La muerte en el instituto: Escuela de jóvenes asesinos (Heathers) y Tragedy Girls
En ocasiones, viendo una película, uno se descubre pensando de manera casi obsesiva en otra. Se tiende un puente aparentemente irrompible entre ambas, que las une sin fisuras y establece un diálogo que enriquece el discurso de las dos. No tienen por qué ser grandes películas, no tienen ni siquiera que compartir aspectos formales, sino que las relaciones suelen construirse en torno a aspectos tonales y a reflexiones que surgen de nuestra manera de observar la realidad. Eso es lo que pasa con Tragedy Girls (id., 2017), una cinta de terror que nos recuerda Escuela de jóvenes asesinos (Heathers, 1988), un clásico insuperable en su capacidad para mostrarnos el lado más oscuro de los institutos americanos.
Tal vez sea un análisis de brocha gorda, pero ciertamente Tragedy Girls podría considerarse un espejo de Escuela de jóvenes asesinos pasado por el tamiz de la omnipresente referencia cultural a los slashers que la saga de Scream elevó a los altares. Así, lo que en los ochenta se construía a partir de las comedias de instituto, que alcanzaron su perfección de la mano de John Hughes, ahora se convierte en una nueva construcción metarreferencial a todas las películas de terror o institutos que podamos encontrarnos. El resultado, como veremos más adelante, pierde mucho del alma original y la cambia por una visión más esteticista, fetichista incluso, de la maldad, frente a la fascinación insana que impregnaba a su precursora.
El instituto americano según la gran pantalla
A menudo, en el cine estadounidense los institutos han sido utilizados como un medio para hablarnos de la sociedad que se ha construido. Así pasaba con todo el cine del ya mentado John Hughes, con El club de los cinco (The Breakfast Club, 1985) a la cabeza. Lo mismo hacían a su manera Rumores y mentiras (Easy A, 2010), Chicas malas (Mean Girls, 2004), 10 razones para odiarte (10 Things I Hate About You, 1999), Alguien como tú (She’s All That, 1999), Election (id., 1999) o Clueless (Fuera de onda) (Clueless, 1995).
En todas esas películas, los diferentes grupos sociales que conviven en un instituto debían estar presentes para que los protagonistas pudieran ser situados por el espectador. Los empollones, los deportistas, los populares… Todos los arquetipos se daban la mano para tratar de construir una sociedad en miniatura que permitiera estudiar las interacciones que se dan en la vida adulta, con la ventaja de verlas reproducidas a una escala reducida y con unas referencias que todos hemos compartido, en menor o mayor medida, en nuestra adolescencia. Incluso aunque nuestro instituto estuviera a un océano de distancia de los Estados Unidos y perteneciera a un sistema social y educativo que, a veces, no podría parecer más diferente.
En este sentido Escuela de jóvenes asesinos (por duro que resulte no llamarla Heathers mantendré el título español a lo largo del artículo), es ejemplar. En su primera parte, nos regala un paseo por todos los perfiles esperables en una película del género, con algún añadido muy acertado como el aspirante a economista neoliberal obsesionado con los impuestos (especialmente con uno que le aplicarían sobre un supuesto regalo de cinco millones de dólares antes del fin del mundo). La excusa de un ridículo cuestionario sirve para que se nos muestren diferentes puntos de vista y conozcamos de manera un poco más cercana a los personajes que después veremos interactuar a lo largo de la cinta.
Tragedy Girls es una heredera evidente de un estilo que asume que los espectadores no necesitan tantos preliminares para sentirse cómodos. Apenas nos regala algunos retazos para situarnos, como alguna compañera que sirve para recordarnos el arquetipo de la estudiante inadaptada que abundaba en las cintas de los años ochenta. Sin embargo, sus protagonistas parecen querer huir de un sistema social que antes aparecía como imposible de romper: ahora, las chicas raras del instituto quieren ser populares en Internet y forman parte del equipo de animadoras y organizadoras del baile de graduación, ocupaciones, todas ellas, que antes les hubieran estado vetadas.
El mensaje subyacente tal vez pueda ser leído como la desintegración de la propia sociedad estadounidense, en la que las tribus urbanas que servían para separar a los adolescentes han dejado de tener sentido y todo se ha mezclado en un batiburrillo en el que los únicos que mantienen su identificación con algún grupo están condenados a ser los parias absolutos del instituto. Ahora el hijo del sheriff, aficionado al montaje cinematográfico y mejor amigo enamorado de una de las protagonistas, no necesita pertenecer a ninguna tribu urbana. Es un estudiante más.
Cinematográficamente, esta desaparición de códigos no sienta demasiado bien a las cintas. Reconociendo que la clara delimitación de los perfiles presentes en un instituto nunca ha tenido mucha relación con la realidad, lo cierto es que en la pantalla servía de manera efectiva para que el espectador estableciera rápidamente relaciones emocionales y afectivas con los personajes que se paseaban por la historia. Al carecer de esos tópicos y lugares habituales, nos vemos obligados a plantearnos seriamente la posibilidad de que existan figuras como las que nos presenta el guion, lo que a menudo lleva a poner en duda su verosimilitud, a pesar de que ciertamente puedan ser más realistas que los arquetipos que veíamos con anterioridad.
En todo caso, es indudable que para los protagonistas de las dos cintas, todo el universo está contenido en las paredes de su instituto, trasunto de la realidad más amplia que encontrarán en el exterior, aunque a una escala más manejable. Allí pueden experimentar de manera más visceral y directa el futuro que les espera y criticar desde la gloriosa valentía de la adolescencia la sociedad creada por unos adultos que a menudo son incapaces de entenderles o servirles de referencia.
La muerte en la sociedad adolescente
La muerte es lo que planea por encima de todo el metraje de ambas cintas. La muerte adolescente por excelencia, gloriosa y que deja tras de sí un hermoso cadáver en el caso de Escuela de jóvenes asesinos; una muerte menos glamurosa en Tragedy Girls, más apegada a los tópicos del cine slasher con casquería y aprovechamiento humorístico de los sucesos más excesivos.
Escuela de jóvenes asesinos es aquí más clásica, más perfeccionista en su estudio de las relaciones de los jóvenes con la muerte. Es ejemplar la escena en la que diferentes personajes reflexionan frente al cadáver de la primera Heather muerta, en el funeral de la misma. Escuchamos ahí su diálogo interno y vemos como la muerte les resulta algo aún lejano, pero en cierta manera trascendente y que les ayuda a configurar su propio mundo. Pueden sentirse culpables por tener pensamientos propios, pero es algo que dura apenas unos momentos. Su enfrentamiento a la tragedia les lleva a una pronta superación que en cierto modo se basa en la celebración de su propia supervivencia.
Algo así se subraya con la figura de otra Heather, a la que pone rostro la posteriormente muy televisiva Shannon Dogherty. Una vez desaparece de la ecuación de su vida la figura tiránica de la anterior jefa del grupo, esta superará de manera aparentemente inmediata su bulimia y aparecerá pronto disfrutando de la comida con una sonrisa que transmite más de lo que podría exigir cualquier línea de guion. Que tras esa aparente superación de sus problemas se esconda finalmente su conversión en la nueva dictadora de la pequeña sociedad americana que ejemplifica el instituto, muestra de nuevo claramente las cartas del guionista.
En Tragedy Girls, en cambio, la muerte es más impersonal, menos poética y casi sin verdaderas repercusiones en la psicología de los personajes. La comunidad parece imposible de cambiar, y las relaciones en la escuela también. Cuando muere el personaje de la jefa de animadoras, creemos que nos podemos encontrar ante un momento catárquico para el personaje de la empollona a la que esta parece manejar a su antojo, pero nada más lejos de la realidad. Todo permanece igual y la muerte realmente no importa a nadie más allá de una cosmética protesta a la que cualquiera pueda sumarse. Por no ver, no veremos ni siquiera el dolor de los padres de los chicos fallecidos.
Eso no importa, porque en la nueva sociedad americana de nuestros tiempos, castigada por una sucesión de matanzas y masacres aparentemente inacabable, la muerte es algo casi trivial. Lo único que importa es cómo se cuenta desde el exterior, quién nos narra los sucesos y cómo nos lanzamos sobre ellos buscando el morbo. Si en los años ochenta los asesinos trataban de pasar desapercibidos y ser anónimos, ahora su último objetivo es ser famosos aprovechándose de sus asesinatos.
Y ahí tal vez radique uno de los verdaderos puntos cruciales del alejamiento de ambas concepciones de la muerte en el instituto. Para el J. D. de Escuela de jóvenes asesinos, sus actos parecen guiados por un bien mayor. Cuando decide acabar con Heather o con los matones locales, dice que está haciendo un bien a la sociedad, que nada se perderá con su ausencia. Y, en cierta manera, así conecta con una parte oscura de nuestra psique que posiblemente nos remita a nuestra adolescencia, cuando todavía podíamos pensar que se podría encontrar un aspecto positivo en la muerte de personas como esas, de abusones que en el fondo no parecen ser más que jóvenes perdidos.
Mientras tanto, McKayla y Sadie, las protagonistas de Tragedy Girls, buscan acabar con aquellos que les molestan o les amenazan en sus correrías, incluso con auténticos pilares de la comunidad. Para ellas no hay moralidad, no hay necesidad de justificar sus acciones, sino tan solo un psicótico disfrute en la muerte ajena. La muerte así es cada vez más impersonal, se aleja de la razón y se convierte en cierto modo en un deleite cinematográfico vacío, en el que somos meros espectadores de unos sucesos con los que no debemos empatizar.
En Tragedy Girls, la muerte es tremendamente inofensiva; un juego que escapa de dramatismos y consecuencias y en el que las protagonistas pueden pasearse con una sonrisa sin tener que enfrentarse a ninguna reflexión sobre sus actos. Mientras tanto, en Escuela de jóvenes asesinos, el verdadero nudo gordiano de la cinta se encuentra precisamente en cómo la protagonista choca con las repercusiones de la materialización de sus inocentes fantasías homicidas. En cierta manera, parece que la propia Veronica Sawyer es la que conjura a J. D. mientras escribe en su diario, dando cuerpo a los recovecos oscuros de su mente.
Así sería posible llegar a acercarse a la película de Michael Lehmann como a la narrativa de un pacto con el Diablo en el que este tome la imagen de un joven adolescente excesivamente romántico y trate de corromper definitivamente a una joven aparentemente modélica. Aquí, de nuevo ambas películas separan sus caminos, pues en Tragedy Girls veremos cómo una especie de ángel trata de redimir a Sadie, la más fría y calculadora de las psicópatas. El resultado es en ambos casos el fracaso. Sadie no está dispuesta a convertirse en una persona normal y vuelve a las andadas en cuanto vuelve a tener enfrente a su mejor amiga. Mientras tanto, Veronica muestra tener una brújula moral más fuerte, y es capaz de enfrentarse a la tentación y emerger como vencedora, dispuesta a demostrar que la sociedad puede tomar la decisión correcta, tal y como hizo ella.
Los finales lo dicen todo
El tramo final de Tragedy Girls debería ser, al menos sobre el papel, más radical y rupturista que el de Escuela de jóvenes asesinos. En él, las chicas consiguen su objetivo: acaban con toda su promoción en el instituto, se convierten en estrellas mediáticas y parten juntas para empezar una nueva etapa de su vida en la universidad. Sus padres se despiden de ellas felices al creer que lo han hecho bien, que han conseguido que sus hijas sean ciudadanos ejemplares. Las asesinas se han librado, el chiste ha llegado al final y el espectador se sonríe porque a veces los malos ganan.
Al parecer, algo parecido sucedía en el primer guion de la película ochentera. El guionista, Daniel Waters, ha dicho que en realidad durante el proceso creativo jugó con al menos cuatro finales diferentes, pero el primero que llegó a manos de los productores pudo ser aquel en el que J. D. conseguía volar toda la escuela y acabar con todo el instituto, incluía una escena de baile de graduación en el cielo. A alguien debió de parecerle un poco demasiado excesivo eso de acabar con todo el mundo, así que le pidieron que lo reescribiera, dando paso a uno de los finales más nihilistas y únicos del cine adolescente.
J. D. tiene que sufrir viendo cómo Verónica impide que pueda detonar la bomba que acabará con todo. Finalmente, la joven le dispara y le da por muerto. Ella sale a la puerta del instituto y parece relajarse, pero él vuelve a aparecer con una bomba en el pecho. Es entonces cuando nos ofrece uno de los más preclaros discursos de toda la película, diciéndonos que «la gente mirará las cenizas de Westerburg y dirá «aquí hay una escuela que se autodestruyó, no porque la sociedad no se preocupara de ella, sino porque la escuela era la sociedad»».
Tras ello J. D. comprende que la única manera de sobreponerse a la sociedad, de acabar con ella, es acabar con su propia vida. El suicidio, algo que ha sido clave en la película, vuelve a aparecer para convertirse en la única respuesta posible ante un mundo que el personaje no puede entender. J. D. asume que él es la sociedad y que solamente su muerte le liberará de sí mismo. El suicidio como liberador y arma definitiva se coló así en las pantallas de todo el mundo.
Ante esa reflexión, el final de Tragedy Girls se antoja inocente y hasta mojigato. En ella existe el triunfo, mientras que al final de Escuela de jóvenes asesinos poco parece cambiar. Sadie y McKayla han triunfado, Veronica trata de convertirse en la nueva sheriff del lugar, pero parece que su poder se limita a enfrentarse a la principal Heather y aliarse con la paria del lugar. Parece poco botín tras haber presenciado los actos de un J. D. consecuente hasta el final con sus actos.
Porque de nuevo la muerte se nos presenta en primera plana. Cuando acaba Tragedy Girls, la sensación es de triunfo, positiva; se busca nuestra sonrisa. Las chicas se escapan, ganan y las muertes se nos olvidan. No hay dolor, no hay verdadera pérdida. Sin embargo, cuando acaba Escuela de jóvenes asesinos, lo que nos persigue son los momentos finales de J. D., su sacrificio y la sonrisa con la que él se enfrentó al mismo.
Cerrando con algunos apuntes cinematográficos
Es justo indicar que la idea de comparar estas dos películas no es algo precisamente original: muchos lo han hecho antes y muchos lo harán después. Es algo normal y que se explica por la capacidad que tenemos para trazar puentes entre diferentes películas.
Para que esas relaciones se tracen no hace falta que ambas cintas sean obras maestras, ni siquiera películas notables; solamente que toquen las teclas temáticas adecuadas. Así, en este caso, una comedia de terror bastante menor como Tragedy Girls sirve para sacar a la luz aspectos que refuerzan la condición de obra mayor de Escuela de jóvenes asesinos, recordándonos por qué es la película ideal para marcar el final creativo del género de comedias adolescentes que triunfó en los años ochenta. Si El club de los cinco era la cima del trabajo de John Hughes en su vertiente más cerebral, todavía quedaría la genial Todo en un día (Ferris Bueller’s Day Off, 1986) para culminar el aspecto cómico. Pero la construcción consciente del universo del instituto americano y sus alrededores fue dinamitada de manera definitiva por Escuela de jóvenes asesinos.
Desde finales de los años ochenta, el género vive aletargado, dando algunas muestras vida cada cierto tiempo, pero apagándose rápidamente cuando comprendemos sus problemas para añadir nuevos elementos a un discurso ya perfeccionado hace más de treinta años. Las diferencias nunca pasan de ser cosméticas, las referencias nunca dejan de ser las mismas y, al final, nos persigue la sensación de que estamos viendo pasear fantasmas cinematográficos por la pantalla.
Tragedy Girls no escapa a esos problemas, aunque trate de añadir elementos propios del mundo de la saga Scream a la mezcla. A pesar de ello, pronto se ve que no dejan de ser apuntes parciales y a menudo totalmente sobrantes. El asesino en serie propio del slasher no pasa de ser una anécdota y casi parece un inserto posterior; el mundo fuera del instituto apenas es abocetado y la única aportación real es la visión de esos adolescentes obsesionados con la vida virtual, con la fama en Internet y todo lo que la rodea. En esto, de todos modos, tampoco se diferencia tanto de innumerables cintas de principios del siglo XXI, o incluso anteriores.
La película se ve salvada en parte por la actuación de sus dos protagonistas. No deja de ser curioso que tanto Alexandra Shipp como Brianna Hildebrand hayan participado en el universo de los superhéroes mutantes de la FOX con papeles secundarios, pero aquí se muestren como dos actrices a seguir. Sin ellas, la cinta sería posiblemente un desastre difícil de ver, pero las dos nos recuerdan lo que puede hacer un buen reparto por una película por lo demás menor.
Así pues, además de servirnos como elemento para la reflexión, se puede aprovechar Tragedy Girls para volver a ver Escuela de jóvenes asesinos. Así, el espectador podrá volver a sorprenderse ante la actuación de una Winona Ryder que apenas contaba dieciséis años durante el rodaje, con la intensidad de Christian Slater como J. D., con la creatividad de un guion que poco a poco abandona las frases más imaginativas para llevarnos a un desenlace más profundo de lo que podríamos esperar. Para descubrir de nuevo que aquella era la cinta ideal para terminar con las películas de adolescentes en el instituto y celebrar que, aún así, estas no han muerto. Después de todo, siempre está bien recordar tiempos pasados, aunque sea por medio de los edulcorados filtros que tan bien supo exponer a plena luz el guionista Daniel Waters.
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