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Inmaculada Urzainqui: «Merece la pena recordar el afán y la valentía con los que se lanzaron a decir sus verdades los primeros periodistas»

Inmaculada Urzainqui es catedrática emérita de la Universidad de Oviedo y dirigió el Instituto Feijoo de estudios del siglo XVIII hasta 2007. Comenzó dedicando su carrera a la Literatura y, a través del periodismo ilustrado, acabó convirtiéndose en una figura esencial para el estudio de la historia del cuarto poder en España. Hace unos meses, Trea recopiló sus trabajos en un volumen titulado La República de la Prensa: periódicos y periodistas en la España del siglo XVIII. Sus compañeros presentaron el libro el día de su despedida, pero todavía le sobra entusiasmo para atender nuestras preguntas y pensar en voz alta sobre el presente del periodismo.

Este tomo que tengo entre las manos es una parte importante del trabajo de una vida… ¿Cómo llega una catedrática de Filología a convertirse en referencia de la historia de la prensa española?

Al acabar la carrera comencé a interesarme por las revistas del XVIII porque tenía una noción, todavía vaguísima, de que podían tener interés para estudiar la Literatura del periodo. Entonces me di cuenta de que no había estudios, no había nada, y empecé a ir al Archivo Histórico Nacional para saber quién estaba detrás de las publicaciones. Aquello era prácticamente tierra desconocida.

Efectivamente, encontré que buena parte de la literatura del XVIII está alojada en periódicos misceláneos de la época; pero también que el siglo suponía la fase auroral del periodismo español, que ya había empezado a finales del XVII con la Gaceta de Madrid, pero se consolida y define sus objetivos tras el cambio de siglo. Quizá nunca el mapa genérico de la prensa ha sido tan variado como en el siglo XVIII. El tema me fue atrapando. Aunque yo venía de la Literatura, me doy cuenta de que la prensa fue el gran instrumento cultural de signo ilustrado, el gran instrumento de la Ilustración. Y a partir de ahí…

El volumen que mencionas contiene distintos ámbitos de análisis y… lo he ido haciendo poquito a poco (risas). A través de colaboraciones en congresos, artículos… Hasta que, finalmente, el año pasado, cuando me jubilé, mis compañeros Eduardo San José y María Fernández Abril, a los que estoy agradecidísima, se encargaron de la edición de ese tochazo (risas). Afortunadamente, ahora ya es un tema mucho más investigado porque tenemos algo que yo no tenía cuando empecé: ¡ahora los periódicos están digitalizados!

Me resulta interesante el foco en el siglo ilustrado porque tengo la impresión de que, últimamente, hemos discutido mucho sobre el XIX español; sobre sus posibles diferencias respecto a la misma centuria en el resto del continente. ¿Qué nos pueden decir el XVIII y su prensa sobre la conexión de España con el resto de Europa?

La diferencia del periodismo español del XVIII con respecto al del resto de Europa es abismal. Cuando en Inglaterra está produciéndose la gran revolución científica y en Francia se vive la época de Luis XIV, se da un desarrollo cultural verdaderamente extraordinario. Aquí hay que esperar a 1737 a que aparezca el primer periódico cultural, que va a ser el Diario de los literatos; para entonces, Francia y sobre todo los Países Bajos venían publicando ya muchísimos periódicos. La producción de Alemania e Italia también es más importante que la española. Nuestra prensa debió mucho a la extranjera, de la que extrae informaciones, formatos… Muchas cabeceras españolas, además, tenían una vida muy corta.

A pesar de todo, aquella prensa fue el campo de maniobras para la gran prensa del siglo XIX y tiene, a su manera, las mismas aspiraciones que el resto de la prensa europea: promover el conocimiento, lo que se llamaba «el comercio literario», el intercambio de información entre intelectuales, la ampliación del público lector… La creación de circuitos de comunicación para las ideas. Durante el XVIII, la lectura de la prensa se convierte en algo social: las listas de suscripciones de muchos medios demuestran que compraban prensa los reyes, los nobles y los ilustrados; pero testimonios como el de Jovellanos ponen de manifiesto que la lectura de los periódicos se convierte en un acto social. Se leía en las tertulias, en los cafés, pero también formando corros en la calle. Todo esto hace que la difusión de la prensa supere, con mucho, a la de los libros.

Con los libros, los periódicos comparten también la censura. En el continente, poco a poco se pasa de la censura previa al cobro de una tasa de apertura, que de algún modo se va volviendo suficientemente importante como para evitar que se pongan en marcha empresas demasiado radicales. ¿Cuál fue el modelo en España?

En el siglo XVIII cualquier periódico, como cualquier libro, era sometido a censura del Consejo de Castilla antes de ser publicado. Había que pedir permiso no solo para iniciar la publicación de un periódico, sino antes de la impresión de cada número. Muchas publicaciones se quedaron en el cajón por motivos ideológicos, pero en otros casos también se aludía a un criterio de calidad. Por otra parte, estaba la Inquisición, que procedía de forma diferente. Si se delataba un número, se abría un proceso inquisitorial para determinar si se censuraba un número o bien se clausuraba la publicación.

A pesar de ello, se va abriendo paso el afán de una mayor libertad de pensamiento y esto se ve muy claro en lo que se llamó la prensa crítica de finales de siglo… Aunque, claro, vino la Revolución Francesa y eso hizo que Floridablanca entrase en pánico y restringiera las publicaciones para evitar el contagio de las ideas revolucionarias. En febrero de 1791 todos los periódicos, menos los oficiales, que dependían directamente del Gobierno, son clausurados.

Más adelante, se habla de la explosión de 1812 en Cádiz; pero, claro, todo eso no se podría haber sucedido si no hubiera habido ya una mentalidad previa. Sin todas aquellas páginas que habían manifestado esa aspiración de la pluma libre.

¿Existió algo así como un despotismo ilustrado mediático?

Sí. Hay personajes destacados de la política de la época, como Campomanes o Jovellanos, incluso de la propia familia real, que tuvieron una confianza enorme en el poder de la prensa como cauce para la apertura de horizontes y contacto con Europa. Jovellanos, de hecho, dejó escrito que confiaba en ella como piedra de toque del «silencio de la ignorancia y el comienzo de nuestra Ilustración». Incluso trató de poner en práctica algo tan elocuente y tan expresivo como esto colaborando con distintos periódicos y alentando y propiciando la actividad de la prensa escrita. Y, desde luego, estos personajes eran actores muy importantes de la política de la época.

¿Y cuál fue la reacción de los sectores más conservadores?

Frente a los amigos y promotores de la prensa, también aparecen muchos detractores. Por una parte, encontramos una postura extendida entre muchos hombres de letras, que consideraban que los redactores no tenían suficiente talento literario; les acusaban de ser frívolos y, en general, consideraban que a través de unos textos tan breves como los de la prensa no podía profundizarse en ninguna materia. Por supuesto, entre los sectores más reaccionarios también encontramos personajes que se oponen frontalmente a la prensa y el peligro que representa… Pero, al final, muchos de ellos se dieron cuenta de que a través de la prensa podían conocer cosas que no encontraban en sus bibliotecas. Por ejemplo, lo que pasaba en el extranjero. Eso acabó por provocar su  interés en la prensa.

¿Cómo era el formato de un periódico del siglo XVIII?

Hasta el siglo XIX, los periódicos no se distinguían mucho de los libros. Son pequeñitos, impresos en octavillas o cuartillas y, puestos en una estantería, se confundirían con otras impresiones. El formato y los medios imponían, por supuesto, muchos condicionantes al oficio: los periodistas tenían poco tiempo y poco espacio, por lo que querían aprovecharlo. Por lo tanto, en esta época hay pocos periódicos que tengan ilustraciones y los títulos son a veces muy poco expresivos. La letra era muy pequeñita. Digamos que no tenían un gran atractivo visual.

A medida que pasa el siglo adquieren una tipografía más clara, con más espacio, e incluyen más ilustraciones. Poco a poco aparecen dos secciones: una, de noticias de España y, otra, del extranjero. Todavía se imprimen muy seguidas y casi no se distinguen unas de otras. Es poco a poco, hasta el final del siglo, cuando se impone el periódico misceláneo, que incluye noticias de todo tipo: desde el tiempo hasta crítica teatral. Sin embargo, de política se habla poco. Solo en los periódicos oficiales y de forma controlada.

Esas secciones (esas críticas literarias, los anuncios por palabras, etc.) son las que dan una enorme popularidad a la prensa… Son los temas de la gente. ¿Es algo que también viene de Inglaterra y Francia?

El diseño del oficio, no me refiero solo materialmente, sino a los objetivos de la prensa, efectivamente viene de fuera. Sobre todo de Francia. Pero hay un formato del que no hemos hablado, un tipo de periodismo muy importante que viene de Inglaterra, aunque luego pase a España también a través de Francia: me refiero a los llamados espectadores, la prensa de ideas que nace con The Spectator inglés y que, en España, se conoció a través de la versión en francés que se publicó Ámsterdam. Es la que lee Feijoo, la que leen otros muchos, y se tituló El Espectador o el Sócrates moderno. Aquel era un periodismo que no tenía solo que ver con la noticia de actualidad; fue el comienzo del periodismo de opinión.

En España se va a formar una familia muy importante de espectadores de impronta inequívocamente inglesa. De ella forma parte El Censor, por ejemplo, pero pronto la opinión se comienza a alojar también, en otro tipo de periódicos: aparecen artículos de opinión en todo tipo de periódicos en los que periodistas y colaboradores escriben desde posiciones críticas e ilustradas.

El primer diario de toda Europa, eso sí, fue español…

Ya los había en Inglaterra, pero del continente sí. Fue el Diario Noticioso, Curioso, Erudito y Comercial, Político y Económico, editado por Francisco Mariano Nifo y que luego cambió su nombre a Diario de Madrid. Nifo fue un personaje interesantísimo. Tenía apellido italiano, porque su familia procedía de Nápoles, pero era aragonés. Él mismo promovió veinte periódicos, algunos muy efímeros, y encarnó de la manera más clara la figura del periodista de profesión en el siglo XVIII. En una época todavía de aficionados, de profesores, curas o militares que colaboraban con los medios, él fue transitando desde el campo de la traducción al oficio de periodista.

Uno de sus grandes proyectos, efectivamente, fue este periódico. Un proyecto muy interesante y que tenía fundamentalmente dos partes: un pequeño artículo de divulgación cultural o científica y una segunda con avisos; anuncios por palabras de mil cosas distintas: comadronas, alquileres, etc. El proyecto siguió sin él y fue adquiriendo más rasgos de los que hoy consideramos parte del llamado periodismo ilustrado, pero, en cualquier caso, el cuarto poder español debe mucho a la actividad frenética de esta figura.

Dices que se fue haciendo periodista y el XVIII fue, precisamente, el siglo en el que aparece esta palabra. Hasta entonces, a los periodistas se les llamaba diaristas o jornalistas. ¿Fue en este momento cuando el oficio adquirió conciencia de cuál es su papel en la sociedad?

Es una buena pregunta… ¿Tenían conciencia estos periodistas de lo que estaban haciendo? Creo que sí. El conjunto de la sociedad, ellos mismos, comienzan a hablar de periodismo a partir de 1790. Sabían que estaban cultivando una parcela singular de la República de las letras, del mundo de la cultura. Fueron conscientes de que estaban haciendo algo nuevo.

Por ejemplo, cuando solicitan licencia de impresión al Consejo de Castilla y, sobre todo, cuando escriben la declaración de intenciones del medio en el primer número, afirman que su profesión es arriesgada, que van a salir a la calle y van a encontrar dificultades. El periodismo se va dando cuenta de su influencia en la sociedad y, esta, se va dando cuenta de la influencia del periodismo. Por eso es observado con especial celo por la censura.

Has trabajado mucho sobre la aparición del humor en el periodismo y, también, has estudiado el papel de la mujer en el oficio: la mujer como lectora, pero también como periodista.

La mujer está presente en el periodismo de la época de muchas formas. Está como objeto de la noticia y como destinataria de diferentes tipos de contenidos feminizados, pero la mujer también escribe. Los espectadores a los que nos hemos referido ofrecen también voces de mujer, pero es algo con lo que hay que ser cautos porque cabe distinguir entre las firmas apócrifas y las creadas por otros periodistas para darles voz de las mujeres reales, que efectivamente escriben en la prensa.

Los dos casos más conocidos del XVIII son los de Escolástica Hurdado, autora de La Pensatriz Salmantina, y Beatriz Cienfuegos, autora de La Pensadora Gaditana. Hay una enorme discusión sobre quiénes podrían haber sido. En el primer caso, ya hemos podido demostrar que en realidad se trataba de un hombre; y, sin embargo, eso demuestra que, en la mentalidad en época, ya se entendía que podía haber una mujer escritora y promotora de un periódico. En el caso de Beatriz Cienfuegos, ya se ha establecido la autoría femenina de una mujer que usaba pseudónimo, pero fue autora de la obra.

Y, por supuesto, había muchísimas mujeres lectoras.

Para terminar, quería preguntarte qué enseñanzas podrían extraerse del periodismo del siglo XVIII para la comprensión y la crítica del cuarto poder en la actualidad.

Lo primero es recordar que aquellos pioneros trabajaron con unas dificultades enormes. La primera lección sería recordar el empeño que pusieron en sacar adelante sus empresas periodísticas y el enorme esfuerzo que realizaron para sortear las muchas dificultades que tuvieron. Ese vigor intelectual, esa perseverancia que surge ya en el primer momento periodístico, me parece una lección importante para un profesional que hoy tiene que continuar con el esfuerzo. Merece la pena recordar el afán y la valentía con los que se lanzaron a decir sus verdades, sabedores de que podrían causarles problemas. La capacidad de arriesgarse hasta donde podían. El uso de estrategias como la ironía y el humor para sortear la censura…

Y luego, francamente, también señalaría la calidad literaria. Los periódicos del siglo XVIII era empresas de escritores, de gente aficionada a la escritura. Y eso se nota. Hay mucha calidad literaria en muchos de los periódicos de la época, a pesar de que en aquel entonces les acusaron justo de lo contrario (risas). Pero hay páginas, realmente, de una enorme brillantez. Una enorme brillantez que supieron compaginar con la necesidad de escribir a toda pastilla.

Víctor Muiña Fano
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