Que la Fuerza nos acompañe: sobre Star Wars y el contraataque del imperio Disney
Tras El despertar de la Fuerza, séptima entrega de la saga de La guerra de las galaxias estrenada en 2015, llega estas navidades a las pantallas de cine Rogue One: una historia de Star Wars; segundo disparo láser de los muchos con los que la compañía Disney, nueva propietaria del universo creado por George Lucas, tiene previsto asediarnos en los próximos años. Dos películas que son solo la punta de lanza de un nuevo contraataque galáctico (nuevos episodios, films derivado, videojuegos, cómics, series animadas y un sin fin de productos comerciales), con el que se pondrá a prueba si la Fuerza será suficiente ayuda para acompañarnos en esta nueva andadura interplanetaria.
El despertar del warsie
La mayoría de seguidores de Star Wars experimentamos una sensación de alivio cuando, sentados en nuestra butaca el 15 de diciembre de 2015, sonaba la inolvidable fanfarria de John Williams, dando paso a los títulos de crédito finales de El despertar de la Fuerza. La decepción por las precuelas proyectaba una sombra tan alargada que, cuando se estrenó el esperado episodio VII de la saga, nuestras expectativas eran tan grandes como nuestro miedo. Y por experiencia sabíamos que el miedo lleva a la ira («¡George Lucas! ¿Por qué nos has hecho esto?»), la ira lleva al odio («¡Muere, Jar Jar Binks!»), y el odio lleva al lado oscuro («Estas no son las precuelas que estabais buscando. Pueden irse. Muévanse»). Así que J. J. Abrams, como el buen artesano que es, nos dio exactamente lo que queríamos ver; o mejor dicho, lo contrario a lo que no queríamos volver a ver. Y nosotros salimos del cine encantados. Sin embargo, con el paso de las horas y de los días, según íbamos rumiando la película en nuestras cabezas, nos fuimos dando cuenta de que habíamos caído presas del truco de manos del más avezado prestidigitador de la morriña friki hollywoodiense. Abrams nos la había colado por el lado oscuro.
Pero los warsies nos lo merecíamos. En una mezcla de talibanismo fanático y nostalgia, habíamos hecho de La guerra de las galaxias una experiencia vital tan profunda que pensábamos que nos pertenecía. Y Lucas lo sabía. Así que asqueado como debía de andar por aguantarnos, y con suficiente dinero en sus bolsillos como para empapelar la galaxia entera, vendió sus tip-yip de los huevos de oro a Disney y les deseó que la Fuerza los acompañase. Era una consecuencia lógica, si tenemos en cuenta su tendencia natural a la infantilización. En un principio el cineasta pensaba que la compañía del Tío Gilito le dejaría meter su zarpa creativa en el asunto, pero cuando, ya con J.J. Abrams de por medio, le dijeron que sus orientaciones narrativas para una nueva trilogía estaban muy bien, gracias, pero que se apartase del camino porque sus seguidores querían una cosa y él seguía empeñado en darles otra, el bueno de Lucas se dio cuenta de que había vendido su criatura al reverso tenebroso de la Fuerza. Pero ya era demasiado tarde. Disney sabía lo que queríamos y ese viejo chochales debía retirarse, cual Obi-Wan Kenobi derrotado, a su solitario exilio en Tatooine.
Que El despertar de la Fuerza sea un remake encubierto de Una nueva esperanza (o reboot si lo prefieren, una especie de vuelta a empezar de la saga), no deja de ser consecuencia directa del miedo que tenía Disney a nuestra encolerizada ira fanática. Por lo que fueron a tiro fijo y nos dieron lo que pedíamos; aunque barnizado, eso sí, por el espíritu de los nuevos tiempos: una protagonista femenina por aquí, un afroamericano por allá y la repesca de los personajes clásicos para que, como ya decía Han Solo en el tráiler al subirse de nuevo a bordo del Halcón Milenario, todos nos sintiésemos como en casa. Lo advirtió George Lucas tras el primer visionado de la película, y en esta ocasión la ira no nublaba su perspectiva de viejo Jedi: «Creo que a los fans les va a encantar. Es básicamente la clase de película que han estado buscando». Vale, era una sentencia cargada de sarcástica mala leche, pero tan certera como el disparo con el que Luke Skywalker destruyó la primera Estrella de la muerte.
Así que, asumida nuestra culpa, quedaba disfrutar de una cinta que, por otro lado, es efectiva en lo que propone y nos permite ser optimistas con respecto a lo que promete para el futuro (esta vez en una galaxia no tan lejana: la de las próximas Navidades. Mínimo las cuatro siguientes).
Disney: la serialización de la galaxia
Un buen amigo de George Lucas, Steven Spielberg, sorprendía hace un tiempo con unas declaraciones que algunos tildaron de incendiarias, pero que en realidad rezumaban sensatez: «Estábamos ahí cuando el western murió y habrá un tiempo donde las películas de superhéroes seguirán el camino del western». Spielberg, como se desprende de sus palabras, anunciaba el inevitable y próximo agotamiento del cine superheroico, género que de forma machacona ha copado masivamente nuestras salas desde que, con la coordinación de una invasión militar (fase 1, fase 2, fase 3…) Marvel Studios comenzase a desarrollar en 2008 su propio universo cinemático. Varias películas al año marvelitas, sumadas a las de su competidora Warner Bros (que tiene los derechos de los personajes de DC Comics) y a las de Sony (que tiene a su vez los de algunos superhéroes marvelianos como Spiderman, X-Men o los Cuatro fantásticos), por no olvidar la contribución de productos televisivos (Neftlix, Fox…), aporrean pantallas grandes y pequeñas de todo el mundo con trajes de colorines, capas voladores y demás atrezo comiquero, en un continuum que amenaza con extenuar a la audiencia.
Paradójicamente, el aviso de Spielberg sobre el cine de superhéroes es el mismo que suponemos le habrá hecho a su amigo George cuando Disney, dueña de Marvel Studios a su vez, se hizo con Lucasfilm y por tanto, con los derechos de explotación de Star Wars. Porque con el anuncio de su ambicioso (comercialmente, ya veremos si artísticamente también) proyecto de sacar una película galáctica cada año, sea de una nueva trilogía o de personajes secundarios, lo que se vislumbra es una avalancha de midiclorianos cinematográficos y mercadotécnicos con los que saturar nuestra hoy receptiva sangre de Jedis. La cosa amenaza con sobredosis de Star Wars.
Una nueva esperanza, el cuarto episodio de la saga (pero el primero en ver la luz), inauguró en 1977 una nueva forma de hacer y entender el cine. A sus revolucionarios efectos especiales, sumó una nueva dimensión comercial con la que vender una película. Conocido es que George Lucas cedió los derechos de taquilla del film a cambio de quedarse con los de la explotación de su merchandising, una maniobra que a los capos de la Twenty Century Fox les pareció en su momento suicida, pero que al poco tiempo de su estreno se demostró como una jugada maestra de un tipo que tenía tanto o más de empresario visionario que de cineasta. No se puede entender el cine-espectáculo de las últimas décadas sin él. No se trataba solo de vender una película, si no de meter en tu casa todos los elementos de su universo. Por eso, porque el éxito de Star Wars no se reducía simplemente a sus aciertos cinematográficos, si no a la creación de una cosmología propia que funcionaba como una nueva mitología pop, Lucas nos dio la oportunidad de continuar sus aventuras en nuestra propia casa, ya fuese con libros, juguetes, videojuegos, juegos de mesa y de rol, o series animadas. Incluso con tazas o llaveros de los personajes o de sus naves espaciales. Cualquiera cosa valía si se ganaba (más) pasta con ello.
A ese tótum revolútum que ampliaba los arcos argumentales de las películas se le conoció como universo expandido, recopilación de información que no ostentó nunca la condición de canon respecto al original fílmico, pero que sí contaba con el beneplácito de Lucasfilm. Algo así como un «te dejo jugar con mis muñequitos si obtengo dinero con ello, pero el que decide cuando llegue el momento qué es oficial y qué no, soy yo». Detrás de este poderoso concepto se fue construyendo por tanto una idea que iría calando profundamente en un nuevo espectador de cine, el cual se iría amoldando mentalmente a la idea de sagas multi-episódicas que se complementaban. Así, la concepción primigenia de trilogías (secuelas y precuelas) que inauguró Lucas, se fue quedando corta poco a poco para un nuevo público que con la llegada de la edad dorada de la televisión, iba manejando con soltura y naturalidad los códigos narrativos de la serialización.
Acostumbrados como estamos a tragarnos maratonianas temporadas de capítulos en una especie de cliffhanger catódico permanente, los primeros que supieron aplicar esta nueva realidad narrativa a la pantalla grande fueron Marvel Studios que, como ya hemos señalado, comenzaron una serie cinematográfica total con sus superhéroes. Si en nuestras casas podíamos estar enganchados a extensas dramatizaciones episódicas, ¿por qué no íbamos a poder hacerlo también en los cines? Sería a razón de dos o tres capítulos de hora y media o dos horas cada año, con la consabida parafernalia mercadotécnica detrás. Claro que sí; no hay que olvidarse nunca que los negocios son los negocios.
El imperio Disney contraataca
Con la vista puesta en este nuevo tipo de audiencia, el imperio ha sacado todo su arsenal a pasear. Si la avalancha de productos de Star Wars ha marcado la existencia de nuestra cultura pop en las últimas décadas de forma omnipresente, la llegada de Disney se nos presenta ahora como el contraataque definitivo con el que cubrir nuestra (de momento) permanente demanda de nuevas aventuras espaciales. «La fuerza estará siempre con nosotros», es la declaración de intenciones con la que Kathleen Kennedy, productora de Lucasfilm, anunció el desembarco de Disney en el universo galáctico en 2012.
El nuevo asedio comenzó con la comentada El despertar de la Fuerza (J. J. Abraams, 2015), continuación directa de las idas y venidas de la familia Skywalker en las seis películas anteriores, e inicio de una nueva trilogía que será completada en diciembre de 2017 con el episodio VIII (Rian Johnson) y dos años más tarde con el episodio IX (Colin Trevorrow). Por el medio, por si acaso nos olvidábamos de la Fuerza y sus caminos, Disney nos obsequiará con otros tantos spin-off. El primero, ya en las salas de cine, es Rogue One: una historia de Star Wars (Gareth Edwards), en la que se narra cómo fue el famoso robo de los planos de la Estrella de la muerte citado en el episodio IV. El siguiente, que verá la luz en las Navidades de 2018, será nada menos que el de la juventud de Han Solo (con Alden Ehreich al frente y dirigido por Chris Miller y Phil Lord); para dos años más tarde, y aún pendiente de confirmación, seguir con un western galáctico protagonizado por el caza recompensas Boba Fett. Y seguro que la cosa no se queda ahí.
El ritmo es extenuante. Pero la irrupción de Disney se ha hecho patente no solo en las pantallas de cine, si no en la proliferación de un merchandising galáctico que no era hasta ahora precisamente escaso. Casi cualquier cosa que se te cruce por la cabeza puede encontrarse en tu tienda más cercana bajo el logo de Star Wars. Bueno, cualquier cosa menos ese tipo de cosas, marrano, que a fin de cuentas es una compañía de dibujos animados la que lo comercializa. Pero del resto hay de todo. Seguro. También han aparecido libros, cómics, videojuegos y series animadas. Y todos ellos, al igual que el nuevo material cinematográfico, pasando olímpicamente de lo contado en el universo expandido, para escarnio de millones de frikis que llevaban décadas rellenando más aún los bolsillos de George Lucas.
Una amenaza nada fantasma
No se puede entender el calado popular de Star Wars si no comprendemos el papel fundamental que el visionado de sus películas han tenido en nuestra infancia. Hay un antes y un después en la vida de cualquier crío tras ver las andanzas de Luke Skywalker (no está tan claro si también las de su padre Anakin). ¿Qué sería de nuestra niñez sin haber imitado el sonido de un sable laser? ¿Hay algo en la vida de mayor valor espiritual que los saberes de la Fuerza? ¿Cómo abriríamos las puertas de un ascensor sin nuestros poderes Jedi? ¿Tendrían nuestras mascotas nombres molones de no ser por los personajes de La guerra de las galaxias? ¿Cómo justificaríamos nuestros actos moralmente discutibles de no existir el lado oscuro? ¿Entenderíamos la diversidad lingüística española (o la del mundo en general) de no llevar toda una vida debatiendo si se pronuncia J-e-d-i o J-e-d-a-i? El calado de la obra de George Lucas trasciende todo tipo de razonamientos. De niños queríamos ser Caballeros Jedi. De adultos, lo somos.
Quizá, el caso que mejor ejemplifica lo relacionado que está este sentimiento de fanatismo con nuestra niñez, sea la regla Ewok: si viste de adolescente o adulto El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983), odias a esos osos amorosos con túnica que son los ewoks; si por el contrario viste el episodio VI de chavalín, los adoras. Es una lógica infalible. Por cierto, en el universo Star Wars ya existían dos spin-off con anterioridad a la Era Disney, producidos directamente para televisión y protagonizados por estas simpatiquillas criaturitas (sí, pertenezco al segundo grupo de la regla): Caravana de valor: la aventura de los Ewoks (John Korty, 1984) y Ewoks, la batalla de Endor (Jim y Ken Wheat, 1985). Ya en su día, Lucas descartó estas películas como canónicas, así que suponemos que ahora Disney las condenará al agujero negro del universo expandido.
Como decíamos, todo en Star Wars está relacionado con el sentimiento de nostalgia. Es difícil pensar en que haya muchos adultos que se puedan hacer nuevos seguidores de la saga. Y no porque sea un producto exclusivamente infantil (que algo de eso tiene), sino porque está concebido para tocar unas teclas determinadas que se encuentran especialmente afinadas a unas edades muy concretas. Si se me permite el símil deportivo, este fenómeno puede entenderse mejor como una especie de afición futbolística. Uno no elige de qué equipo quiere ser, simplemente lo es; porque tu afición se forja fundamentalmente cuando eres niño y esos sentimientos te acompañan de por vida hasta el punto de perdonarle lo imperdonable a tu equipo: como descender a segunda división (¡esas precuelas!) o los goles en propia puerta (¡Jar Jar Binks!). Por eso, sabemos que cuando haya un nuevo partido, por muchas que hayan sido nuestras decepciones, por mucho que se haya comercializado con nuestras ilusiones, volveremos al estadio. Y eso Disney lo sabe. Esperemos que la saturación que puede traer consigo la compañía de Mickey Mouse se quede en una mera amenaza fantasma.
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No sé por qué todo el mundo habla tan mal de las precuelas. Sí es cierto que el episodio I se hace largo y Jar Jar Binks es el personaje más odioso del cine en la historia (no sólo de Star Wars), pero Darth Maul es un malo genial, y los episodios I, II y III encajan muy bien con la trilogía original (que tiene mucho mérito), y hace de los 6 episodios una bonita historia de Anakin Skywalker. El episodio III es tremendo, puede que el mejor de la saga Star Wars. Lástima que la mayoría de los espectadores sólo quieran historias sencillas y fáciles, disparos láser (???) y sin mucho argumento.
Lo siento, Javier. Yo discrepo totalmente respecto a las precuelas. Y para nada creo que se deba a que prefira «historias sencillas y fáciles, disparos láser y sin mucho argumento». Fundamentalmente no me gustan porque me parecen MUY MALAS.
Me explico.
En primer lugar: las precuelas tienen graves problemas de continuidad (véase esa Leia recordando a su madre en El retorno del Jedi; ese Obi Wan Kenobi que no recuerda a R2D2; y suma y sigue).
En segundo lugar: están muy mal escritas. Me gusta la historia de fondo; la decadencia de la República galáctica y cómo va creciendo en sus entrañas el futuro Imperio galáctico a la sombra de los Sith. Pero su desarrollo narrativo deja mucho que desear. Es complejo y denso desde el punto de vista político, el romance de Anakyn-Padme da vergüenza ajena, el paso al lado de oscuro de Anakyn es sonrojantemente torpe (por no hablar de su «razón» definitiva)… Pero no solo eso: la mayoría de decisiones argumentales cruciales de la trilogía también están mal escritas. ¡Ese Yoda huyendo al exilio sin dar explicación en medio de su pelea con Palpainte! ¡Esa muerte «de pena» que sufre Amidala al dar a luz! ¡Ese Anakyn acabando con (otro) campo de enegía por azar! Sinceramente, tan interesante es la historia de fondo, que mejor nos la hubiesen dejado como estaba, esbozada solamente en la trilogía original.
En tercer lugar: no soporto esa obsesión de Lucas por meternos con calzador personajes clásicos que no aportan nada. En un universo infinito y poblados de millones de planetas… ¡Chewbacca es amigo de juventud de Yoda! ¡C3PO es construido por Anakyn Skywalker! ¡El padre de Boba Fett es el puto padre de todo el ejército clon!
En cuarto lugar: los efectos digitales… TODO es DIGITAL. Parece que estemos viendo un videojuego. Continuamente.
Y en quinto lugar, pero posiblmente la razón más importante de por qué no me gustan las precuelas: son ABURRIDAS. MUY ABURRIDAS.
Estoy parcialmente de a cuerdo contigo en tus razonamientos. De todos modos la trilogía original la vi cuando era un niño y me prendó, viéndola ahora me parece de lo más infantil, poco increíble y aburrida. Vamos, que no la veo mejor que la trilogía «precuela». Al fin y al cabo las cosas tienen su momento, y la trilogía original, en su momento fue genial. Vamos a quedarnos con eso :)
En eso estamos de acuerdo: Star Wars hay que verlo de crío. Y si efectivamente en ese momento nos pareció genial… que nos quiten lo bailado! :)
Un saludo!