El deseo proscrito: Lolita y el ogro de Rais
El oscuro asunto de las pasiones pedófilas ha creado muchos personajes de ficción, pero ninguno tan inverosímil como el muy real Gilles de Rais, un noble medieval francés tan repleto de jugos diabólicos que hubo de desahogarlos, primero, matando ingleses y, después, violando, martirizando y descuartizando a varios cientos de chiquillos. De Rais fue extremadamente sensible a las artes, igual que el erudito británico John Ruskin, pero este no despierta más que compasión en su desdichado apego por las niñas.
Humbert Humbert, el maduro profesor trastornado por Lolita en la novela de Nabokov, es un personaje universalmente vilipendiado. Más que por sus actos, por sus pasiones: Humbert desea ardientemente a una niña y eso, en nuestros sistemas morales, no puede ser. Rompe una familia, provoca la muerte de una persona, asesina a otra y abusa de la nínfula pero, aunque no hubiese hecho nada de todo eso, aunque hubiera conseguido encerrar su deseo dentro de su propia piel, ese anhelo reprimido bastaría para hacer de él un personaje siniestro. Alguien a quien señalar con el dedo.
Humbert malo, Ruskin bueno
H. H., en su alegato, olvidó mencionar a John Ruskin entre los ilustres adultos que alguna vez se enamoraron de criaturas. El decimonónico y respetado intelectual inglés, teórico de las artes y la estética, padeció en su vida íntima amargos sufrimientos causados por su atracción hacia la belleza infantil.
Todo son conjeturas acerca de los motivos que llevaron a Ruskin a no consumar su matrimonio con Effie Gray durante los seis años que duró. Según algunas teorías, el pudoroso esteta habría vivido en la idea de que las mujeres reales se asemejaban a las impolutas estatuas clásicas y, a la vista del velludo pubis de su esposa, al olor de sus efluvios corporales, habría retrocedido aterrorizado. No hizo mucho por desmentirlo el propio Ruskin, quien adujo, vagamente, que ciertas circunstancias en la persona de su mujer le habían impedido recorrerle el cuerpo como de él esperaban ella y la sociedad victoriana.
El matrimonio fue anulado en 1854 y pocos años después se desplomaba Ruskin a los pies de una tierna pupila llamada Rose La Touche, que contaba nueve primaveras cuando él bordeaba las cuarenta. Acabó pidiendo la mano de la niña y hubo de sufrir, primero, el rechazo de la familia y después, tras largos años de espera, el de la propia Rose mayor de edad. Moriría ella en plena juventud y Ruskin continuó su existencia martirizado por depresiones, ataques de locura y accesos delirantes en los que creía comunicarse con su amada difunta.
A Ruskin, en realidad, no hay nada que reprocharle desde nuestra moral ventajista. Él sublimó sus pasiones sin causar daño a nadie más que a sí mismo y de su candor, probablemente, se habría carcajeado Gilles de Laval, barón de Rais, que cuatrocientos años antes se enfrentaba a sus fuegos íntimos de manera bien distinta.
El monstruo que cabalgó junto a Juana de Arco
Gilles de Rais fue un héroe de guerra; alguien capaz de reír y matar al tiempo que las lanzas enemigas buscaban su corazón. Alguien que nacía, noble y rico, en 1404, quedando pronto huérfano y a cargo de su ponzoñoso abuelo, Jean de Craon, en cuyo castillo aprendió las peores cosas y leyó las peores lecturas, y por cuya permisividad gozó de las peores libertades.
El brutal y agresivo Gilles encajaba en la sombría Francia de la época, asolada por batallas y escaramuzas. Fascinado desde niño por la sangre y la guerra, la historia lo presenta excitado en mitad de las carnicerías, aullando y descargando su hacha a diestra y siniestra. En uno de esos torbellinos irá a descubrir, mientras hunde la espada en un capitán inglés y presencia sus estertores, un voluptuoso goce físico que le acabará llevando, andando el tiempo, a un envilecimiento difícilmente concebible.
Los azares unen su suerte a la de Juana de Arco cuando el rey le confía a esta un ejército y el mando del barón es reclamado. Al frente de las tropas cabalgan, así, un diablo sádico y una muchacha virgen y modesta que dice oír y seguir voces divinas. El de Rais queda hipnotizado por su pureza y parece, insólitamente, encontrar cierta inspiración noble en su compañía.
Tras la campaña victoriosa, Gilles es nombrado mariscal de Francia con veinticuatro años, algo nunca sucedido. De vuelta en su castillo, sin el menor interés por su esposa ni por su hija, añora las matanzas de ingleses y perpetra asaltos con sus hombres por simple diversión. En 1431 Juana es quemada viva y Gilles, perdida aquella presencia benéfica, lejos de guerras con que liberar su pulsión criminal, empieza a despeñarse en la furiosa locura que siempre le había rondado.
Orgías, tormentos y alquimistas
En 1432 degüella a un efebo después de haberlo sodomizado. Ese año empiezan a desaparecer de los campos cercanos muchachitos que nadie volverá a ver. Se especula con que si los ingleses y que si los bandidos, pero los labradores sospechan la verdad. Es el miedo al señor de Rais lo que ata sus lenguas.
En su castillo de Tiffauges se entrega a desenfrenados desvaríos a la vuelta de sus cabalgadas. Derrocha fortunas caprichosamente y una ruidosa fanfarria acompaña sus idas y venidas. Nombra sus propios obispos y canónigos, jueces y fiscales; forma una corte ostentosa y absurda para colmar su vanidad. De enfermiza sensibilidad a la música, manda crear un coro infantil que le transporta al éxtasis y llega a ceder valiosas propiedades a cambio de niños de voz angelical.
En las cámaras de tortura del castillo se deleita largamente con los padecimientos de las pequeñas víctimas, saboreando sus agonías. Después, clava sus cabezas en picas y decide cuál es la más bella. Cada noche, los cadáveres son quemados en una enorme chimenea y cada amanecer, paralizado por el temor, el mariscal acude a misa y se arrodilla, arrasado en lágrimas, entre los cánticos de sus niños.
La prodigalidad va devorándole poco a poco la fortuna y, cercano a la ruina, las algaradas empiezan a apagarse a su alrededor al tiempo que las últimas luces de su razón. A partir de entonces, en torno a de Rais comenzarán a pulular nigromantes, hechiceros y alquimistas que acabarán participando también en las orgías, aun sabiendo que la sodomía es castigada con la hoguera. Los raptos de niños, ahora encargados a malhechores y desconocidos, siguen procurándoles diversión, pero el barón está más preocupado por rehacer su fortuna mediante la alquimia. El mago Eustache Blanchet persigue la piedra filosofal en unas dependencias del castillo donde Gilles permanece, ávido, el tiempo que no le ocupan misas y tenebrosas bacanales.
Buscando remedios a su suerte acabará invocando a Belcebú por medio de sus hechiceros, pero para entonces las sospechas de la justicia sobre los niños desaparecidos y los rituales esotéricos ya son claras, aunque insuficientes: es necesaria una excusa poderosa para actuar contra un mariscal de Francia. Gilles la proporciona irrumpiendo con sus soldados en mitad de una misa para amenazar al clérigo, violando así el privilegio eclesiástico.
Es finalmente acusado de herejía, sodomía, brujería y asesinato, y juzgado por la justicia civil y por la religiosa. Tras un dramático proceso que le ve pasar de la ira al arrepentimiento, accede a confesar los crímenes y da detalles de su delectación violando y lacerando a los muchachos y oliendo su carne quemada. Son tantas las aberraciones relatadas que el obispo cubre el crucifijo con una capa mientras dura la confesión; al terminar, lo descubre y le habla al señor de Rais:
«Reza para que se apacigüe la justa y espantosa cólera del Altísimo. Llora para que tus lágrimas purifiquen a las fieras enloquecidas de tu ser».
Gilles de Rais, que inspirará la terrible figura de Barba Azul, es ahorcado y quemado en la hoguera el 26 de octubre de 1440.
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