Cinefórum CCCLII: «Sweet Country»
De adoquines negros de fronteras y leyes difusas está construido el camino que nos lleva desde la oscura Sed de mal de Orson Welles, a la película de esta semana: Sweet Country. El ser humano es, como otros animales, territorial. Desde los albores de la humanidad, desde las tribus primitivas a las grandes civilizaciones, el control del territorio y la competencia con las áreas adyacentes ha sido una cuestión de continua inquietud. Por otro lado, que la justicia es una institución de maciza y roma fragilidad es algo que no nos debería sorprender viendo los tiempos que corren. Quizá por eso, tramas como la que nos ocupa esta semana siguen conectando con el público actual. Puede que también tenga algo que ver el resurgir del western como género, o la calidad del guion y del reparto. O acaso, el plasmar todo esto en un escenario tan árido como atractivo, tan ignoto como fértil, en su negra historia reciente: Australia.
Realizada en 2007, Sweet Country está dirigida por Warwick Thornton con guion de Steven McGregor y David Tranter. Inspirada en unos hechos reales ocurridos en 1929 (aunque parezca que estemos cincuenta años atrás), la cinta cuenta la historia de la huida y juicio del aborigen Sam (Hamilton Morris), tras matar en defensa propia a un propietario blanco. Acompañado de su mujer Lizzie, Sam emprende una fuga a través del hostil interior de Australia, donde el calor, los animales salvajes y las otras agresivas tribus aborígenes serán el menor de sus problemas. Completan el reparto un discreto Sam Neill, Bryan Brown y un jovencísimo Tremayne Doolan.
Las fronteras, como decíamos al principio, se difuminan en esta película; no solo aquellas geográficas, que apenas existen en un territorio tan vasto como el australiano, sino también las fronteras temporales, espacios de tiempo en que el progreso se va haciendo hueco y se estrella, como las olas del mar, una y otra vez contra los tozudos muros de quien se sabe, por la tradición, con el poder de ser juez y parte. Gruesos muros de mentalidades arcanas y obsoletas que terminan por erosionarse y derrumbarse, no sin llevarse a más de un inocente por el camino. Eso es lo que le ocurre a Sam, perseguido por el odio en un tiempo donde la razón lucha por imponerse paso a paso.
Una virtud de este género está en su capacidad de transposición a otros espacios y otras épocas, porque si es verdad que el continente oceánico es un espacio idóneo para su cultivo, bien podemos transportar este tipo de historias a territorios más cercanos. Problemas de lindes y tomas de justicia por la propia mano hay en la sección de sucesos de cualquier periódico rural actual… Con todo, un punto a favor en Sweet Country es acercarnos a una historia tan terrible como desconocida: la del genocidio de los pueblos y culturas aborígenes australianos.
El western sigue vivo y quizá sea por que no está tan lejos, ni tan al Oeste…
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