El esquivo Shakespeare: los antistratfordianos y el autor
Quién escribió Romeo y Julieta, Hamlet, Ricardo III o Macbeth parece una pregunta tan sencilla y evidente que cualquiera con una educación básica podría responder: William Shakespeare. Sin embargo, existe una persistente corriente que defiende que no es así, que otra persona fue el verdadero autor de esas obras y que, por diversos motivos, un oportunista o falsario ha sido elevado al Parnaso de los poetas sin merecerlo. En general, solemos referirnos a los seguidores de estas corrientes como antistratfordianos en contraposición al supuesto lugar de nacimiento de William Shakespeare en Stratford-on-Avon.
Ocasionalmente, la idea de que otra persona escribió las obras atribuidas a Shakesperare se filtra en la cultura popular o es defendida por figuras más o menos preeminentes del status quo; no obstante, en general, ha sido siempre una tendencia marginal en la Academia. Por ejemplo Mark Twain, Walt Whitman u Orson Welles eran convencidos antitratfordianos. Umberto Eco deja caer referencias, entre mil teorías igualmente dudosas, en su Péndulo de Foucault y, en el cine, en Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013, Jim Jarmusch), como John Hurt interpreta a un inmortal Christoper Marlowe, asegurando ser el verdadero autor de las míticas obras. Al parecer, tanto Jarmusch como Hurt compartían dicha opinión. En Internet, finalmente, podemos encontrar, a poco que busquemos, decenas de páginas discutiendo, a veces con una erudición pasmosa, sobre fechas de publicación, firmas en documentos del siglo XVII o métrica irregular. Todo con el objetico de demostrar que, sin duda, «hemos sido engañados».
El primer argumento de peso es la ortografía irregular del nombre Shakespeare en los distintos documentos conservados (en la misma partida de bautismo aparece como «Gulielmus filius Johannes Shakspere»), lo que según algunos es prueba de que se trata de un pseudónimo o de que el hombre nacido en Stratford y el poeta son dos personas distintas. Según este argumento, hay una inconsistencia-consistente (si se me permite la expresión), dado que normalmente el nombre del autor siempre aparece como Shakespeare (o con un guion, como Shake-speare) mientras que el nombre del hombre de Stratford (la persona que conocemos por documentos legales y personales) muestra toda una serie de irregularidades, lo que demostraría la impostura.
El segundo gran argumento es la supuesta incultura o falta de educación del falso autor, según ellos demasiado poco cultivado para introducir algunas de las referencias más oscuras de su obra, particularmente algunos pormenores legales, descripciones de lugares en Italia o citas de obras clásicas. Este es es un factor más insidioso y por tanto más difícil de rebatir, y que lleva implícito unas presunciones sobre clase y cultura muy arraigadas aún hoy en día.
En cualquier caso, vemos cómo muchos de los razonamientos conspirativos se basan en una prueba por ausencia: que no exista un texto manuscrito inequívoco del autor de ninguna de las obras; que los registros no incluyen algunos momentos básicos de su vida, etc. Pero muy a menudo, estos argumentos necesitan que se niegue o minimice la evidencia que efectivamente sí existe para funcionar.
Es cierto que William Shakespeare (1564 – 1616), el hijo del guantero y concejal John Shakespeare de Stratford-on-Avon, nunca realizó estudios universitarios y que apenas pasó de las lecciones de la escuela local (además, los registros de la misma ardieron, así que ni siquiera eso es seguro) antes de marchar a Londres para convertirse en actor y, más tarde, accionista de una compañía teatral. Tras su vida en Londres volvió a su pueblo nativo, viviendo cómoda pero modestamente hasta su muerte, sin volver a escribir y sin dejar en su testamento libros o textos manuscritos.
También es cierto que algunos testimonios de la época parecen corroborar su poca instrucción. Especialmente, la ya famosa declaración de otro dramaturgo, Ben Johnson (c.1572 – c.1637), en la que este afirma que Shakespeare conocía «poco latín y aún menos griego»[1]. También es famosa la cita atribuida a Robert Greene, que incluso da titulo a una serie televisiva (Upstart Crow, con el cómico David Mitchell interpretando a Shakespeare), en la que se acusa al dramaturgo de ser un «cuervo advenedizo, embellecido con nuestras plumas». Un tercer escritor, Francis Beaumont (1584 – 1616) afirma en su correspondencia que Shakespeare escribía «sus mejores líneas a la tenue luz de la Naturaleza», es decir «sin instrucción».
Otros argumentos a favor se resumen generalmente en paralelismos textuales, es decir, similitudes estilísticas o semánticas entre la obra reconocida como escrita por Shakespeare y los escritos autentificados del candidato alternativo en cuestión. A menudo estos paralelismos incluyen juegos de palabras y anagramas, en que el personaje real no puede evitar dar pistas de su identidad y del engaño. Esta tendencia de los autores ocultos (sea Shakespeare, un comatoso Tom Petty o un inoportunamente fallecido Paul McCartney) a esconder pruebas de su mistificación siempre ha sido algo que me fascina, como si fuera un impulso incontrolable y que va en contra de su primera intención, una regla no escrita de la suplantación.
Aunque se han postulado más de ochenta candidatos para ser el autor real, solo voy a ahondar aquí en mis tres favoritos, estandartes de las tres corrientes más importantes entre los negacionistas de Shakespeare. No voy, por tanto, a profundizar aquí en algunos desvaríos aún más minoritarios, como el de el Institut Nova Història, que no solo convierte al autor británico en catalán si no, de paso, también en también en Cervantes. Lógicamente, no queda más remedio que mencionarlo.
Teoría baconiana
Francis Bacon (1561 – 1626) fue uno de los eruditos más importantes de su época. Destacado en diversas facetas (poeta, cortesano, filósofo natural, abogado) fue casi literalmente, por muy poco que me guste usar esta expresión, un hombre del renacimiento. También tiene su lado oscuro, por supuesto, en forma de supuestas conexiones con rosacruces, masones, cabalistas y otras conspiraciones, además de ocultar su homosexualidad (que es algo oscuro estrictamente porque en la Inglaterra isabelina la homosexualidad era, sobre el papel al menos, un crimen capital).
Curiosamente, la primera gran defensora de este candidato compartía con él el apellido, aunque Delia Salter Bacon (1811 – 1859), al parecer, no tenía ninguna relación genética con Francis. La norteamericana afirmaba que en realidad Bacon había sido solo el cabecilla de un grupo (que incluía también al aventurero Sir Walter Raleigh y a otros isabelinos de relumbrón) y que habían escrito las obras como vehículo de un pensamiento filosófico radical. Por supuesto, dichas ideas les habrían costado la vida de haberse expresado libremente.
Pero el principal impulsor de la teoría y sin duda el miembro más colorista de esta corriente, fue el congresista de los EEUU Ignatius L. Donnelly (1831 – 1901), que también popularizó el mito de la Atlántida y otras catástrofes prehistóricas. En sus libros dedicados al tema, dirigidos al público general, no solo afirmaba la autoría de Bacon si no que además defendía que en las mismas obras había una clave oculta que desvelaba la verdad. Otros autores lo llevaron un poco más lejos, llegando a revelar que la clave también mostraba, a ojos expertos, otros muchos secretos de la época hasta entonces desconocidos. Entre otros, ¡que Bacon era un hijo secreto de Isabel Tudor!
Teoría oxfordiana
Si Bacon es una figura fascinante por su inteligencia, la siguiente teoría escoge un objetivo más elevado en lo social y, desde luego, también más colorido: Edward de Vere, 17º conde de Oxford (1550 – 1604). Fue propuesto por primera vez como autor por J. Thomas Looney en 1920, alcanzando su candidatura una notoriedad significativa en el periodo de Entreguerras. Esta teoría cuenta, además, con el espaldarazo de una producción de gran presupuesto relativamente reciente, Anonymous (2011, Roland Emmerich), que posiblemente ha dado a conocer esta teoría a mucha gente que nunca habría accedido a ella de otro modo. Incluso montaron una campaña para enseñar la controversia, un burdo truco copiado de las peores argucias de los creacionistas y negacionistas climáticos, para intentar extender una duda que es, ciertamente, minoritaria.
El motivo por el que de Vere, en este caso, habría optado por ocultar su identidad se vuelve igualmente esquivo. Por un lado, es cierto que ser escritor (más aún de teatro) no era una ocupación prestigiosa y que, ocasionalmente, los autores eran perseguidos por sus opiniones o posturas y que, quizás, así podría expresar más libremente su pensamiento. Así uno de los entretenimientos de los oxfordianos es buscar en diversas obras referencias a sucesos históricos en los que el conde de Oxford jugó un papel más o menos importante (así, Ricardo III se convierte en un ataque contra al jorobado William Cecil), aunque ello implique alterar las fechas convencionales de composición o el papel del aristócrata en los acontecimientos.
Mencionar también que, si Bacon era, según algunos, un hijo secreto de Isabel I, de Vere sería su amante y padre de un hijo secreto, Henry Wriothesley, 3º Conde de Southampton. En la versión más alambicada, el mismo de Vere sería también hijo de Isabel y, por tanto, ¡medio hermano de su propio hijo!
Si la teoría baconiana parte de imaginar que Shakespeare no es lo bastante inteligente para escribir su obra, la oxfordiana parece tener otro tipo de interés: de Vere escribió algunos poemas cortesanos con su nombre, pero sobre todo es un personaje más espectacular, más colorido, más digno con sus excentricidades aristocráticas y sus intrigas palaciegas (y con el posible incesto) de convertirse en la mente de muchos en el hombre de Stratford.
Teoría marloviana
Aquí entramos ya en el terreno casi de la leyenda y, por ello, en una de las teorías más queridas por autores imaginativos. Christpher Kit Marlowe (1564-1593) era otro autor teatral casi contemporáneo, siendo él mismo una personalidad polémica y complicada, escandalosa y, quizás, un espía de la corona inglesa (o incluso un agente doble). Su obra más famosa es, posiblemente, el Doctor Faustus, versión de la leyenda alemana del sabio que vendió su alma a Mefistófeles a cambio de poderes mágicos, lo que añade otra capa jugosa a la teoría, al menos para los interesados en la historia del ocultismo.
Marlowe, en cierta forma, cumple el papel de candidato perfecto (si obviamos por supuesto la ausencia total de pruebas positivas): aunque también tuvo un origen humilde, no solo tiene más formación que Shakespeare (estudió en la universidad y, demostradamente, viajó al extranjero), si no que también es colorido como de Vere; su vida fue lo bastante romántica como para reemplazar la del aburrido Shakespeare. No solo eso, si no que además (al contrario que con los demás candidatos) los académicos respetables están dispuestos a aceptar una mínima parte de la teoría y es posible que Marlowe colaborara con Shakespeare en, al menos, las tres partes de Enrique IV.
¿Cuál es el mayor problema de esta identificación? Que Marlowe (o al menos eso es lo que quieren que creamos los oficialistas, dirían sus seguidores) murió asesinado en 1593, años antes de las primeras representaciones de gran parte del canon shakespeariano. Pero esto no es problema para los defensores de esta teoría. Evidentemente Marlowe no murió. Todo fue una maniobra de distracción, necesaria por la implicación del dramaturgo en conspiraciones internacionales, románticas o, incluso, ocultistas. Lógicamente, su genio no podía quedarse callado y seleccionó a Shakespeare, un humilde actor sin talento literario, para que fuera su rostro ante el público general. Incluso si efectivamente murió, si estamos dispuestos a aceptar algo tan absurdo como que alguien muera en el año en que todas las pruebas dicen que murió, lo hizo dejando en algún sitio una serie de manuscritos que el hombre de Stratford se dedicó a copiar (y destruir para ocultar su rastro) durante el resto de su vida literaria.
Conclusiones
Lo cierto es que la autoría de Shakespeare parece que nunca se puso en duda durante su vida, ni siquiera en los dos siglos siguientes a su muerte (al menos no de la totalidad de su obra, ya que siempre ha habido discrepancias y disputas en torno a obras dudosas o mal atribuidas). Las citas de Johnson, Greene y Beumont antes mencionadas parecen indicar, al menos en mi opinión, que estos autores realmente pensaban que Shakespeare, el actor y empresario, era realmente el autor de las obras, aunque le acusaran de hacerlo de forma poco instruida. Y ese es el tenor de todas las referencias contemporáneas al autor. Nadie parece insinuar siquiera que existieran dudas sobre su autoría de las obras.
Es solo cuando, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, comenzó a ser considerado uno de los autores más importantes, si no el más importante, de la lengua inglesa, que empezaron a surgir estas teorías, cuando empezaron a plantearse preguntas. En general y paradójicamente, el principal impulso de estas ideas ha sido, desde mi punto de vista, la exaltación de la figura de Shakespeare. Desde esa plataforma, hay solo un pequeño peldaño que lleva a considerar que su obra es demasiado grandiosa, demasiado importante, para que la persona, bastante común, que dibujan los documentos conservados pudiera ser el autor. Shakespeare, para muchos, no está a la altura de la obra del bardo, así que se hace necesario inventarse otro.
La existencia de toda teoría de la conspiración requiere un nivel de esfuerzo y de participación de cientos, si no de miles de expertos dispuestos a mentir, falsificar y engañar, en este caso sin ningún objetivo ni beneficio claro. Seguro que de desvelarse la verdad, el ayuntamiento del pueblo natal del autor perdería gran parte de sus ingresos turísticos… Pero, además del concejal de un pueblo de Warwickshire, preocupado por la venta de camisetas y tazas, ¿quién tendría algo que ganar, o perder, hoy día, con esto? ¿No es más plausible ver el interés económico que alguien tendría en publicar nuevas teorías sensacionales sobre un autor fundamental?
Los paralelismos literales o aproximados entre textos escritos por personas diferentes en un mismo periodo histórico y marco geográfico me resultan, particularmente, vacíos de significado. A menudo, solo se tratan de la expresión de ideas generales; si se rebusca, comúnmente se localiza una fuente compartida de ambas variaciones o, incluso, que la obra de Shakespeare es la fuente original y la otra una reflexión sobre la misma. Por otra parte, aceptando los paralelismos presentados por todas las teorías, finalmente nos encontraríamos con un Shakespeare nulo, en el que todas y cada una de las frases serían en realidad originales de Bacon, de Vere, Marlowe o algún otro de los candidatos (algo que lógicamente cada baconiano, oxfordiano o marloviano se apresuraría a negar en defensa de su preferido).
El problema de la grafía cambiante ha sido respondido por multitud de biógrafos y cualquiera que tenga una familiaridad siquiera superficial con fuentes de la época (o en general con documentos antiguos) puede apreciar que la forma de los apellidos cambia constantemente en los textos; y más en inglés, una lengua en la que la forma de representar un mismo sonido es a veces agotadoramente irregular. En realidad, a poco que busquemos, encontramos inconsistencias en la forma de escribir los nombres de los algunos de los candidatos alternativos que hemos mencionado.
Respecto a la falta de instrucción, hay que tener en cuenta que Shakespeare es uno de los individuos más investigados de su época y que sus textos han sido analizados hasta la extenuación, de forma que muchas de sus citas de los clásicos han podido rastrearse hasta traducciones y ediciones concretas, señalando que en la mayoría de los casos proceden de ediciones relativamente comunes y extendidas. Incluso sus errores (algunos de los cuales serían incomprensibles si hablara desde la experiencia), como describir un naufragio en la inexistente costa de Bohemia, pueden rastrearse en pasajes concretos de libros concretos.
Los argumentos generales para sustentar teorías alternativas se repiten perfectamente en este caso: la necesidad de sentirse conocedor una verdad que la mayoría niega, la sensación de ser engañados por unas autoridades que se han demostrado repetidamente poco honestas. El convencimiento de ser capaces de ver lo que nadie ha visto antes, de descubrir un significado nuevo en algo que todos conocen y ser alabado por ello. Es un deseo muy poderoso. Una y otra vez, vemos como el teórico parte de una identificación y busca, a veces desesperadamente, pruebas para sustentarla; su fe en la teoría es independiente y preexistente a las mismas. El argumento es despreciado o validado no en sí mismo, si no por su adecuación a una verdad decidida de antemano. Parafraseando a Jonathan Bate, creo que el único misterio real sobre la identidad de Shakespeare es el misterio de que alguien dude de la misma.
Pero, quién sabe, puede que todo sea una mentira, que el hombre de Statford nunca escribiera una línea y robara, voluntariamente o no, los laureles a otra persona. Es posible, por supuesto, que la mentira, o el error no intencionado, hayan borrado el nombre real del verdadero autor e impuesto el de otra persona indigna. Al fin y al cabo, «La reputación no es si no una vana y engañosísima impostura que, no pocas veces, se adquiere sin mérito y se pierde sin culpa» (Otelo, Acto 2º, Escena III).
[1] Aunque Colin Burrow, en su Shakespeare & Classical Antiquity, argumenta en contra del sentido normalmente atribuido a la frase indicando que lo que hace Johnson es, en realidad, una afirmación hipotética, y que el sentido es más bien que, incluso si supiera poco latín y menos griego, seguiría siendo un gran poeta.
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En mi caso, opto por seguir la linea de Jaa Ruseler, quien investiga la biografía de Francis Bacon en profundidad. Su descubrimiento nos muestra una iniciativa que no sólo es literaria (un grupo de amigos que revalorizan la lengua como también sucedía en París), sino que abarca el impulso científico del «Novum Organum» y el humanista de «La gran Instauración». Es decir que las obras que aporta el llamado Shakespeare contribuyen a una completa renovación de todas las artes y ciencias como una utopía.
Cuando lees la fascinante «Nueva Atlántida» notas que los viajeros europeos esperaban encontrar en una isla del Pacífico algo exótico e inferior al supremacismo colonialista. Sin embargo lo que allí se topan en con un grupo de comprometidos con la renovación total del género humano por medio de la relación justa entre las personas y la contribución desinteresada de los descubrimientos científicos. Con este contexto, releer en las obras de teatro, los profundos diálogos y poemas, es aprender de las tragedias, de las divisiones morales, en definitiva de las experiencias reales, mediante la respuesta equilibrada que realza la dignidad humana.
Francis Bacon (1560-1620) es así el heraldo de una nueva convivencia. ¿Por qué pasó desapercibido como autor sino porque trabajó como representante secreto de su majestad la reina Isabel I, con la máxima discreción gran parte de toda su vida?