Cómo ser Caitlin Moran
Lo primero que me llamó la atención de Caitlin Moran (1975, Brighton, Reino Unido) es que sus dos libros publicados en castellano por la editorial Anagrama tenían títulos muy parecidos: Cómo ser mujer (How to Be a Woman) y Cómo se hace una chica (How to Build a Girl). Lo segundo, que en la portada de uno de ellos salía una fotografía de la propia escritora, rollo Amelie Nothomb pero sin el misticismo petardo de la autora belga: Moran lucía una incipiente sonrisa y un estrafalario look coronado por un mechón blanco de su melena cardada, con el que se asemejaba graciosamente a una mofeta rockera. Parecía una tía guay, pensé, aunque no tuviese mucha imaginación para los títulos.
Podría decir que, cuando me topé por vez primera con uno de sus libros, superé mis prejuicios lectores (que los tengo, y muchos) y me interesé por una obra que pregonaba desde su titulo, su portada y su contracubierta, un tema esencialmente femenino. Pero no. Ignoré ese Cómo ser mujer, al igual que ignoro el noventa y cinco por ciento de las novedades que están cogiendo polvo en las librerías o la infinidad de series televisivas que hay en parrilla. Por puro colapso mental. Funciono así: observo superficialmente y si una conjunción de astros o el efecto mariposa provocado por un oso panda balanceándose en un árbol de Sichuan hace que me fije en un libro, ¡aleluya! Si no, sigo con mi mirada perdida buscando no sé exactamente qué.
La realidad es que no me acordé más de la existencia de ese libro hasta pasados dos años, cuando me volví a encontrar con un nuevo título de Moran. Si el primero era un ensayo sobre el feminismo desde una perspectiva contemporánea, ahora se trataba de una novela protagonizada por una joven inglesa de clase obrera, procedente de una ciudad industrial de provincias (Wolverhampton), que se iba a Londres para hacerse periodista musical en un viaje vital que la convertiría en la chica que quería ser. Y aquello ya me interesó mucho más. Para empezar, porque el contexto de esa historia de aprendizaje eran los años noventa, década musical en la que forjé mi personalidad y cuyo trasfondo sociopolítico es especialmente interesante en el Reino Unido, y para seguir porque cualquier novela inglesa que prometa (como parecía indicar la sipnosis) referencias a nuestra cultura pop y a nuestros problemas existenciales cuenta sin duda con mi entusiasta aprobación. Siempre buscando un nuevo Nick Hornby con el que entender mejor la vida.
Así que puse en marcha mi infalible técnica de selección natural lectora con la novela de Moran: dar una oportunidad al primer párrafo y dejar que los dioses literarios me iluminen epifánicamente para saber si debo continuar o, por el contrario, tirar el libro por la ventana. Evidentemente, si estás ahora mismo leyendo esto es porque hice lo primero. Y ocurrió con ese indescriptible sentimiento de emoción que invade a un lector cuando ha encontrado su particular piedra filosofal. Leído el primer capítulo ya lo tenía claro: esta vez sí, había encontrado al nuevo Nick Hornby. Y era mujer.
Analizar el «fenómeno Caitlin Moran» desde una perspectiva no inglesa solo puede llevar a una visión incompleta. Moran es un personaje popular en Inglaterra y su figura es genuinamente británica. Su carácter, su humor, y por tanto, su forma de entender el mundo y de expresarse solo puede entenderse teniendo en cuenta ese contexto. Se trata de una periodista hecha a sí misma («todo lo aprendí del rock y de los libros»), como el alter ego de su novela, de clase obrera, sin estudios universitarios pero de carrera meteórica: entró con dieciséis años en Melody Maker y pronto se erigió como la más digna heredera de los cronistas deslenguados del rock and roll en la línea de Johnny Rotten o Julie Burchill; a esa misma edad publicó su primera novela (The Chronicles of Narmo) y a los dieciocho ya era presentadora de un programa musical en Channel 4. Además de locutora de radio y de haber inspirado una serie de la BBC (Raised by Wolves), en la actualidad sigue siendo columnista de televisión para The Times, habiendo recibido por su trabajo alguna de las distinciones más prestigiosas del gremio. Además, sus publicaciones en inglés (cuatro títulos a día de hoy, y un quinto en marcha) la han convertido en superventas internacional, abriéndole las puertas también del cine, medio para el que está trabajando en la adaptación de su última novela junto a Danny Boyle (Trainspotting, Slumdog Millonaire). Visto su precoz currículum, se podría afirmar de Caitlin Moran que es una triunfadora. Y lo es, pero realmente su éxito radica en haber conseguido el reconocimiento popular y profesional por medio de su natural forma de ser. Cómo ser ella misma, o lo que es lo mismo, cómo ser una mujer del siglo XXI.
A muchos lectores y, lo que es peor, lectoras, puede que la perspectiva de leer lo que a todas luces parece un manifiesto feminista (Cómo ser mujer) o literatura impregnada por ese espíritu (Cómo se hace una chica), les cause una pereza infinita. Porque nuestra cavernícola sociedad patriarcal ha conseguido ensuciar el término «feminista» hasta pervertirlo y porque, a la hora de leer, a casi nadie le apetece ser aleccionado, al menos de forma directa. Sin embargo, pensar que los escritos de Moran pecan de cualquiera de estas desventajas es fruto exclusivamente de la ignorancia ya comentada acerca de su figura. En Inglaterra saben lo que les espera con ella: la reivindicación malhablada, rocanrolera y extremadamente cómica de lo que debe ser el feminismo: es decir, la igualdad entre sexos a través de un comportamiento natural con uno mismo. «Cada mujer es una manera de ser feminista», defiende Moran firmemente.
Este punto de partida es el que tendría que motivar a cualquier mujer para acercarse a sus libros. Porque, como ella reconoce, el proceso de ser una misma emana de la certeza de que «una mujer no nace, se hace» (Simone de Beauvoir). Y ella está dispuesta a contar sus más estrafalarias meteduras de pata en ese viaje. Y lo hará con honestidad, optimismo y humor, haciendo, como el ya mentado Hornby, de la empatía su mejor arma como escritora. De ahí que el sexo, la música, el amor, la moda, la familia o el aborto sean algunos de los muchos temas que trata desde su personalísimo punto de vista pero con el que cualquiera puede identificarse. Y es que Moran huye de la intelectualidad y defiende sus posturas con gracia y una concisión con la que cualquier sesuda erudita soñaría. No la llaman «la reina inglesa de la hipérbole» por nada. Su discurso está comandado en todo momento por la bandera de la inclusión buenrollera, dejando el cinismo y la mala leche para otros. Y eso es una virtud incontestable que la redime de su aparente tendencia a la frivolidad. Además, desde un primer momento nos queda claro que no pretende competir con las líneas de pensamiento más académicas y serias: su objetivo principal es el iniciático, convencer al gran público de que es feminista aunque no lo sepa. Y eso incluye, por supuesto, a los hombres: «un feminista varón es uno de los productos finales más gloriosos de la evolución».
Porque si hay razones obvias y sobradas para que el público femenino se acerque a Moran, el lector masculino debería esgrimir estas mismas y de paso añadir que nunca le sobrará un poco de concienciación feminista. Que no se asuste el cromañón medio: en Moran no hay ni rastro de un feminismo panfletario y excluyente. Además, a su discurso de género integrador le añade otro tan interesante como el de clase, con el que reivindicar su identidad obrera y la capacidad de la cultura como el motor de cambio social más importante de nuestra época.
Así que hay que leer a Caitlin Moran. Todos. Para reconocer nuestra realidad, para aprender de nosotros mismos y de los demás, y para reírnos de buena gana. Saber cómo es Caitlin Moran es saber cómo es (o tendría que ser) la mujer en la sociedad actual. Y también el hombre. Porque no lo dudemos: todos somos Caitlin Moran. O deberíamos.
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