan inevitables, las segundas, un incordio de ignorancia y las terceras, una suerte de igualdad. Por lo tanto, caigamos en nuestra propia trampa y preguntémonos: ¿Qué es el proceso creativo, el origen del arte al fin? Pura representación mimética de la realidad ficticia y burguesa del autor, llevada, en sus mismos campos, a la exclusiva parcela de la que dispone en su realidad. Su mundo queda libre para que otros lo desarrollen. Pero él, él mismo, ¿qué ha hecho por este mundo además del necesario entretenimiento? Nada. Tan solo ha seguido a su propia naturaleza, a sus necesidades primarias, como puedan ser el rencor, el anhelo o la negación de ese primer rencor. Así se forman teorías políticas y más y más deshechos. ¿Y qué consiguen? Nada en absoluto. La total inacción, la estabilidad del poder impuesto, simples palabras al aire con el único fin de satisfacer un posible ego solidario. La nada capital. Por eso el teatro, como aspecto social, nunca se ha renovado: continúa sirviendo a los mismos. Tan solo la acción provoca el cambio. ¿Y quién realiza ese acto para el cambio? «Los insensibles». ¿Quién lo promueve? «Los burgueses». ¿Quién lo niega, pacifica o asume? «Los dioses», los verdaderos dioses de nuestra historia universal.
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