Pandilleros contra la vieja infancia – 9 de marzo
La guerra entre bandas en Haití ha causado cincuenta muertos en dos semanas y una sensación de que todo puede ir a peor. La pandilla G9 se disputa con un grupo rival el control del barrio de Bel-Air, bautizado como el de Los Ángeles, en el entorno de la catedral de Puerto Príncipe y a pocos metros de las sedes del gobierno y el Banco Central. La ONU y las ONGs alertan de que el Estado ya no tiene ningún poder sobre amplios territorios de la capital. «No se ve el final», dice a la CNN el director de la Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos. Se llama Pierre Espérance, Pedro Esperanza. En Haití, la belleza se ha refugiado en los nombres de la gente.
En El Salvador, el presidente Nayib Bukele está en guerra con los pandilleros, a los que muestra presos y hacinados: cientos de cabezas peladas y tatuadas, y anónimas. Son números: sesenta y cuatro mil acusados en un año de régimen de excepción, siete mil novecientas denuncias de abusos. Bukele se ampara en votos: sesenta y seis por ciento de apoyo porque diezma con sus propias armas a las Maras 18 y Salvatrucha. En Washington le piden que respete los derechos humanos. En San Salvador, sin embargo, no olvidan que los dólares estadounidenses pagaron a los escuadrones de la muerte que empujaron a la emigración a los futuros pandilleros, crías de los barrios de California que no eran Bel-Air.
«La guerra más larga de Estados Unidos es la guerra contra las drogas», escribe Don Winslow en su trilogía sobre narcos, cárteles y poder del perro: «es una guerra contra los pobres y los indefensos, los que no tienen voz y los invisibles», resume el novelista de San Diego. El juez brasileño Wagner Maierovitch (ex zar antidrogas en Brasil) me dijo una mañana en São Paulo que los agentes de la DEA eran, en realidad, operadores de vigilancia de la democracia brasileña. El Comando Vermelho y el Primer Comando da Capital, las mayores bandas de pandilleros de Brasil y traficantes de todas las drogas, les importaban menos que Lula y el petróleo que esconde el Atlántico.
El Comando Vermelho nació en la cárcel de Ilha Grande, costa sur de Río de Janeiro. Allí coincidieron criminales de las favelas y presos políticos de la dictadura militar. A los generales no se les ocurrió pensar que los rebeldes de ideología fueran a darles doctrina a los mercaderes del capitalismo de los márgenes. Pero de aquel encuentro entre rejas salieron bandidos que citaban al Che, un comando rojo que entendía el crimen como una consecuencia de la desigualdad. Hoy el único rastro de aquel romance entre bandidos y revolucionarios es el nombre, reliquia y refugio de una vieja infancia.
Extramuros es una columna informativa de Efecto Doppler, en Radio 3.
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