«Ana y los lobos»: la muñeca destrozada
Aquellos que tengan la suerte de pasear estos días por las calles de Madrid, bien sean residentes bien sean aves de paso, sepan que este mes de marzo es el de Carlos Saura. El ciclo de los eternos cines Doré está dedicado a la figura de este director aragonés. El domingo cuatro de marzo estuvo posando fugazmente para muchos espectadores que se hallaban por el café del cine, y las colas se agrupaban para visualizar su premiada Cría cuervos, aunque aquí se va a analizar una película menos conocida que otros títulos del director: Ana y los lobos, filmada en 1972. Para los que no la conozcan, la película es abrumadora y acaba siendo sofocante en sus últimos minutos, sumergiendo al espectador en un martirio similar al que sufre la protagonista (por favor, ojo, destripamientos progresivos a lo largo de este artículo). Se rodó un año después de El seductor (Don Siegel) y recupera la atmósfera claustrofóbica de una obra rodada en los interiores de un caserón y la trama de pájaro enjaulado, que son tanto el personaje que interpreta Clint Eastwood como el interpretado aquí por Geraldine Chaplin.
Para una situación general, la estética de la pieza recuerda automáticamente al cine de Buñuel: escenas como la de un general montando a caballo en medio de un campo de berzas o la de una matrona llevada a cuestas por tres criadas, pululan en el medio del caserón donde habitará temporalmente Ana, inglesa que se instala para cuidar de tres niñas. Interpretada por una joven Geraldine Chaplin, Ana acerca al madrileño caserón alejado de todas las miradas un fresco estilo hippy, extranjero, melena larga y rabiosas faldas cortísimas que esbozan al típico setentero que comenzaba a surgir en esos años. En España, el año en que se rodó el film coincide con la etapa final del franquismo y la relajación del régimen. Por este motivo, Saura se atreve a aportar una visión de la España rancia de la época, el funesto país que sus ojos testimoniaron durante la dictadura; un lugar soportado por tres pilares: la religión, el ejército y la represión sexual. Ana jugará con los personajes a lo largo de la película, como las niñas juegan con la muñeca Dolly.
Buñuel en su día había burlado la censura realizando todo tipo de ágiles triquiñuelas: por ejemplo en Viridiana, donde el final que brinda al espectador es el de tres personas jugando a las cartas, aunque la lectura más profunda apunta a un salvaje trío entre tío, sobrina y criada. En Ana y los lobos la simbología es menos sutil. Vayamos por partes.
El caserón que acoge a Ana está ocupado por una matrona, interpretada por Rafaela Aparicio, una mujer que de cuando en cuando finge o sufre ataques y una especie de locura transitoria. Sus tres hijos son Fernando (Fernando Fernán Gómez), José (José María Prada) y Juan (José Vivó), este último casado con Luchi. Esta es una mujer cuyo papel en la casa parece irrelevante y es totalmente tratada «como un mueble»; así lo sentencia ella a viva voz desde la veleta del caserón, amenazando con suicidarse mientras su camisón ondea en el aire. Esta es una escena claramente surrealista donde parece que Saura concentra una crítica hacia el papel de la mujer en la sociedad franquista: una mera criadora de hijos que debe callar y aguantar las infidelidades constantes del marido y cuya voz no se oye hasta que al fin amenaza con quitarse la vida.
En los hijos se reúne la simbología tratada por el director. Fernando ofrece al espectador diferentes imágenes que recuerdan a los cuadros barrocos donde se representaban los diversos santos eremitas que pueblan la historia bíblica. Todos los elementos del auténtico anacoreta se compilan en su pequeña cueva: la calavera humana, la vieja y gigantesca Biblia, la manta remendada de un saco de patatas, la cama de piedra… Ejemplo de estas escenas son los lienzos San Antonio Abad de Fray Juan Bautista Maíno (1612), El eremita de Salomón Koninck (1643) o San Pablo eremita de José de Ribera (1640), cuadros en los que pudo basarse el cineasta a la hora de diseñar el personaje de Fernando. Anótese como curiosidad la fecha de todos estos lienzos, compuestos en el siglo XVII en plena etapa contrarreformista en la que la Iglesia concentraba todas sus fuerzas en luchar contra el fantasma protestante que se elevaba en Europa. El dolor y el martirio atraen al personaje y, al conocer su infancia, el espectador averigua que desde pequeño un dedal lleno de pinchos le era colocado en su pequeño pulgar con el fin de que abandonara la succión continua del dedo. El sufrimiento se instala desde bebé en su cuerpo y de mayor este va a representar la religión mortificada de España.
El segundo hermano, José, es el inquietante hombre que gobierna la casa. Es capaz de leer la correspondencia de Ana justificando que es su labor para mantener el buen orden. Conserva en una amplia habitación una colección de uniformes y armas que pide a la institutriz que limpie. Ella accede a sus deseos y se mofa de su aspecto de general que dispara valerosamente contra un pájaro de juguete. José, de niño y hasta que hace su comunión, vestía de niña obligado por sus padres. De ahí su obsesión por la masculinidad y autoridad, pues sus ridículas fotos travestido ocupan los recuerdos de su infancia.
La represión sexual viene de la mano del tercer hermano, Juan, que se dedica a escondidas de los demás a visionar películas pornográficas junto con su criada, amén de arroparse en la cama de Ana y enviarle cartas eróticas. Una de ellas, de tono muy subido, parece que pudiera haber sido censurada ya que, en la filmación, la escena estaba altamente deteriorada, lo que podría haber sido producto de un corte propio de la censura franquista.
El culmen de la película llega en sus últimos minutos. Si hasta ese momento el tono cómico y el surrealismo salpicaban la obra, la violación de Ana por parte de Juan, el corte de pelo que le aplica Fernando y la final ejecución de la mano de José sumergen al espectador en la agonía de la protagonista. Hasta ahora, ella había optado por la burla y el enfrentamiento con los tres lobos, pero cuando se aleja de la casa es atacada por ellos, unidos por las palabras de la madre, que anhela que sus hijos siempre estén juntos. La venganza toma lugar al liquidar a esa extranjera que había osado burlarse de sus costumbres e incluso encender sus deseos reprimidos.
Con el final, esta frase de Fernando cobra sentido: «Créeme que no hay lobo, no hay león, no hay tigre, no hay basilisco, que llegue al hombre, a todos excede en fiereza». La naturaleza depredadora del hombre, del macho ibérico, aparece en medio de esos matorrales en donde Ana es asesinada cual cierva devorada por los lobos. La muñeca encontrada por las niñas, totalmente sucia, ahogada en el barro y con el pelo cortado, que se declara «está muerta, no puede tener hijos, pobre Dolly», es la advertencia del final de Ana, que cerrará la película con una imagen estremecedora: postrada en el suelo, boca abierta, ojos en blanco y dos disparos en la frente. Declarada muerta, no podrá tener hijos, una dolly que osó penetrar en la España profunda y jugar con la religión, el ejército y el sexo.
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