Cinefórum CCCXVII: «Columbus»
En una vida pasada, aunque no mucho, quien esto escribe fue el encargado de la sección de Arquitectura de la librería más grande de España. Como tantas otras cosas que suceden en la eficientísima empresa privada, el título me llegó por azar: el anterior experto había cesado (por lo que fuera) y se necesitaba alguien con un manejo básico de la lectoescritura, capaz de colocar libros por orden alfabético. Honestamente, no entendía mucho de lo que sucedía a mi alrededor: se vendían muchos libros de Loos, Aalto, Piano, Goeritz… Aquellos nombres, sus obras, ¡incluso los clientes!, eran elegantes. Eran sofisticados. Al mismo tiempo, me parecía sentir que existía una tensión entre todos ellos; una pugna entre la búsqueda del equilibrio y la emoción. Entre la utilidad y la belleza. Como siempre, estar en apuros te obliga a leer y leer te obliga a aprender cosas. De eso fue aquel año en una esquina de una segunda planta, al fondo a la derecha; y de todo eso va, también, Columbus. Opera prima, obra maestra, de Kogonada.
Columbus es ante todo un lugar real: una localidad de poco más de cincuenta mil habitantes del sur de Indiana que, a su vez, está al sur de los Grandes Lagos. Es un sitio en mitad de un camino que atraviesa las enormes llanuras del medio-este americano. Un lugar en el que hace mucho frío en invierno y que, gracias al mecenazgo de un tal Joseph Irwin Miller, se ganó el título de la Atenas de la pradera. Allí sitúa el director americano, aunque de origen surcoreano, una historia que parte de los mismos cuidados que sentimos la semana pasada en Cinco lobitos: Jin (John Cho) vuelve de Corea para acompañar a su padre, un profesor que ha sufrido un colapso. Allí conoce a Casey (Haley Lu Richardson), con la que conecta rápidamente porque está atrapada en Columbus vigilando la adicción de su madre a las metanfetaminas. También les une el amor de la muchacha por la Arquitectura, esa técnica, ese arte, que él ha rechazado para escapar de su padre. Jin, maduro y elegante, ha tenido que volver; Casey, joven y sofisticada, siempre ha estado allí, pero sueña con irse… Es verano, las noches son agradables y los edificios que les rodean son tan solo ligeramente asimétricos. Kogonada no tarda mucho en dejar el dolor a un lado para convertir su película en un lugar tangible, cálido y luminoso. Sus protagonistas deciden dejar de mirar sus heridas cuando están juntos. Por eso se buscan. Deciden pasear, mirar alrededor y charlar. Deciden empezar a sanarse.
Antes de dirigir su primer largo, Kogonada (cuyo apelativo es una adaptación libre de Kôgo Noda, guionista de Yasujiro Ozu en películas como El sabor del sake) se ganó cierta reputación fílmica con una serie de ensayos sobre la obra de Truffaut, Godard, Fellini o Bergman. Hablamos, por tanto, de un teórico del cine que ha alcanzado, al mismo tiempo, el sueño del crítico y el director: Kogonada dirige (y escribe) una cinta de autor en la que el espectador no repara, sin embargo, en los movimientos de su mano. Muy al contrario, resulta natural navegar por el mar de emociones contenidas en un decorado que, pronto, se convierte en uno de los personajes secundarios de la historia. No es el único: también hay elementos sustentantes de carne y hueso. Eleanor (Parker Posey) es una mujer atractiva que ha compartido su vida con el padre de Jin y ahora recibe las atenciones del hijo cada vez que este regresa de dar un paseo con Casey; a Gabriel (Rory Culkin), compañero de trabajo de la joven en la biblioteca pública de Columbus, se le escapa el tren de su vida mientras reflexiona, en uno de los pocos ornamentos de la cinta, sobre la capacidad de los jóvenes para mantener la concentración. Opina que sigue intacta, ya que son capaces de jugar a videojuegos, escuchar música o ver vídeos en su teléfono móvil durante horas. También opina que, quienes se hacen siempre las mismas preguntas, en realidad están evitando hacerse otras… Pero no importa demasiado, porque en Columbus es otro el amor que se está gestando, condenado, eso sí, a nacer muerto.
Quien esto escribe (supongo que todos), hemos sido un poco ambos personajes: alguien que se aburría, pero tenía miedo de irse; alguien que volvió después de buscar en demasiados sitios… Son pocas las veces en las que, cuando dos personas se cruzan, logran simplemente acompañarse. Pero Kogonada y su película afirman que es posible; la música de Columbus, sus imágenes y, sobre todo, sus personajes construyen una atmósfera, un lugar casi real que te anima a intentarlo.
O eso es lo que significa, al menos para mí, la Atenas de la pradera: es un pequeño mundo en el que siempre es verano, en el que conoces a una amiga y en el que la arquitectura es tan solo ligeramente asimétrica. Y eso la hace todavía más bella.
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