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Entrevista a César Rendueles: «Es muy difícil que se pueda intervenir en la crisis ecosocial sin la acción coercitiva del Estado»

César Rendueles lleva tiempo pensando en los bienes comunes y, aunque acaba de escribir su segundo libro sobre la cuestión, es la primera vez que se acerca a LaSoga para charlar con nosotros. Se notan las horas de vuelo sobre la desaparición de los bosques y los pastos comunales; las décadas de debate sobre la propiedad colectiva, la burocracia y el Estado. En el horizonte, la crisis ecosocial y, también, una posible hoja de ruta hacia un futuro postcapitalista.

En 2016 publicaste una conversación con Joan Subirats, titulada Los (bienes) comunes. ¿Oportunidad o espejismo?, en editorial Icaria. Ocho años después, publicas con Akal Comuntopía. Comunes, postcapitalismo y transición ecosocial. ¿Qué tienen los comunes que te llevan interesando tanto y durante tanto tiempo?

Los comunes son instituciones que regulan recursos de muy distinto tipo, de propiedad colectiva. Esos recursos pueden ser bosques, recursos hídricos, agua; pueden ser también servicios, como es típico de muchos pueblos, como por ejemplo la limpieza de los caminos o la caza. Entonces, lo característico de ese tipo de servicios, bienes y recursos en general, es que son un tipo de propiedad que no es ni privada, a la que estamos acostumbrados, ni tampoco pública-estatal, que es la que gestiona el municipio, el gobierno tradicional, etc. Es, de hecho, propiedad colectiva de lo que fue gestionado normalmente de manera tradicional.

Ese tipo de propiedad y de colectividad ha existido en muchísimos lugares del mundo durante literalmente miles de años, en muy distintas formas, y ha tenido dos características. Una es que han sido muy duraderas en el tiempo y, en general, también ecológicamente muy sostenibles. Es un tipo de propiedad, un tipo de gestión de los recursos necesarios para la vida que aparece en sitios donde la posibilidad de una sobreexplotación de los recursos es alta. El ejemplo típico que se pone siempre es la huerta valenciana, semiárida y con escasez grande de agua, donde los conflictos por las restricciones de agua son importantes. La otra gran característica es que en torno a los comunes se desarrollaron unas instituciones para tratar de solventar los problemas que puedan aparecer.

A mí esto me ha interesado desde hace muchísimo tiempo de una forma un poco rara, un poco paulatina. Me interesé por los comunes a principios de siglo, cuando se popularizó su vocabulario en el contexto, sobre todo, de los movimientos de cultura digital libre. El primer contacto que tuvo la mayoría de la gente con algún tipo de término relacionado con los comunes fueron las licencias Creative Commons. Entonces empezamos a hablar de los comunes, del copyleft… Todo este tipo de cosas. Ahí me empecé a interesar por la cuestión e hice una intervención en cierto sentido crítica, porque me parecía que mucha gente recurría a este tipo de categorías de una forma algo ingenua, como si pudieras trasplantar directamente experiencias del siglo XVI al contexto digital, en medio de relaciones capitalistas. Yo creo que fue una aportación interesante e importante y que a día de hoy sigue siendo muy potente.

Un segundo momento, que es el momento de la conversación con Joan Subirats, fue el momento de lo que se llama el asalto institucional. Después del 15M, las mareas, Podemos, el municipalismo, etc. Pues efectivamente, de nuevo, el vocabulario de los comunes empezó a estar por todas partes. De hecho, hay todavía partidos políticos que se llaman así en Cataluña. Hay que tener en cuenta que también en Madrid y en muchos otros lugares, debajo de todo lo relacionado con los comunes, esto estaba ahí, muy presente. Y estaba muy presente porque funcionaba muy bien como una especie de paraguas discursivo que te evitaba recurrir a un léxico procedente de distintas tradiciones políticas que tiende a enfrentarnos y a que nos liemos a bofetadas. Generaba una especie de horizonte capaz de aglutinar esas ideas utópicas, antimercantiles, feministas, colaborativas, etc. Y eso funcionó muy bien. De hecho, yo creo que funcionó muy bien para una segunda cuestión, que es volver a hablar de la propiedad colectiva en un sentido amplio. Eso yo creo que es muy interesante, porque efectivamente, durante mucho tiempo, la izquierda ha estado muy centrada en cuestiones relacionadas con la redistribución de la riqueza. Y las cuestiones relacionadas con la propiedad, los medios de producción, los medios de vida más en general, pues han ido quedando un poco olvidadas… Creo que los comunes han ayudado a poner otra vez sobre la mesa ese tipo de cuestiones.

Ese fue un segundo momento muy importante porque sirvió, también, de enlace con un tercer momento, que es en el que decidí escribir este libro: el momento en el que, desde el ecologismo político y como manera de abordar la crisis ecosocial, se empiezan a reivindicar los comunes como una salida a este tipo de aporías, este tipo de dilemas, de los conflictos relacionados con la sobreexplotación de los recursos. Son esos tres momentos los que van orientando este libro.

Has tratado de condensar muchas cosas en pocas páginas, pero te tomas el tiempo necesario para aclarar que la organización en torno a los comunes no se apoyaba tanto en la moralidad, ese viejo cliché, como en la vigilancia compartida.

Sí. Digamos que hay una especie de leyenda romántica en torno a los comunes. Yo creo que ha sido muy nociva para entender lo que suponen y también para defender su vigencia actual. La idea es que los comunes pertenecen a un tipo de sociedades aconflictivas, donde la gente se entendía de forma orgánica y natural. Que estaban vinculados o estaban completamente atravesados por una cultura compartida, por valores prácticamente idénticos. Como si fuera una ontología. Bueno, yo creo que esto no es así. Yo creo que la gente que vivía en sociedades precapitalistas era perfectamente capaz de tener conflictos desgarradores, igual que nosotros. Era perfectamente capaz de entender el extractivismo, de entender la naturaleza como una fuente de recursos.

Pero consiguieron desarrollar, al menos algunas de esas sociedades, instituciones que hacían menos deseables, menos probables ese tipo de conflictos. Los comunes son, de hecho, un tipo de recurso, un tipo de institución para situaciones en las que la posibilidad de un conflicto abierto es muy probable. Para situaciones donde se ve el abismo del conflicto muy cerca. Y, de hecho, frente a esa idea de comunión sagrada con la naturaleza y con los demás miembros de la sociedad, las instituciones comunales están llenas de mecanismos de vigilancia. Algunos muy burocratizados: hay comunidades que tienen literalmente funcionarios que están liberados, como los liberados sindicales, y dedican una parte de su tiempo a vigilar a los vecinos para que no hagan trampa. Otras veces hay mecanismos de vigilancia establecidos y suele haber, también, mecanismos de represión. Sucede, por ejemplo, en los sistemas de trabajo comunal. Yo lo viví en Perú, pero lo viví también en España. Si no participas del trabajo comunal, tienes que pagar una multa; o quizá no tienes derecho a hablar en la asamblea local o no tienes derecho a votar. Hay una serie de sanciones más o menos graduadas que penalizan a quien defrauda, a quien no participa adecuadamente de los comités. Eso podría generar incluso la exclusión del sistema. Suele haber también tribunales u otro tipo de mecanismos. Eso derromantiza un poco a los comunes, pero también hace que sean algo más cercanos a nuestras sociedades, a nuestro contexto.

Entre tus reflexiones no queda espacio para la autocomplacencia, pero sí lamentas que haya que explicar los comunes, confrontar la famosa tragedia a la que suelen quedar reducidos, y en cambio consideremos la competencia mercantil lo más natural del mundo.

Sí, yo creo que la tragedia de los comunes es un tipo de conflicto que se da a veces, es verdad. Yo siempre pongo el mismo ejemplo a mis estudiantes, que es el de la calefacción central. Yo a veces entraba a casas que tenían calefacción central y veía a la gente con el radiador a tope y la ventana abierta, porque tenían calor. Para qué cerrarlo. En el caso de un recurso colectivo que no tiene ningún sistema institucionalizado de gestión, lo que puede pasar, efectivamente, es que cada uno de los individuos que tiene acceso a ese recurso tenderá a sobreexplotarlo. Incluso aunque en realidad el resultado de esa sobreexplotación, es decir, la destrucción del recurso, no le conviene a nadie. Si no hay ningún tipo de regulación, si no hay ningún tipo de vigilancia, lo racional para cada uno de esos individuos es sobreexplotar el recurso. ¿Por qué? Si los demás se autocontienen, si son personas razonables, entonces mi sobreexplotación no va a agotar el recurso, así que lo que debería hacer es aprovecharme a tope de que los demás son responsables. Si los demás son irresponsables, para qué voy a ser yo el único pardillo que se queda siendo responsable, si total van a acabar con el recurso… Así que es una especie de espiral destructiva que acaba con ese recurso. El ejemplo típico es un pasto, pero puede ser otra cosa… Claro, eso es un juego lógico, un dilema del prisionero. Lo bonito es que es un juego lógico: si lo describes matemáticamente de cierta forma, no tiene solución. Es muy elegante y a los economistas les gusta mucho, pero la realidad es que esta situación no se suele dar o que se da en contadas ocasiones.

Los economistas dicen que esto no se da, básicamente por dos motivos: o bien interviene una autoridad externa, el Estado, que pone orden ahí y por ejemplo te multa si abres la ventana con la calefacción puesta; o bien se mercantiliza el recurso para que cada cual se haga cargo de lo que explota de ese recurso, o sea, se reparte el coste de la calefacción. Pero lo cierto es que esa no ha sido la solución habitual hasta el surgimiento del capitalismo. Ninguna de esas dos soluciones ha sido habitual. No han existido grandes estados burocráticos con la capacidad para poner en marcha ese tipo de vigilancia. No existían. Cobrar impuestos era complicadísimo y generaba muchísimas revueltas de todo tipo. No era sencillo. Además, los procesos de mercantilización amplios que conocemos hoy son muy exóticos. Es rarísimo que haya existido antes, en sociedades precapitalistas, este tipo de mercantilización. En cambio, lo que sí ha existido, de forma casi universal, en una cantidad de lugares del mundo realmente impresionante, son sistemas comunales.

Estos tienen, además, un tipo de reglas bastante parecidas, unos rasgos compartidos que son muy, muy similares. Yo tenía un profesor de lógica que decía que un tiburón y un submarino por dentro son muy diferentes, pero por fuera se parecen bastante. Las leyes de la hidrodinámica son similares para todo el que tenga que nadar o moverse en el agua. Con las instituciones comunales pasa un poco parecido: las instituciones son completamente diferentes, las sociedades y las culturas son muy muy diferentes, pero las relaciones de cooperación tienen algunos rasgos en común.

En el trance histórico que desnaturaliza a los comunes e impone la lógica del mercado, muchas cosas quedaron atrás: el campesinado pierde su lugar como sujeto político, la mujer queda (también) económicamente relegada, aparecen las leyes contra vagos y maleantes… ¿Cuánto cambiamos al olvidar lo comunal?

Mucho, porque si los sistemas comunales tienen un rasgo distintivo respecto a otros tipos de propiedad colectiva como puede ser la propiedad público-estatal, es la capacidad de autogestión, la soberanía política. Eso es lo que distingue a los comunes. De hecho, incluso podemos hacer el ejercicio de pensarlo como un continuo, no pensar en la propiedad colectiva público-estatal y la propiedad comunal como dos cosas completamente diferentes. Desde esta perspectiva, lo distintivo y lo que nos iría acercando a lo comunal y nos alejaría de lo público-estatal sería la capacidad de intervención democrática, de autogestión de quienes van a usar ese bien común o quienes cuidan de ese bien común.

Entonces, en ese momento de surgimiento del capitalismo en el que tiene tanta importancia la discusión de los bienes comunes, de los comunales, el elemento central es precisamente la pérdida de soberanía. Tiene que ver mucho más con la libertad, seguramente, que con el bienestar material. Lo que pierde la gente al perder el acceso a los bienes comunales y otro tipo de recursos afines a los bienes comunales (que no son exactamente bienes comunales, pero se les parecen mucho) es poder sobre sus propias vidas, es poder de decisión.

A veces también es un argumento clásico de muchos liberales. «Bueno, pero si en el mercado les fue mejor, al final». Ese «al final» te das cuenta que es 150 años después. A toda esa gente le dio igual lo que les pasó a sus nietos, para ellos todo fue mucho peor. Pero bueno, aceptamos pulpo como animal de compañía. Fue mejor al final, para sus nietos. Incluso aceptando eso, que no es verdad, lo que perdieron fue capacidad de control de sus vidas, capacidad para gestionar sus trabajos, decidir cuándo trabajaban, cómo trabajaban, en qué condiciones… Y eso fue el elemento esencial: obligar a la gente a buscar trabajo en el mercado, destruyendo los recursos de vida sobre los que tenían autonomía, control, control colectivo.

Esto afectó a muchas más cosas. Lo ha contado muchísima gente, Peter Linebaugh, sobre todo. Por ejemplo, muchísimas festividades, certámenes deportivos, tenían lugar en terrenos comunales. Cuando se destruyeron esos terrenos comunales, se perdió también todo un acervo cultural muy importante. Es un poco lo que nos pasa a nosotros: si no tenemos espacios culturales comunes, pues dependemos del mercado y del Estado para que nos los suministren. Es muy difícil gestionarte si no tienes ni tiempo ni dinero ni un espacio físico donde hacer esas actividades. Eso pasó ya a partir del siglo XVI, en un proceso muy caótico. No voy a construir ahora un retrato hegeliano, de un avance hacia peor, pero fue todo muy caótico, con idas, venidas… Fue un proceso internacional que fue muy conflictivo, pero visto retrospectivamente desde el presente, es un avance hacia peor, de pérdida de autonomía.

En el libro citas a David Harvey, que se refiere al proceso privatizador que arrancó a finales del siglo XX como la segunda acumulación por desposesión. Es algo que está afectando gravemente a los servicios públicos: no son exactamente comunes, pero su degradación nos adentra todavía más en la lógica del mercado.

Sí, no son comunes, pero tampoco dejan de serlo exactamente. Esto tiene que ver también con viejas batallas… Hace veinte años, cuando efectivamente se empezó a hablar de los comunes en el contexto digital, de la cultura libre (era un contexto bastante liberal), se popularizó un lema que me tocaba mucho las narices y que era «ni público ni privado, común». Entonces, a mí me parecía que la oposición de lo comunal a lo privado no tenía nada que ver con la oposición de lo comunal o público. La oposición de lo comunal a lo público no tiene por qué existir. Puede haber una continuidad, porque ni todas las instituciones comunes son iguales, ni todas las instituciones públicas son iguales. Pensamos siempre en el sector público estatal y represivo: pensamos en la policía, en el manicomio, en una cárcel… Pero también podemos pensar en una escuela infantil, en un centro cultural, donde las posibilidades de autogestión son muy amplias y las posibilidades de participación de los usuarios son también potencialmente muy amplias. O por lo menos en algún momento de la historia y en algunos países lo han sido. Está el ejemplo de Yugoslavia: se han hecho experimentos a gran escala de participación de los usuarios de los servicios públicos, de una forma que hoy nos resulta casi inimaginable.

A mí me parece que lo que hay entre lo público y lo común, o lo que puede haber, es una relación de continuidad. Y, de hecho, un asunto muy interesante y muy olvidado es que la configuración actual de las instituciones públicas, muy burocráticas, muy autoritarias, no se debe a una especie de inercia, no es una maldición weberiana a la que estamos condenados, sino que es el resultado de una batalla política. Después de la Segunda Guerra Mundial, dos concepciones muy diferentes de cómo debía ser el Estado de posguerra, keynesiano, se dieron de bofetadas. Fue una batalla literalmente sangrienta, donde los partidarios de acercarse lo más posible al status quo de la preguerra… bueno, pues sabían que había cosas que no se podían volver a hacer: no se podía volver al mercado globalizado manchesteriano que había antes. Pero pedían que los servicios públicos del Estado discurrieran dentro de unos estrictos cánones de orden. Y, en cambio, los trabajadores, las fuerzas antagonistas, querían justamente apropiarse de esos nuevos servicios públicos que se estaban desarrollando. La batalla fue una batalla por la democratización de los servicios públicos y por la autogestión de los servicios públicos. Otra cosa es que las fuerzas del orden se impusieron, ganaron la batalla. Pero no sabemos realmente cuánto podemos comunalizar los servicios públicos. No tenemos ni idea.

En ese sentido, yo creo que sí podemos hablar de un proceso de segunda acumulación originaria o de una apropiación similar a la de la primera apropiación originaria. Vino después de esa contrarreforma neoliberal de los 70, que ha consistido básicamente en una transferencia brutal de bienes públicos a manos privadas. Sobre todo, a través de, una vez más, una teoría del Estado. El neoliberalismo no ha sido nunca ni solo ni principalmente una teoría económica, sino una teoría del Estado.

En el centro de este libro y en el centro de lo que planteas, aparece una palabra a la que acabas de referirte: burocracia. Te pediría que nos expliques un poco lo que planteas en torno a ella.

Lo que ocurre con la burocracia es que seguramente deberíamos inventarnos otra palabra… Es un término tan negativamente connotado que es quizá imposible resignificarlo. De hecho, en el libro uso un poco el término técnico que se usa en Sociología, que es el que usa Weber y no precisamente para designar una montaña de papeles, que es la imagen que todos tenemos en mente, con sellos ininteligibles y trámites imposibles, sino un poco lo contrario: una serie de dispositivos, de procesos de racionalización de las organizaciones colectivas. Eso es la burocracia. El proceso por el que cualquier tipo de organización colectiva (puede ser un sindicato, un hospital), intenta racionalizar todos los procesos al máximo para alcanzar sus objetivos. Los que sean: suministrar salud, representar adecuadamente a los trabajadores, los que sean, para conseguirlos de la forma más eficaz posible. El culmen de la burocracia, en este sentido, sería por ejemplo un quirófano: un lugar en el que está todo regulado con vistas a conseguir unos objetivos ultraconcretos. O también la cabina de un avión: está todo previsto, cualquier posibilidad que se te ocurra. Eso es la burocracia. Pero, claro, habitualmente lo usamos con otro sentido, con lo que es complicado muchas veces.

Creo que es interesante pensar o dar una vuelta a cuál puede ser la convergencia de esas aspiraciones de democratización, autogestión y soberanía con los procedimientos burocráticos que nos permiten, en primer lugar, ganar la eficacia que esperamos en cierto tipo de servicios y recursos. Todos esperamos que, al abrir el grifo del agua, salga agua potable. Que la podamos beber y que eso no dependa del capricho de una asamblea o de a quién le ha tocado ese día gestionar el agua o si tiene los conocimientos necesarios. Yo creo que ahí necesitamos efectivamente la eficacia que proporciona la burocracia.

En segundo lugar, y esto es muy importante también y se nos olvida, la burocracia tiene una dimensión ética, moral, que tiene que ver con la garantía de universalidad, la garantía de igualdad de trato. Esto pasa mucho, también, cuando llegas a un sitio colectivo. Yo siempre pongo el ejemplo de una ocupación o de un centro cultural, porque me ha pasado varias veces: llegas allí y sientes que todo el mundo se conoce, que todos tienen sus dinámicas propias y no sabes muy bien cómo intervenir; no sabes muy bien cómo entrar ahí porque te parece un círculo muy cerrado. Si eres una persona extrovertida (no es mi caso), pues buscas la manera, pero otra gente se ve expulsada. Es normal y no tiene nada de malo. La burocracia lo que proporciona es una garantía de igualdad de trato que no depende de las relaciones personales. Vas al centro de salud y no necesitas conocer a la enfermera o al enfermero, necesitas a un administrativo que esté en la puerta, porque hay una serie de protocolos, a veces terriblemente engorrosos, pero estos te garantizan que te van a atender sin esa necesidad de relaciones personales. Y, por cierto, es algo que no pasa en países que tienen una estructura administrativa o estatal muy débil, que tienen una institucionalidad muy débil. Por eso a veces transmiten esa sensación de corrupción generalizada. Porque, lo que busca todo el mundo cuando acude a servicios públicos muy ineficaces, que no tienen esa institucionalidad pública, es algún tipo de conocido; alguien que te ponga en contacto con alguien que te pueda, de alguna manera, allanar el camino en esa selva institucional sin normativa clara, sin unas reglas de acceso claro.

Yo creo que esa es una herencia muy valiosa en sociedades complejas como las nuestras, en las que nos vamos moviendo de una colectividad a otra y en las que esa movilidad tiene mucho que ver con la libertad personal. Y desde luego que eso plantea tensiones con la soberanía, la democracia y la comunalidad. Pero no creo que sean tensiones insalvables. Son tensiones con las que tenemos que convivir y, sin eso, yo creo que los comunales en nuestras sociedades están condenados a tener un papel muy marginal, muy limitados a lo local, a lo inmediato, a un tipo de intervenciones poco ambiciosas.

Si queremos que lo comunal llegue a la gestión de un aeropuerto o a la gestión del agua en la ciudad, como decía antes, o a la gestión del sistema sanitario, tenemos que pensar cómo se va a encabalgar esa gestión democrática con la racionalidad democrática. Es absurdo pensar que ese tipo de intervenciones va a desaparecer o deba desaparecer.

Sin embargo, también explicas que, antes, la economía estaba empotrada en otras actividades y ahora en cambio no solo se ha independizado, sino que las domina todas. Esa racionalidad democrática está inevitablemente relacionada a este proceso y, por si esto no fuera suficiente, nos encontramos en un momento en el que la institucionalidad formal parece uno de los pocos asideros que nos quedan…

Sí, bueno… La posibilidad de ir a peor, yo siempre lo digo, hay que tenerla muy presente. Para ser honesto, la idea de la aversión al arriesgo tiene un punto de racionalidad. No es una perspectiva que desprecie necesariamente.

Luego, sí, recojo una idea de Karl Polanyi, aunque él la recoge a su vez de toda la antropología clásica. Los antropólogos de finales del XIX, principios del XX, se dieron cuenta de que en las sociedades que estudiaban no existía la economía tal y como la entendemos nosotros, como algo perfectamente diferenciado. No existía tal cosa, sino que la economía era lo que pasaba mientras eras un buen hijo, un buen marido, o mientras te relacionabas con los demás en ciertas actividades religiosas. Por eso mismo, esas sociedades, a veces, transmiten lo contrario: parecen excesivamente economicistas. Pensemos por ejemplo en la idea de una dote cuando te casas. Nos transmite la idea de que no entienden el romanticismo, el amor y los vínculos reales y que están completamente atravesadas por las cuestiones materiales, cuando es justo lo contrario. Lo que esa gente no entiende es que exista una esfera aparte, diferenciada, donde se dirimen esas cuestiones relacionadas con su existencia material. Es algo que todavía se veía en los antiguos gremios, en los que un maestro no podía despedir a un aprendiz, por el mismo motivo que yo no puedo despedir a mi sobrino si me cae muy mal. Era algo que no podía pasar. Le podía dar una paliza, eso sí, pero no podía era despedirlo. Era absurdo. Había cierto tipo de relación, que no era familiar, pero formaba ese tipo de vínculos donde lo económico era indiscernible de otro tipo de relaciones. Lo mismo pasa con la religión y otras cuestiones. Nuestra era es ese momento en el que se escinden los procesos económicos. Nuestra era es en la que aparece algo a lo que le llamamos economía.

Pero eso tiene truco, ¿verdad? Sigue habiendo un montón de actividades necesarias para la vida que no forman parte de eso a lo que llamamos normalmente economía, porque sencillamente son actividades muy difícilmente mercantilizables. Los ejemplos que se ponen siempre son el trabajo doméstico y los cuidados. Son una serie de labores de trabajo enormemente importantes para la subsistencia de la sociedad, sin las cuales la economía convencional, financiera, se desmoronaría pasado mañana, pero no las consideramos habitualmente parte de ella.

Es interesante recordarlo, aunque es algo muy sabido, para ejemplificar esa transición de una economía integrada en otro tipo de instituciones a un momento donde ciertas actividades son designadas como económicas de forma más o menos arbitraria y otro tipo de actividades extremadamente importantes dejan de serlo.

Afrontas algunas zonas de sombra o dificultades en las propuestas de lo común y señalas que hay un error, un equívoco bastante asociado a la izquierda, que es pensar que los procesos destituyentes conducen a una cierta unidad constituyente. No está escrito que eso tenga que ser así. ¿Tienen razón los que se preparan para ir a lo común vía Mad Max?

Eso pasa mucho, yo creo; ha pasado muchísimo en España. España es un país que, sobre todo en los últimos quince años, ha estado muy movilizado. Tenemos muchas veces la idea de que en España no salimos a la calle. No es verdad. España ha sido un país muy movilizado, primero a la izquierda y luego a la derecha. Lo que pasa es que nos cuesta mucho generar un cambio a partir de ahí, crear organizaciones e institucione estables. Somos como muy efervescentes, salimos a la calle y luego nos volvemos a casa. Y en esos procesos creo que a veces se genera cierta ilusión de consenso, de que participamos con las mismas motivaciones, con unos proyectos políticos, con una disposición compartida, y no es así.

Es algo que ha pasado en muchos lugares. En España yo creo que ha sido muy evidente, pero ha sido muy evidente también en Chile, por ejemplo. Todo el proceso de impugnación de la herencia de Pinochet fue brutal, increíble. El estallido, lo llaman; una explosión de indignación que tuvo un factor destituyente, literalmente. Pero, cuando eso tuvo que dar lugar a un proceso constituyente, porque había un mandato de crear una Constitución, se vio que toda esa energía destituyente, que había sido muy generalizada en todo el país desde sectores muy diferentes, no conducía a un proceso de consenso similar del lado constituyente. Había muchísimos más proyectos, programas diferentes y solo una minoría tenía un proyecto emancipador. Eso yo creo que es un problema de la izquierda y nos cuesta mucho verlo.

Y, claro, efectivamente, a veces tenemos fantasías de que, por ejemplo, se van a generar como por arte de magia y a partir de una serie de comunidades locales, con proyectos propios de autogestión, una serie de consensos libres de conflictos, armónicos. Y que por mera agregación se va a dar lugar a una especie de orden generalizado. Yo creo que eso es una fantasía. Hay muchísimos conflictos potenciales y las posibilidades de no entenderse son, al menos, tan grandes como las de entenderse.

Si no va a pasar por arte de magia, ¿qué vías podemos emplear para crear este tipo de consensos?

Bueno, yo creo que hay que recordar siempre que los comunes fueron siempre y sobre todo instituciones. Por encima de todo, esta es un poco la gran enseñanza de Ostrom: que los sistemas comunales son sistemas de normas. Son, básicamente, una norma para hacer las cosas de una manera pautada y prologada en el tiempo. Lo que necesitamos pensar es qué tipo de institucionalidad es adecuada para el contexto social en el que nos queremos mover.

Hay gente que cree que lo que tenemos que hacer es reproducir esas instituciones heredadas del pasado. Es gente que yo creo que, en general, tiene una visión catastrofista de nuestro tiempo y cree que nos dirigimos a una especie de horizonte Mad Max donde el Estado se va a descomponer por causas medioambientales y a través de todo tipo de conflictos. Que el Estado va a perder su capacidad para sostener los conflictos y, en esa especie de escenario nihilista, como de videojuego postnuclear, pues las comunalidades y los comunes serán una especie de Arca de Noé institucional; una especie Arca de Noé política que nos proporcionará recursos sociales para reorganizar la sociedad a mucha más pequeña escala, de otra manera. Es un escenario que yo prefiero ni plantearme. Lo que siempre pregunto en estos casos es cuántos millones de muertos lleva eso. La gente se queda… No sabe si es humor negro. No lo es. Eso no me interesa. Aunque fuera verdad, prefiero remar en dirección contraria. Ese es un proyecto político que pasa, literalmente, por millones de muertos. Como ese escenario no lo contemplo, no me interesa lo más mínimo trabajar en él.

Creo que necesitamos pensar en una institucionalidad diferente a la tradicional, también porque en esas sociedades tradicionales pervivían muchos rasgos que a mí me parecen muy poco interesantes, éticamente deplorables. Eran sociedades reaccionarias, muy cerradas… Había de todo, ha habido de todo a lo largo de la historia, pero muchas de ellas eran así.

Necesitamos pensar, yo creo, en otro tipo de normas, otro tipo de institucionalidades que permitan efectivamente gestionar de otra manera. Que respeten la autonomía de lo local y la gestión directa de la democracia allí donde sea posible, pero que también tengan en cuenta que va a haber conflictos a escala regional, que va a haber conflictos a escala nacional y a escala internacional. Necesitamos mecanismos anidados, es la terminología que usa Ostrom, precisamente; instituciones anidadas para resolver esa clase de problemática sin presuponer que va a aparecer por arte de magia alguna clase de armonía universal.

Yo creo que a veces en todos estos debates en torno a los comunales tiene mucho peso la tradición política anarquista. La tradición política anarquista tiene muchas cosas muy reivindicables, es una tradición que yo respeto profundamente; pero creo que siempre va a tener un problema para pensar el conflicto, sobre todo el conflicto a gran escala. No el conflicto local, sino el conflicto a gran escala. Cómo se va amplificando la gran escala histórica de los conflictos.

¿Qué pueden aportar los comunes a la hora de afrontar la gran crisis no solo ecológica, sino también social, de nuestro tiempo?

Bueno, de hecho, ya está aportando. Por ejemplo, todo el horizonte conceptual de los comunes está aportando en términos de innovación jurídica. Cada vez más juristas hablan desde la idea de ciertos bienes naturales como comunes de la humanidad.

Esto, por ejemplo, se introdujo precisamente en la Constitución chilena, que no se llegó a aprobar. Aparecía por ejemplo la cuestión del agua. Chile tiene un problema gravísimo con el agua: es el país del mundo donde más privatizada está el agua. Es absurdo: hay áreas extensísimas que no tienen agua, se comercia con ella… Se exporta a cientos de kilómetros para usarla por ejemplo en minería o en el cultivo del aguacate. Tienen un problema enorme. El problema que se veía es que el Estado era cómplice de esa privatización. No eran las empresas que hubiesen dado un golpe de Estado o algo así, sino que el Estado era un actor activo en ese proceso de privatización. Entonces se plantea la soberanía de los comunes, del agua como bien común, en el sentido de que sería un bien que estaría por encima de la soberanía del Estado. El Estado tendría la obligación de cuidar ese bien, pero no tendría capacidad, por ejemplo, para privatizarlo o para usarlo como se quisiera.

Es un tipo de figura que se está planteando muy bien. Se habla de ciertos recursos naturales o ciertas entidades jurídicas. Es algo que se ha planteado por ejemplo para el Mar Menor en España. Se ha planteado también para muchos ríos. No es una herramienta mágica. Tienen problemas, ese tipo de planteamientos, pero eso es una innovación interesante. Puede desatascar algunos dilemas que tenemos ahí. Por ejemplo, qué el papel del Estado a la hora de velar por la conservación de los recursos naturales.

Otros planteamientos tienen que ver, efectivamente, con la participación de las comunidades locales en el cuidado de los servicios naturales frente a las expectaciones extractivistas de empresas y entidades públicas que pueden sobreexplotadas. Esto tiene su propio repertorio de problemas… Pero es verdad que, a menudo, la propiedad comunal, la colectiva, esto lo dice mucho Joan Subirats, es más resiliente que la propiedad privada o incluso que la propiedad pública a la hora de resistir a la privatización.

Esto se ve muy bien, dice siempre Subirats, con la propiedad inmobiliaria, con las casas. Las casas que son propiedad comunal tienden a resistir más los procesos de mercantilización que la propiedad pública estatal. La propiedad pública estatal, viene un gobierno de derechas, abre la privatización y las privatiza. Y ya está. Las propiedades comunales son más complicadas de privatizar, aunque solo sea porque es literalmente complicado juntar a todo el mundo, que todo el mundo se ponga de acuerdo y que todo el mundo vote la privatización. Esto ha pasado en muchos pueblos de España: con los bosques comunales, las eras… Son propiedades tan distribuidas, tan atomizadas, que es muy complicado jurídicamente conseguir poner a todo el mundo de acuerdo en eso. Por eso, se habla de que la propiedad comunal es más resiliente desde el punto de vista ecologista.

A veces, esas fortalezas, yo creo que tienen un poco un lado negativo: hay cierta romantización. Porque, claro, son fortalezas que valen para algunas cosas, pero que no valen para otras. Y concretamente tienen un problema que es el que acabo de describir: se mueven en tiempos lentos, exigen procesos deliberativos engorrosos. Y, claro, la crisis ecológica es algo muy parecido a la guerra relámpago.

Necesitamos hacer movimientos a una velocidad brutal para evitar los efectos más catastróficos de la crisis ecológica en las próximas décadas. Hay que hacer cambios enormes, inmensos y a una velocidad rapidísima en la movilidad, en nuestra industria, en nuestra forma de obtener y construir energía… si queremos sencillamente ganar tiempo, ya no digo resolver la crisis ecológica, sino ganar un poco de tiempo para tratar de salvar la catástrofe más absoluta y el fin de la civilización. Ese tipo de movimientos estratégicos a gran escala, rápidos, es muy difícil que se puedan producir sin la intervención, yo diría coercitiva, del Estado.

Pongo un ejemplo: si quieres cambiar la movilidad en las ciudades, si quieres que la gente deje de usar el coche, pues se puede hacer de una forma pausada, cambiando la cultura cívica a través de procesos consultivos, democráticos, educativos… Peor eso es larguísimo. Necesitamos gente que ponga multas al tipo que quiere meter su 4×4 en el centro de la ciudad. Que le pongan un multón proporcional a su renta para que se le quiten las ganas de intentarlo. Y sin ese tipo de herramientas que consiguen cambios a gran escala, es muy complicado.

Víctor Muiña Fano
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