Cinefórum CCCLXI: «El ejercicio del poder»
De la sangre con la que bañaba su piel la protagonista de Ceremonia sangrienta pasamos sin solución de continuidad a la primera escena de El ejercicio del poder (Pierre Schoeller, 2011), una película que no se parece en nada a su predecesora y que, sin embargo, arranca con una doncella desnuda frente a las fauces de un enorme cocodrilo. Solo es un sueño furtivo, producto de la mente de un político; un devoto de lo suyo, entregado a esa voz interior que otros silencian y que siempre susurra que es posible agarrar el poder con las manos desnudas y sin achicharrarse.
Bertrand Saint-Jean (interpretado por Olivier Gourmet) es ministro de transportes del gobierno progresista francés. Tiene un perfil un poco anodino (parece haber tocado techo) y acepta la apuesta por el mismo motivo que todos los demás: sabe que puede perderla, pero está dispuesto a hacerlo; quizá incluso perdiendo merezca la pena… Al principio de su película, Saint-Jean se muestra reticente a una serie de privatizaciones que los que llevan las cuentas del gobierno ven necesarísimas. Sus asesores le ayudan con sus problemas y, mientras tanto, le recomiendan contratar a un chófer expresidiario para cumplir con un programa estatal de reinserción. Así van pasando los 108 minutos de una cinta en la que, en realidad, no pasa nada demasiado extraño: el protagonista se traga el sapo de la reforma que no quería a cambio de un ascenso, decide transformar su perfil político, se emborracha, despide a su personal y, de la forma menos interesante que podamos imaginar, provoca una tragedia tan absurda como difícil de eludir. Excepto para un político. Tan lejos como podamos del ordinario adaggio que reza que son todos iguales, lo cierto es que en este mundo solo hay una regla: el juego nunca puede parar…
El ministro tira de oficio y juega sus malas cartas para llegar a la siguiente mano de la partida infinita: lo único que puede hacer alguien que se dedica a contonearse frente a un cocodrilo es tratar de postergar el mordisco. Alrededor del apetito político del protagonista, diversos damnificados: la familia, una asesora, el chófer (sobre todo el chófer y sus extremidades inferiores) y, en menor medida, también Gilles (Michel Blanc), figura interesantísima que encarna aquí al Estado profundo. Ese que juega como la banca y acepta algunas pérdidas con lacónica sonrisa, felicitando al que gana el envite mientras la carcoma infesta su silla.
Lo cierto es que El ejercicio del poder no es una gran película y probablemente sería injusto decir que ni siquiera pretende serlo. Tal y como el propio director nos enseña, no habría podido evitar la tentación de la trascendencia. Sin embargo, lejos de la grandeza, esta película encuentra una peculiar sintonía entre el fondo y su forma, convirtiéndose en una excelente reflexión política (en formato fílmico y para casi toda la familia): una que refleja la ordinariez, la absoluta cotidianeidad, con la que la política y sus jugadores eluden las responsabilidades que brotan sin fin de la fuente de su contradicción. Y es que todos, unos sentados a la mesa, otros mirando, sabemos que vivimos en un mundo dominado por el juego con las apuestas más altas. Quizá las fichas son vidas, pero las cartas se juegan como en todas las mesas. Por eso Bertrand Saint-Jean dice que «la política es una herida que nunca sana». Porque todos los días vuelve a abrirse de par en par y nos grita ¡hagan juego!
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