Chanakia, el Maquiavelo indio
En Occidente pocos han oído hablar del tratado indio de filosofía política que anticipó en casi dos milenios la razón de Estado maquiavélica. Comparado desde su descubrimiento con El Príncipe, el Artha-shastra convierte el bien común en el verdadero fin del gobierno del rajá. Su autor fue consejero y mentor de los tres emperadores que unificaron por primera vez la península del Indostán en tiempos del imperio Maurya. Más de dos mil años después, la figura mítica de Chanakia Kautilia sigue protagonizando series de televisión en la democracia más grande del mundo.
India, cuna de la civilización
La Península del Indostán es, por derecho propio, una de las cunas de la civilización. Allí surgió, hace más de tres milenios, la llamada cultura del valle del Indo. Una región en la que, como en Mesopotamia y Egipto, la fertilidad de un río aceleró el ritmo de la prehistoria. Desde Irán y Afganistán, hasta las faldas del Himalaya, más de dos mil ciudades con sólidas construcciones de ladrillo daban cobijo a varios millones de habitantes. Se alimentaban del grano que cultivaban tras las crecidas del río y, para el segundo milenio a.C., su pujanza permitió la jerarquización social y la organización del primer Estado de la región. Entonces, una sequía y el hundimiento de su comercio borraron del mapa la mayoría de sus poblados. Los que resistieron comenzaron a escribir, entrando en la historia.
Fue entonces cuando arrancó el periodo védico, que recibe su nombre de los primeros textos sagrados del hinduismo. El primero y más antiguo, el Rigveda, puso por escrito, en sánscrito, una tradición oral milenaria que cristalizó en el Punyab a lo largo del segundo milenio a.C. y aún continúa formando parte del genoma cultural hindú. Nos habla de una sociedad ganadera, en pleno descubrimiento de la agricultura, y hace la primera mención del sistema de castas sociales que ha caracterizado la historia del subcontinente indio.
Entre guerras, mestizajes y migraciones, el sánscrito y Brahma, el dios creador, fueron extendiéndose y engullendo otras creencias locales que formaron parte del hinduismo primitivo. Mientras nacía una religión milenaria entregada por completo a una península, la unidad política del territorio quedaba proscrita en el periodo de los janapadas, las ciudades-Estado del periodo que, como las griegas, compartían creencias mientras comenzaban a cruzar las primeras espadas de hierro. Como en la Hélade y como en cualquier otro tiempo y lugar, los más fuertes (es decir, los que mejor trabajaban el metal) acabaron imponiéndose y configurando unos reinos llamados mahajanapadas.
En la gran leyenda de este periodo, el Majabhárata, una guerra de cientos fue transformada por la tradición oral y el anhelo de épica en una grandiosa epopeya. En el colmo de los paralelismos con la Ilíada, el texto tiene incluso un autor mítico, Viasa, aunque el sabio del lejano oriente no era ciego. A pesar de ello, la conexión entre estas dos civilizaciones pujantes, la mediterránea y la índica, pronto iba a hacerse tangible. Entre los griegos y los hindúes vivían los persas, herederos de Mesopotamia, «la tierra entre los dos ríos» de los primeros escritores de la historia.
Cuando su rey, Ciro el Grande, cruzó las montañas que separan Oriente Medio del subcontinente indio, los mahajanapadas se habían extendido hasta el Golfo de Bengala en lo que se llama la segunda urbanización, que protagonizó un desarrollo filosófico y ascético clave no solo para la historia india, sino universal: los persas hicieron tributario de su imperio el mundo que estaba alumbrando a Buda Gautama, heredero de la revisión que el jainismo ascético había realizado del hinduismo.
Durante dos siglos, mientras el budismo acumulaba fuerzas en las tierras que nunca ha podido conquistar, los territorios más occidentales del subcontinente, como Pakistán y Afganistán, proporcionaron mercenarios al imperio persa en su lucha contra los griegos. No obstante, ya sabemos que no fueron los asiáticos quienes lograron asaltar el continente vecino. Sería Alejandro Magno, espada en mano, quien lograría deshacer el nudo gordiano, en un fulgor descubridor que cambiaría la historia de la región.
El gran conquistador dejó a su paso un territorio libre de la influencia persa. Libre, en realidad, de cualquier gran influencia política externa, con unos reinos helenísticos que pronto fueron devorados por el imperio Maurya, el primero que logró unificar la India. Y lo hizo atendiendo a los consejos de Chanakia Pandit, también referido en las fuentes como Visnú Gupta («aquel que aparenta ser ateo, pero tiene a Visnú en el corazón») o Kautilia (por aquel entonces, «el engañoso» o «el astuto». Hoy también podríamos decir «el maquiavélico»).
El Imperio Maurya
La irrupción en la historia de Chanakia, el rey Chandragupta Maurya y la formación de su imperio, aparecen referidos en diversas fuentes de nombre indescifrable. El Mudra-rakshasa, una obra teatral compuesta en realidad en el siglo IV d.C., explica que en época helenística Chanakia fue ofendido por el rajá más importante de la región, Dhana Nanda, por lo que juró vengarse ligando su destino al joven Chandragupta, al que se propuso convertir en monarca de toda la península. Las fuentes griegas de la época refieren la aparición en la región de un joven líder al que llamaron Sandrácoto, que afirmaba haber conocido al mismísimo Alejandro y estaba enfrentado al rey de la dinastía Nanda, monarca del reino Magadha que controlaba el norte del subcontinente. Todos los testimonios coinciden, pues, en que el aspirante a Emperador de la India y su astuto consejero comenzaron a finales del cuarto siglo a.C. una carrera de alianzas y traiciones que, con el tiempo, se demostró acertada.
La tradición india asegura que Chanakia organizó entonces una red de agentes que se extendió por todas las provincias del reino que quería asaltar y tanteó la lealtad de los notables del reino, hartos de las corruptelas de los Nanda. Con su ayuda y sus recursos, y con la colaboración de algunos griegos que verían en la operación una forma de debilitar el reino indio más importante del territorio, Chandragupta armó un heterogéneo ejército compuesto por indios, persas, helenos, bahlikas del Punyab, escitas, nepalíes e incluso camboyanos. Parece que los Nanda tenían demasiados enemigos y Chanakia supo organizarlos a todos alrededor de una única causa. La suya.
Con sus fuerzas acantonadas a las afueras de Pataliputra (ciudad fundada según la leyenda por el mismísmo Buda Gautama), Chandragupta y Chanakia esperaron a que los problemas internos de la dinastía Nanda hicieran parte de su trabajo: la histeria provocada por la inminencia del asedio causó un levantamiento que acabó con la vida del heredero y amenazó directamente la del rey que, como cabía esperar, prefirió abdicar y exiliarse antes que ser ejecutado. Chanakia había cumplido su promesa de venganza y Chandragupta tenía ahora un reino que dirigir.
Otro cantar era el Imperio Seléucida, uno de los reinos helenísticos que nacieron tras la fragmentación de los dominios macedonios a la muerte de Alejandro. Chandragupta y Chanakia reconocieron, tras cruzar espadas con los helenos, la dificultad de enfrentarse a su vecino occidental, por lo que propusieron un acuerdo que incluyó el intercambio de una princesa griega por quinientos elefantes que ayudaron a Seleuco en sus enfrentamientos contra sus antiguos compañeros de armas.
Mientras los reinos helenísticos se desgastaban en luchas continuas, Chandragupta reconstruyó las defensas de Pataliputra y recentralizó la administración de sus territorios mientras, junto a Chanakia, recibía sabios y embajadores griegos. Gracias a algunos de ellos, como el geógrafo Megástenes, sabemos que en la corte de Sandrácoto se valoraba especialmente el orden y se vivía con frugalidad, destinando todos los recursos del Estado a mejorar la gestión de un reino que durante este periodo se extendió hacia el sur de la India, libre de la influencia occidental.
Tras casi veinticinco años de reinado, la muerte de Chandragupta hizo subir al trono a Bindusara, su primogénito. Tenía poco más de veinte años y, por consejo de Chanakia, que ya había celebrado medio siglo de vida, se propuso ocupar las tierras del norte e incluso extenderse hacia occidente, donde la retirada de los seléucidas había despejado el camino hacia Afganistán. Con el paso de los años, y con excepción de algunos reinos aliados, el Imperio Maurya pudo proclamar orgulloso que controlaba todo un subcontinente, desde el Mar Arábigo hasta el Golfo de Bengala.
Conseguida la unificación de la península, Chanakia dedicó su senectud a escribir y limitar el poder de la nobleza hindú, convirtiendo a Bindusara en monarca absoluto de un Estado renovado. Semejante política provocó que el rey tuviera que hacer frente a varias revueltas; no obstante, sus victorias lograron reforzar su poder. Cuando el rey falleció, en el 273 a. C., Chanakia llevaba muerto una década. Entonces subió al trono el más importante de los reyes Maurya, Ashoka, que llevó al imperio a su máxima expansión y se convirtió al budismo. Lo hizo sin la ayuda del consejero al que había conocido en su infancia y que, sin duda, había marcado la impronta de su Estado. Pero no sin su guía, puesto que su filosofía estaba contenida en uno de los tratados políticos más antiguos de la historia de la humanidad. Es el Artha-shastra, comúnmente atribuido a «aquel que alberga a Visnú en su corazón».
El Artha-shastra
La realidad, como siempre, es más prosaica. Efectivamente, existe un tratado relativo al arte del buen gobierno que debió empezar a componerse en tiempos de Chanakia. Su título ha sido traducido de distintas formas (Libro sobre vida práctica y gobierno político, Ciencia de la política, etc.) y su influencia puede rastrearse en otras fuentes a lo largo de la historia india, hasta que en el siglo XII desapareció repentinamente. Cuando volvió a ser descubierto, ocho siglos después, su autoría fue sometida a una crítica moderna que encontró referencias posteriores al tiempo de Chanakia, cuya rúbrica fue entonces lógicamente discutida. Los estudios más recientes señalan, no obstante, que es factible que Kautilia escribiese su tratado y sus sucesores continuasen su labor dando forma al Artha-shastra, hasta que el compendio acabó recogiendo una sabiduría acumulada durante siglos en relación al ejercicio de la ley, la gestión de la economía, la guerra, y, en definitiva, el arte del buen gobierno.
Cuando el Artha-shastra fue publicado en inglés, hace ahora poco más de un siglo, continuaba organizado en varios epígrafes, capítulos y temas que ahondan en todo tipo de cuestiones: desde el funcionariado y su preparación, hasta la administración de justicia; desde la gestión de los desastres naturales, al arte de la guerra, pasando por el papel del rey en los conflictos; desde la religión del Estado, al esoterismo. Dos décadas más tarde, el descubrimiento de una antigua transcripción en alfabeto malabar arrojó nueva luz sobre varios pasajes y, a mediados de siglo XX, una última versión del compendio apareció en el norte de la India.
Desde entonces, se han sucedido las reediciones. La mayoría respetan la autoría de Chanakia, aunque reflejan en sus estudios previos que sus escritos fueron retocados y completados durante más de cinco siglos, superponiendo temas e incluso estilos (desde la prosa inicial, hasta los versos que siempre aparecen al final de cada sección), y creando la identidad definitiva de un autor de enorme relevancia en la cultura popular india.
Chanakia ha pasado a la historia como una especie de mezcla hindú entre Homero y el Platón más politico. Para comprender su ascendencia en la India, baste señalar que el barrio diplomático de su capital, Nueva Delhi, se llama hoy Chanakyapuri. Kautilia es, de este modo, diariamente reclamado como el primer gran valedor de la unidad política del subcontinente y sus axiomas políticos son constantemente recitados como una especie de mantra político para la nación india. El Artha-shastra contiene las enseñanzas políticas de un Chanakia ordenado y normalizado que, aún hoy, es escuchado con atención en la mayor democracia del mundo.
En ausencia del gobierno, los poderosos se tragan a los débiles; pero, bajo su protección, el débil resiste al fuerte
El gobierno
Los quince libros que componen el Artha-shastra arrancan refiriendo brevemente las distintas tradiciones de pensamiento político conocidas e incluso proclaman su tratado como el principal texto de la escuela Kautilia para el arte del buen gobierno. Esto lleva directamente a una reflexión sobre la necesidad misma de la existencia del poder público.
Para Chanakia existen cuatro saberes esenciales: los vedas, la filosofía, la economía y la propia política. De todos ellos se deriva la prosperidad del hombre que, como en otros textos clásicos de la filosofía política, es entendida como una suerte de comunión entre la dimensión individual y social del hombre. La correcta gestión de los grupos humanos es lo único que permitirá, según las enseñanzas del Artha-shastra, que los débiles no sucumban ante los poderosos; lo que permitirá a la mayoría de los integrantes de la sociedad desarrollar su vida de un modo que beneficiará al grupo al que pertenecen. Para esta concepción paternalista de raíz oriental de la política es importante, además, que el más poderoso de todos los hombres vele constantemente por los intereses de la sociedad. Esto debía traducirse, en opinión del consejero real, en la protección de los desamparados. El más importante de los deberes del rey sabio según el Artha-shastra.
El raja-rishi de Chanakia recuerda enormemente a la concepción del gobernante que ofrecen otras obras de la historia del pensamiento político como las Meditaciones de Marco Aurelio: la mayor virtud del rey debe ser la capacidad para resistir las tentaciones inherentes a su poder. No deja de ser paradójico que Chanakia incluyese entre los peligros de esta clase a los consejeros más aduladores, insistiendo sobre el deber del rey de cultivarse sin descanso para ser capaz, no solo de tomar las mejores decisiones, sino saber reconocer los mejores consejos antes de tomarlas.
Otra obsesión de Kautilia es la frugalidad del rey, que debe huir siempre del lujo excesivo como forma de escapar a la sumisión a los placeres de la carne. En una visión inteligente, la humildad del rajá contribuirá además a conseguir el favor de los nobles que, viendo su modo de vida, no sentirán envidia del esforzado rey.
Lo cierto es que la vida que Chanakia diseñó para Chandragupta y sus herederos no debió ser fácil. Según el Artha-shastra, el rey tiene el deber de seguir cultivándose y ejercitándose toda su vida, en una revisión constante de sus propios procedimientos y permaneciendo siempre vigilante de la acción de sus jueces y ministros, ya que los fallos que pudieran cometer sus subordindados serían, en realidad, los suyos propios.
Para minimizarlos, Kautilia propone modernizar los mecanismos tradicionales de elección del funcionariado. Dichos criterios habían sido desarrollados por antiguas escuelas de pensamiento político de la región y manejaban criterios como la herencia de los cargos entre notables, la demostración de la mera honestidad o, incluso, la elección de personas con alguna debilidad que posteriormente pudiera ser explotada por el rey. Frente a estos procedimientos, Chanakia propone una serie de méritos demostrables que, con el paso de los siglos, quedaron perfectamente detallados en el Artha-shastra. Los ministros de Chanakia debían ser sabios, tener experiencia teórica y práctica, perspectiva, buena memoria, valentía, amplia cultura, debían ser enérgicos, amables, resistentes a la tentación, virtuosos y, a ser posible, gozar de buena salud.
Pero, si el concurso-oposición de la fase de acceso era duro, la práctica del poder en los ministerios de Chandragupta no se quedó atrás. Con el rey (y suponemos que su consejero) siempre vigilantes, la severa justicia del trono era el destino de los funcionarios poco íntegros en el ejercicio de su trabajo.
El poder dibujado por Kautilia desarrollaba una cierta burocracia gubernamental, pero sin ceder un ápice del poder absoluto del rey, que mantuvo siempre junto a él un consejo consultivo de ancianos y, por supuesto, al primer ministro del Rajá. Aquel que, según el Artha-shastra, debía ser el más preparado y capaz de todos los colaboradores del rey. Puede que la humildad no se encontrase entre las grandes virtudes de Visnú Gupta.
Aquel que sabe huir de las calamidades, las invasiones extranjeras, la terrible hambruna y la compañía de hombres malvados, estará a salvo.
La gestión de la contrariedad
Llama la atención que, en un tratado general sobre el buen gobierno, Chanakia dedique tanta atención a la gestión de catástrofes concretas. Sucede que, para Kautilia, el mal gobierno acontece siempre que alguien que debe ser ayudado, no lo es; y siempre que alguien que no debe serlo, es ayudado. También cuando se castiga a quien no ha cometido falta y siempre que alguien que merece un castigo vive con impunidad. Entre diversas consideraciones filosóficas propias de su tiempo y lugar (el mal se abrirá paso si el rey no observa el dharma), Chanakia relaciona el premio a la bondad y el castigo del egoísmo con el buen gobierno.
No obstante, parece dolorosamente consciente de que el mayor enemigo de un mandatario es la pobreza de su pueblo. Por eso recomienda atajar cualquier crisis repartiendo grano y haciendo que las monedas fluyan a través de los caminos del reino (ya saben, salida de la crisis por el lado de la inflación a finales del siglo IV a.C.); pero admite que si la crisis es precisamente agrícola, entonces el rey afrontará el peor trance de su vida. Llegados a ese punto, solo el amor del pueblo podrá salvar al gobierno.
Para reforzar la posición rey en previsión de la crisis, Chanakia establece que el rey y sus ministros deben ser los primeros en observar la ley y permanecer vigilantes contra el crimen. Lo contrario llevaría a la decadencia moral del Estado, otra de las grandes lacras que debe afrontar el buen gobierno. Por ello, el rajá no debe titubear a la hora de juzgar a uno de sus ministros. El rey debe encarnar la imparcialidad propia de la justicia, que se convierte de este modo en uno de los grandes objetivos de su gobierno. Chanakia no escribe aquí para Chandragupta; escribe también para Bindusara y Ashoka. Piensa en el futuro y por ello dedica buena parte de su Artha-shastra a reflexionar sobre la naturaleza de las leyes. Aquellas que permanecen tras el fugaz paso de un rey por el trono.
Quien impone un castigo demasiado severo, es odiado por el pueblo. Quien espera un castigo tibio, se vuelve despreciable. Quien impone el castigo merecido es respetado.
Leyes para el buen gobierno
Chanakia tiene leyes para todo: la propiedad, la gestión de los bosques, el matrimonio, la minería y, por supuesto, el papel político del rey. Pero quizá lo más interesante de su concepción del Derecho es que realiza una división tremendamente moderna entre lo civil y lo penal, anticipando muchos siglos la concepción actual de los códigos legales. Además, prescribe que, en el Derecho Civil, los agraviados tendrán derecho a iniciar el proceso judicial mediante una denuncia, pero que en los casos penales más graves el Estado se debe reservar la capacidad de iniciar y dirigir los procesos judiciales, ya que causar mal a las gentes del reino es causar mal al reino en sí mismo. El Artha-shastra prácticamente esboza un ministerio fiscal para el que Chanakia cree necesario funcionarios del más alto nivel.
El consejero alberga bajo el paraguas de lo civil todas las leyes necesarias para regular la actividad económica y cualquier asociación de iguales, incluyendo en este apartado ocho tipos diferentes de matrimonio, en función de si son fruto de un acuerdo, del amor mutuo, etc. Chanakia, que vivió dos mil años antes de que triunfase la separación de poderes, no tiene problema en ser juez y verdugo y, como buen antiguo, propone penas proporcionales para cualquier delito cometido. Eso sí, hace hincapié en la necesidad de valorar agravantes como la asociación y la organización criminal por parte de los malhechores, especialmente en los casos de los delitos económicos y políticos que amenacen la estabilidad del Estado. Atacar lo público es atacar a todos y, en su opinión, ese es el crimen más doloso que se puede cometer.
Antes de empezar un trabajo, hazte tres preguntas: por qué lo estás haciendo, cuáles serán los resultados y si tendrás éxito. Solo cuando pienses profundamente en ello y encuentres respuestas satisfactorias a estas preguntas debes comenzar.
La economía, los cimientos del Estado
Chanakia dedica varios pasajes a tratar diversos aspectos de la economía. En los diferentes capítulos de su tratado, la gestión de los impuestos, la regulación económica e incluso la gestión de los bienes públicos se abren paso en muchas ocasiones a través de sus reflexiones judiciales y políticas. De ellas se desprende una visión en la que empresa privada y Estado deben colaborar para promover el crecimiento y la prosperidad de los ciudadanos. El consejero detecta varios sectores estratégicos en los que el gobierno debe mantener un fuerte intervencionismo, como por ejemplo la agricultura y la ganadería, la gestión de los bosques o el comercio, reservando otros como la minería íntegramente para el Estado. No obstante, incluso en estos casos concibe otorgar concesiones para explotar con mayor agilidad los recursos propios.
La principal preocupación económica de Kautilia es, de nuevo, la protección del ciudadano. Este paternalismo se traduce en una extensa propuesta impositiva que no escatima en precisiones. La regla básica que Chanakia establece para los impuestos es que no sean demasiado altos como para limitar el crecimiento económico. Además, establece que deben ser fáciles de pagar para el contribuyente y de calcular para el Estado. El rey debe huir de la arbitrariedad impositiva, puesto que conducirá irremisiblemente a la revuelta, y aprovechar las buenas coyunturas económicas para recaudar capital con el que hacer inversiones en tiempos de crisis.
Hechas estas consideraciones generales, el consejero real pasa a detallar un amplio catálogo de impuestos, que van desde los más altos (una sexta parte sobre los rendimientos agrícolas, con excepciones durante periodos de escasez; y entre una décima y una cuarta parte de la actividad manufacturera e industrial, dependiendo de los beneficios obtenidos), hasta las exenciones fiscales que, en realidad, considera una forma de inversión del Estado. Este, en su papel de gran dinamizador de la la economía, deberá promover proyectos que redunden en beneficio de la ciudadanía. Es el caso de las grandes obras hidráulicas para el regadío o la recuperación de terrenos baldíos, que no pagarían impuestos durante aproximadamente un lustro; o de la recuperación de zonas catastróficas, que incluían los territorios atacados por el enemigo y para las que preveía exenciones destinadas a promover la reconstrucción de su tejido económico.
El papel del rey era de nuevo primordial en la economía. Su primer deber, por su importancia estratégica, sería salvaguardar la buena marcha de la agricultura para que a sus súbditos no les faltase sustento. También debía velar por la seguridad de las rutas comerciales que alimentaban las arcas del Estado y los pastos comunes que servían, entre otras cosas, como zonas de abastecimiento de elefantes de guerra y diversos productos empleados por la medicina tradicional india.
Chanakia concebía la competencia económica como un elemento necesario que, no obstante, podía ser contraproducente para el bien común si finalmente escapaba al control del Estado, para el que reservaba la iniciativa (que no siempre el monopolio) sobre multitud de sectores como la producción de madera, la fabricación de armas y la citada minería. El suyo era, por tanto, un modelo intervencionista apuntalado por la iniciativa del rey, depositario del poder del Estado y representante del pueblo, pero también agente económico. No es sorprendente, por tanto, que también dedicase mucho tiempo a reflexionar en torno a la capacidad que, en última instancia, permitiría al rey hacer efectivo todo su poder: la coerción. Es decir, el ejercicio de la violencia.
La flecha disparada por el arquero puede matar, o no, a una única persona. Pero la estrategia de los hombres sabios puede matar incluso a los niños en los vientres de sus madres.
El arte de la guerra indio
El Artha-shastra dedica muchas páginas a la guerra en todas sus variantes: desde la batalla en campo abierto, hasta la gestión de los servicios secretos. Chanakia dice preferir la paz siempre que las copiosas ganancias de la guerra no impongan la violencia, en un razonamiento que, efectivamente, le ha granjeado la comparación con Maquiavelo. El rey de Kautilia, como El Príncipe del toscano, debe ser prudente a la hora de escoger la guerra sobre la paz, porque la violencia muchas veces no garantiza la seguridad del reino ni la creación de riqueza. Cuando opte por la guerra, el rajá debe ser cauto para discernir qué tipo de enfrentamiento resultará más beneficioso para su reino. En cualquier caso, no debe dudar en señalar ese camino si entiende que puede ser más provechoso que la diplomacia.
Es por ello que la defensa tendrá siempre un lugar importante en el presupuesto del Estado, cuyas defensas deben estar siempre en buenas condiciones, con un ejército siempre preparado para movilizarse. No obstante, Chanakia valora positivamente otras formas de violencia como el asesinato selectivo, el sabotaje de infraestructuras, la financiación de movimientos insurgentes en territorio enemigo e incluso la guerra propagandística, para la que está dispuesto a difundir noticias falsas, alimentar supersticiones, etc. El consejero real parece estar dispuesto a todo para alcanzar la victoria antes de cruzar espadas con el enemigo.
Capítulo aparte merecen sus consideraciones en torno a los servicios de inteligencia y la creación de una red de espionaje. Agentes de incógnito disfrazados como mendigos, mercaderes, médicos y, por supuesto, prostitutas infiltradas en el corazón (nunca mejor dicho) de las cortes enemigas, entran dentro de las reflexiones del Artha-shastra, el mismo tratado que unos capítulos atrás reflexionaba sobre la naturaleza del poder y el papel del rey como protector del Estado. Además, como todo buen jefe de inteligencia debe asumir que sus enemigos emplearán exactamente las mismas estrategias que él mismo, Chanakia recomienda emplear agentes dobles que se infiltren en los servicios secretos enemigos y puedan delatar la presencia de espías en el reino Maurya. Incluso establece la conveniencia de hacerlo empleando un código secreto por si sus mensajes son interceptados y la necesidad de dar a conocer la suculenta recompensa que el rajá ofrecerá por sus servicios, ya que este tipo de agentes estará inevitablemente tentado de colaborar también con el enemigo.
El objetivo último del espionaje es, en opinión de Chanakia, atajar los pequeños problemas antes de que crezcan para otorgar ventaja al ejército del reino frente a los grandes desafíos que obligan a movilizar las tropas. Llegados a este punto, Kautilia revela una concepción de la violencia coherente con la tradición cultural hindú, incidiendo siempre en el respeto a la vida, pero recomendando, al mismo tiempo, emprender solo las guerras que verdaderamente pueden ganarse. Si finalmente llega la victoria, insiste Kautilia, se impone tratar con humanidad a los vencidos y castigar en cambio a sus dirigentes, los verdaderos culpables de haber llevado a su pueblo hacia la derrota.
¿El príncipe indio?
Para muchos occidentales, sumergirse en la cultura india es como bucear en las aguas del asiático mar muerto. Requiere esfuerzo y, en cuanto nos relajamos, nos encontramos de nuevo flotando sobre ella, repelidos por una cosmovisión que no se parece en nada a la nuestra. No es extraño que en muchos lugares del mundo el Artha-shastra se lea desde la comparativa con El príncipe de Maquiavelo, un autor europeo que vivió casi dos mil años más tarde que Chanakia. Sin duda, existen elementos que les acercan: ciertamente, la razón de Estado vive en el pensamiento del consejero de Chandragupta, que también pretende alcanzar a través del poder político una justicia que no discute la tradicional desigualdad de su sociedad, a la que no dedica demasiada atención. Sin embargo, en el Artha-shastra el famoso cinismo del escritor florentino queda diluido entre los absolutos morales de Chanakia, que escribe desde una tradición religiosa que, lejos de haber entrado en crisis a finales del siglo IV a. C., todavía trata de resistir a la modernidad. Todo su tratado está atravesado por la idea de que la prosperidad de un reinado solo puede sustentarse en la seguridad y prosperidad de la mayoría de sus habitantes.
Hay que considerar, además, que el tratado político de Chanakia se formó al mismo tiempo que uno de los imperios más extensos de la historia de la humanidad (inmediatamente por encima del romano en superficie total controlada). Frente a la fragmentada península que conoció El príncipe, el Artha-shastra fue parte de una corriente religiosa y filosófica que, bajo el reinado de Ashoka, entre el 269 y el 232 a. C., se extendió no solo por todo el subcontinente indio, ya unificado, sino más allá del Indo, hacia las tierras de los persas. Chanakia habría estado orgulloso de su último pupilo: tras la conquista de Kalinga, en la que mostró una frialdad espeluznante, Ashoka promulgó un famoso edicto en el que se reconocía apesadumbrado y lleno de remordimientos por las masacres que habían sido necesarias para rendir un territorio hasta entonces invicto. Honrando a quienes acababa de someter y con ello a sí mismo, Ashoka iniciaba el camino hacia su definitiva conversión al budismo, que recibió durante su reinado el impulso necesario para salir de la India.
Mientras su reino se llenaba de columnas conmemorativas que delimitaban los dominios de Ashoka Vardhana, el Artha-shastra continuó corrigiéndose y, en cierto modo, testándose. Como tantos otros, el imperio Maurya se fragmentó poco después de haber alcanzado su máxima extensión territorial. Luego, la historia continuó desarrollándose con parsimonia en la península del Indostán, que siempre prefirió seguir siendo hindú.
Es indudable que, cuando dos milenios después el Artha-shastra llegó a occidente, quedó establecida una fuerte conexión entre Chanakia y Maquiavelo. A pesar de ello, cabe recordar que, cuando el tratado llegó al mercado editorial británico, quedaban poco más de dos años para «los días que sorprendieron al mundo»: el 25 octubre de 1917, según el calendario juliano, los bolcheviques tumbaban el gobierno provisional ruso y, desde la crítica influencia de la aparición de la URSS en la historia contemporánea, muchos vieron en el Artha-shastra el ejemplo del buen gobierno para el pueblo que podía evitar la revolución obrera.
Quizá la verdad del Artha-shastra se encuentra en algún punto entre la razón de Estado maquiavélica y el esbozo de un primitivo sistema de bienestar. Chanakia llena cada una de las secciones de su obra de políticas redistributivas. El astuto Kautilia creyó que era deber del Estado atender a las jóvenes solteras embarazadas, a los huérfanos, a los ancianos desasistidos e incluso proteger la vida animal y el medio ambiente. Algunos autores como el historiador y antropólogo norteamericano Thomas Trautmann han ahondado en esta visión describiendo la filosofía política de Chanakia como una especie de «monarquía a la soviética», en la que un rey con poder absoluto, apoyado en unos preeminentes servicios de inteligencia, dedica sus ilimitados recursos a la búsqueda del bien común. Kautilia, además, comprende la necesidad de la burocracia, pero advierte al rey de los peligros de su atrofia. Trautmann señala con esta lectura al otro lado del Pacífico, apuntando al poder cada vez más omnímodo de los presidentes de la República Popular China (recordemos que Xi Jingping logró perpetuarse en el cargo de forma vitalicia hace tan solo unas semanas) y su continua vigilancia de la sociedad y el partido único como principal factor de riesgo interno en un régimen que parece estar trayendo las páginas del Artha-shastra hasta el siglo XXI.
El consejero real, conectando con los más bellos exponentes de la historia de la filosofía política, concibe un gobierno al servicio del pueblo, huyendo de la concepción del Estado absoluto que emana del rey que se impuso en Europa tras el Renacimiento del que formó parte El príncipe. Para servir a tal propósito, Chanakia prescribe una especial atención a la protección del débil, asumiendo que el poderoso empleará sus propios medios para favorecer sus intereses. El llamado Maquiavelo indio asume la razón de Estado, pero le da la vuelta intentando que en su reino llueva hacia arriba para que la riqueza caiga hacia los pobres. Algo quizá imposible porque, después de todo, ¿dónde hay más desamparados que en el territorio que él mismo ayudó a unificar?
Con casi veinticinco siglos de vida, el Artha-shastra continúa presente en la cultura india, convertido prácticamente en un producto de autoayuda, consumiendo ediciones que ofrecen al lector una perla de sabiduría antigua cada día. La figura de Chanakia protagoniza obras de teatro e incluso series de televisión que regresan constantemente al referente del imperio Maurya. Su tratado, supone uno de los primeros intentos del hombre por crear un sistema filosófico y político completo. Siempre vigente, como los grandes clásicos, Kautilia, fuera quien fuera, nos habla desde uno de los lugares en los que la humanidad salió de su cuna, pisó tierra firme y echó andar en busca de nuevas tierras que conquistar.
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