No es baladí que el objetivo final del protagonista de Mi nombre es Khan sea llegar a encontrarse con el presidente de los Estados Unidos de América. Pocas figuras han capturado nuestra imaginación tanto como el de los grandes nombres de la política estadounidense. Senadores, congresistas, presidentes… Da igual que su nombre coincida con el de alguno de los políticos de nuestro país: suenan mucho más importantes si vienen de más allá del Atlántico. Por ello, a nadie le puede extrañar que el cine político triunfe en los Estados Unidos y siempre nos regale nuevas muestras de su vigencia.
El mensajero del miedo es la un tanto extraña traducción al español del original The Manchurian Candidate. Basada en una novela de Richard Condon (al que los cinéfilos relacionarán con El honor de los Prizzi), nos encontramos con una historia que nos sumerge de lleno en la Guerra Fría de los años cincuenta, el miedo a los comunistas y el terror a los soviéticos y sus aliados. Un grupo de soldados americanos son capturados en una misión secreta en territorio coreano y sufrirán todo tipo de experimentos de control mental por parte de los comunistas en Manchuria. A su vuelta a los Estados Unidos empezarán a vivir sucesos extraños centrados en la figura de Raymond Shaw (interpretado por Laurence Harvey), el hijo adoptivo de un poderoso senador.
La película ha sido aplaudida a menudo como la muestra más clara y efectiva del terror a los agentes durmientes durante la Guerra Fría, una reputación merecida a tenor de lo que se plasma en la pantalla. Los soviéticos se ven aquí como unos seres casi imposiblemente poderosos que son capaces de infiltrarse hasta las más altas esferas para influenciar en la política estadounidense, sin que sus propios títeres sean conscientes de que lo son. Solamente el protagonista de la cinta, el capitán Bennet Marco al que da vida un Frank Sinatra en estado de gracia, será capaz de sospechar y actuar en consecuencia.
La película formalmente nos recuerda a las obras de su tiempo, siendo un ejemplo claro del cine estadounidense del cambio de década entre los años cincuenta y los sesenta, con la progresiva influencia de la realización televisiva. Detrás de las cámaras se escondía el mismísimo John Frankenheimer, para muchos el mejor director de televisión de la época. La película muestra en ocasiones un ritmo casi cercano al del teatro filmado de la pequeña pantalla, con montaje que permite que el espectador no se aleje en ningún momento de lo que sucede. La magistral fotografía en blanco y negro redondea el conjunto y le da a la película un acabado entre clásico y moderno que casa muy bien con la época en la que se realizó (se estrenó en 1962) y nos retrotrae a la desintegración definitiva del modelo clásico de estudios y la búsqueda de nuevos estilos con diferentes orígenes.
El tema de la película fue lo suficientemente fuerte como para inspirar una nueva versión en el 2004 que trataba de actualizar la cuestión de la influencia política y la manipulación de las personas creando agentes durmientes, actualizándolo a aspectos propios de los Estados Unidos posteriores al 11-S. El mensajero del miedo, versión siglo XXI, no alcanza las cotas magistrales del original, pero recuerda por momentos que hay temas eternos y que la manipulación política siempre es una posibilidad; que la voluntad puede ser manipulada y que nuestra propia identidad está en juego.
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