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Cinefórum LII: Vivir

Akira Kurosawa aparece en cualquier lista de grandes directores del séptimo arte; siendo japonés, lo hace, además, no para cubrir una cuota de exotismo, sino por derecho propio. La cantidad de talentos cinematográficos que acompañan su figura es tan amplia que el espectador puede darse el lujo de escoger su favorito. Personalmente, si tuviera que destacar uno de los rasgos del genial director de Tokio, me quedaría con su inigualable poder para crear figuras entrañables, capaces de elevarse por encima de un mundo que Kurosawa critica, pero al que salva a través de sus protagonistas. Ocurre en muchas de sus películas y ocurre, de un modo enternecedor y superlativo, en Ikiru (Vivir, 1952).

El señor Watanabe (Takashi Shimura) es un ciudadano ejemplar del nuevo Japón democrático, surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Ha pasado su vida tras un escritorio, siendo fiel al gobierno que le sustenta y manteniendo las estrictas costumbres de una sociedad separada por solo un par de generaciones de un interminable medievo. Sin embargo, su vejez se ve alterada por un peculiar diagnóstico de cáncer que cambia su perspectiva vital radicalmente. De súbito, Watanabe necesita exprimir el tiempo que le queda de vida y eso choca con las rutinas de su monótona existencia. El viejo burócrata olvida entonces su trabajo y prueba la vida descontrolada, pero ni el desenfreno ni sus ganas de enamorarse son capaces de llenar el vacío que provoca la pérdida de las perspectivas de futuro. Watanabe decidirá que la única forma de dar sentido al tiempo que le queda es llenar de contenido el empleo al que ha entregado su vida. Antes de morir, debe hacer algo que le sobreviva. Algo bueno. Algo tan pequeño, sencillo y sintomático como un parque en el que los niños puedan seguir jugando cuando todos los adultos hayamos muerto.

Es a partir de este punto cuando Ikiru deja de ser un gran film y se convierte en una obra maestra, una película de Akira Kurosawa. Porque, tras una elipsis que parece querer ahorrarnos el inevitable trance de muerte del señor Watanabe, la cinta se detiene en el velatorio del protagonista, al que van acercándose familiares, compañeros de trabajo y autoridades. Es entonces cuando presenciamos un bello relato que entrelaza la realización del hombre con la aceptación de la muerte, en el que Kurosawa logra deslizar una demoledora crítica de la nueva democracia japonesa.

Por último, la bondad del moribundo parece derribar los artificios que sustentaron su vida: al continuo estampado de un prosaico sello gubernamental, se oponen los columpios. Frente a veinticinco años perdidos, se alza la última existencia de un Watanabe que logra, finalmente, vivir. Para algunos, la profundidad del verbo que sirve de título a Ikiru se conjugará construyendo un parque. Para muchos, vivir es algo que se hace también admirando las películas de un director universal, capaz de elevarse por encima de las culturas y el tiempo.

Víctor Muiña Fano
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