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Colonización de Cisjordania – 31 de octubre

Alice habla árabe, inglés, francés y turco. Y se insulta en hebreo con el colono que le ha robado sus tierras. En Beit Jala, junto a Belén, a vista de Jerusalén, Alice corta con unas tenazas el cartel que el colono ha puesto en la puerta que ha instalado en la finca ocupada: «cuidado con el perro», dice la señal. Clac, suenan las cadenas liberadas, mientras Alice sale pitando. No debería estar aquí. Tiene una orden de alejamiento de su propia casa y del ciudadano argentino-israelí que se le ha metido dentro. Hoy se la ha saltado. Y las tenazas no sólo liberan al perro dibujado sino también toda la rabia que esta joven periodista tiene que contener para que no se la lleven presa. O la maten. Setecientos palestinos han caído este año bajo las balas de militares y paramilitares en Cisjordania. La tierra es sangre.

Queríamos tierra y paz, pero en esta tierra no hay paz, cuenta Walid subido a la escalera desde la que cosecha su olivo. En Belén crecen los olivos en cualquier esquina. Walid y su cuadrilla trabajan en veinte árboles que parecen capaces de sobrevivir a cualquier adversidad. Ninguno vive de ellos, ni del aceite que producen las olivas: el mejor de Palestina, dicen orgullosos. Taysir es uno de los aceituneros. En realidad es obrero de la construcción, pero hace más de un año que no puede construir nada porque Israel le impide entrar en Jerusalén, donde trabajaba. Un año sin salario, ni paro, ni subsidio. «No te imaginas lo que es esto», dice mientras sus manos sacuden la sábana de las aceitunas y sujetan la rabia con la que se mata.

Israel y Estados Unidos han construido un mundo de buenos y malos, de terroristas y demócratas. Kit Klarenberg explica en su excelente boletín que el terrorismo es una construcción del sionismo y el imperialismo para cercenar las libertades públicas y justificar invasiones en el Sur Global. Los futuros neocons usaron el concepto para justificar la presión total sobre la URSS durante la Guerra Fría: Moscú era el Gran Satán que financiaba el terror del mundo libre. Los herederos de esa metafísica siguen hoy mirando a Moscú, y justifican con ella el genocidio. Los soldados israelíes que vuelan vidas y casas de palestinos no son criminales aislados, sino reforzados por una teología criminal. Y ríen a cámara porque sienten la caricia de Dios.

Cuando dejan de sentirla, se vuelven locos de remordimiento. Algunos se suicidan, como Elirán: «salió de Gaza, pero Gaza no salió de él», recuerda su familia. Otros se lo cuentan a organizaciones valerosas como Breaking the Silence, o a medios independientes como +972. Son minoría. Se reúnen en Tel Aviv, en barrios como el que habitan los que llaman invisibles: inmigrantes, sin papeles, gente sin partido, sin patria, sin dios. El polvo del desierto ciega la vista entre naves industriales y rascacielos. Es un recordatorio de que la tierra no es santa ni divina sino del viento, la arena y el sol. Y de quien la habita, como Alice, que pisotea cigarrillo con fuerza contra las piedras mientras se guarda un gramo de rabia para la siguiente batalla.


Extramuros es una columna informativa de Efecto Doppler, en Radio 3.

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Víctor García Guerrero
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