En nuestro cinefórum la cosa ha ido últimamente de reivindicar obras menores de (otrora) grandes directores. Y este es el caso, exactamente, de la invitada de esta semana: La furia, rareza semidesconocida de Brian De Palma.
Es inevitable, por cercanía temática y cronológica, ver en La furia (1978) una suerte de obra derivativa de Carrie (1976). Una especie de secuela no reconocida. La cinta nos cuenta las desventuras de un ex agente de la CIA, Peter Sandza (Kirk Douglas), en su intento por encontrar a su hijo Robin (Andrew Stevens), un joven dotado de poderes psíquicos. Este ha sido secuestrado por una agencia gubernamental secreta, liderada por John Cassavettes (Ben Childress), que pretende educar y controlar las habilidades del chico para someterlas a sus propios fines. En el periplo, Peter conocerá a Gillian Bellaver (Amy Irving), otra joven con habilidades telequinéticas que se convertirá en su inesperada aliada.
Como vemos, la propuesta narrativa de la historia podría encajar a la perfección en el cosmos ficcional de la película basada en la novela de Stephen King. Pero, mientras que la primera, bajo el aspecto de un high scholl pesadillesco, abrazaba lo fantástico desde un innegable espíritu de terror adornado con una potente crítica al fanatismo religioso y al bullying adolescente, la segunda lo hace convertida en una película de acción deudora del espíritu comiquero de la coetánea Patrulla X y en la línea del thriller conspiranóico de esos años.
Sin embargo, lejos de la frescura narrativa de Chris Claremont o de la artesanía relojera de las obras de los Pakula, Pollack o Frankenheimer, aquí De Palma tiene que lidiar con un guion de John Farris (adaptando su novela homónima) un tanto perezoso y que, por momentos, no parece tomarse muy en serio lo que está contando. De ahí que, a la larga, el tono ligero general reste profundidad a sus posibles lecturas críticas (el abuso de poder gubernamental, la ética científica, la lucha por la libertad individual) y acabe contaminando una coherencia interna que brillará por su ausencia en momentos esenciales del film; como en ese duelo final en el que uno de los protagonistas pasa de elevarse en el aire como Magneto a, poco después, fallecer en el suelo tras caerse del alero de un tejado.
No obstante, la pericia visual de De Palma, que dota a la cinta de un tramo inicial trepidante y de varias escenas memorables (la huida de la cuidadora en cámara lenta, el ataque telequinético mortal a la profesora, la explosión del personaje de Cassavettes), sumado a la excepcional banda sonora de John Williams, al incuestionable carisma de Douglas y a la magnética presencia de Irving, dan como resultado el de una rareza tan imperfecta como, a la vez, absolutamente disfrutable.
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