No hace demasiado tiempo, habría sido impensable que seis mil personas acudiesen a un concierto celebrado en una pequeña localidad del centro de Alemania para proclamar su odio a los extranjeros y celebrar, de paso, su adhesión al nazismo. Nadie habría creído que varios partidos de ultraderecha pondrían contra las cuerdas algunas de las principales democracias europeas y, por supuesto, tampoco habría sido posible que un presidente de los EEUU respondiese con semejante ambigüedad al asesinato de una joven en una contramanifestación convocada para detener la marcha de unos supremacistas en Charlottesville, Virginia. ¿Qué ha ocurrido para que nos encontremos en esta situación? La respuesta se encuentra en algún punto de nuestra historia reciente, en el momento en que se rompió uno de los últimos consensos globales asumidos tras la primera mitad del siglo XX: el antifascismo.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, todos los actores políticos de Occidente, desde los anarquistas a los conservadores, pasando por los socialdemócratas y los liberales, compartían con el bloque soviético un rechazo total y absoluto al fascismo. No en vano, acababan de librar la peor de las guerras contra la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler y el Japón de Hirohito. No obstante, a lo largo de la Guerra Fría (entre 1945 y la década de los 90) el antifascismo fue perdiendo presencia política y social. Es indudable que, en este proceso, el progresivo olvido del horror nazi tiene una gran influencia, pero no debemos olvidar que, ya en tiempos de Stalin, las democracias occidentales comenzaron a equiparar la falta de libertades del régimen soviético al totalitarismo fascista. Sin entrar a valorar aquí la validez de dicha consigna, lo cierto es que el razonamiento dinamitó el puente del antifascismo que por entonces cruzaba el mundo, atravesando incluso las barreras impuestas por la política de bloques. La oposición total y absoluta al recuerdo de los fascismos como elemento identitario se convirtió en algo incómodo para Occidente: conectaba con enorme facilidad a personas de todo el mundo con la resistencia frente a las terribles dictaduras que asolaron el mundo. No hay más que sentarse frente al televisor y echar un vistazo a la ingente cantidad de películas que Hollywood ha producido (y produce) sobre el mayor conflicto bélico de la historia: en ellas, el soldado americano no lucha tanto contra el fascismo (como los comunistas), como por su país; por la prosperidad y democracia americanas, que fueron, en definitiva, los valores de la vanguardia propagandística que Occidente articuló frente al comunismo.
Desde el final de la Guerra Fría, con la derrota de la izquierda en la lucha de la hegemonía ideológica, militantes progresistas han dado la espalda incluso al que durante décadas fue su último reducto: el antifascismo, en la actualidad, se entiende como una postura radical. Los efectos de este proceso los estamos viendo en directo: ante la inestabilidad provocada por la crisis económica y migratoria en el siglo XXI, el fascismo ha encontrado espacio social y mediático para reorganizarse. En muy poco tiempo, la ultraderecha ha pasado de la clandestinidad a la que se veía abocada por la presión social y policial, a formar partidos que optan a conquistar el poder en toda Europa. Al otro lado del Atlántico, mientras tanto, Donald Trump coquetea con los modos fascistas. También hemos olvidado que, más que en ningún otro, en este movimiento las formas son el fondo.
De nuevo, el fascismo suaviza su horizonte ideológico tanto como sea necesario para avanzar en la dirección que realmente le interesa: una nueva forma de entender y organizar la contienda política; de nuevo, las élites toleran su presencia, convencidas de que dirigir la frustración de las masas en esa dirección resulta inocuo; y, de nuevo, la opinión pública está cayendo en la trampa lógica de equiparar fascismo y antifascismo, como de hecho hizo Trump en sus primeras declaraciones tras el atentado de Charlottesville. La última vez que la humanidad comprobó a dónde lleva este camino, hubo que contar las víctimas en decenas de millones.
No cabe la equidistancia entre quien desfila para proclamar la superioridad de la raza blanca y quien se interpone en su camino dispuesto a detenerle. Simplemente, la tolerancia no se puede extender hacia quien quiere acabar con ella. Algo tan sencillo de entender, un razonamiento que los medios occidentales aplican sin fisuras al afrontar el terrorismo, se resquebraja cuando toma la forma del antifascismo. Y lo hace porque es una enseñanza histórica legada por el comunismo que, no hace demasiado tiempo, toda nuestra sociedad asumía como propia.
Resulta frustrante tener que volver a explicar que, cuando el fascismo entra en escena, es necesario prevenir, dialogando con quien aún no está infectado por esta plaga ideológica, pero que con el fascista no se puede razonar. Una sociedad no puede permitirse ese lujo. Al fascista se le detiene.
No busquen en esta expresión una amenaza velada, ni un signo de radicalismo. A menos que a nuestra sociedad ya no le quede siquiera el consenso sobre cómo es posible plantar cara a quienes quieren infectarnos a base de mordiscos intelectuales y violencia, no puede haberlo. El antifascismo es un imperativo social sensato, porque cada centímetro ganado por la extrema derecha nos acerca a la barbarie. Recuperar el terreno costará vidas. Mantenerlo, es deber de todos.
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