La posverdad y la pseudohistoria: Donald Trump, creencias irracionales y la nueva política
Según el Diccionario Oxford, la palabra del año 2016 fue post-truth, en español posverdad, que define como un adjetivo con el siguiente significado: «relativo a o que denota circunstancias en las cuales los hechos objetivos tienen menos influencia en la creación de opinión pública que las llamadas a la emoción y las creencias personales». O lo que es lo mismo, que la verdad no importa en relación a las ideas preconcebidas de la opinión pública. Vivimos así en un mundo que ha tomado como propio el funcionamiento natural de la creencia en la pseudociencia, un escenario en el que la llamada derecha alternativa se mueve como pez en el agua.
Resulta tentador circunscribir el entorno de la posverdad a los Estados Unidos. Después de todo, allí es donde han acuñado el término, donde 1984 se puede convertir en el libro más vendido de lo que va de 2017 y donde todos vemos el reflejo de una época que, nos parece, aún está lejos de llegar. Pero la realidad es otra, y es que toda la esfera cultural occidental se ha lanzado en los brazos de esta especie de postmodernismo loco que ha fructificado en la ignorancia voluntaria de los sucesos que cambian nuestro entorno, sustituido su conocimiento por la entronización de nuestras voluntades personales. «No existe una sola realidad», «el observador es quién crea su propia realidad»… nos lo venían diciendo hace ya años y ahora está claro que la masa ciudadana ha decidido tomárselo muy en serio.
Un primer acercamiento a la posverdad en la política
Decía John Adams en 1770 que «los hechos son tercos; sean cuales sean nuestros deseos, nuestras inclinaciones o los dictados de nuestra pasión, no pueden alterar el estado de los sucesos y las evidencias». Poco sabía entonces el que terminaría siendo el segundo presidente de los Estados Unidos, que sus palabras se convertirían en inservibles de la mano de la campaña electoral y el ascenso al poder de uno de sus sucesores.
Lo primero que debemos admitir es que la frase de John Adams escondía una mentira bajo un aspecto de verdad absoluta. Cualquier reflexión sobre la historia y el estado actual del mundo debe entender que la interpretación de los hechos es algo más importante que los hechos por sí mismos. Sin embargo, el político americano hacía una loable declaración de intenciones. Para él, los hechos terminarían abriéndose paso ante cualquier obstáculo y la posterior interpretación de la realidad debería ir adecuándose a lo realmente sucedido. Esta idea de la existencia de una historia real, unos hechos tallados en piedra y no manipulables que construyen un discurso unívoco, perteneció tradicionalmente a la esfera conservadora de la sociedad. Era ese conjunto más reaccionario el que aseguraba que uno podía tratar de dar las vueltas que quisiera a las cosas, pero que al final estas eran como eran; que existía una verdad absoluta en su interior que nada podía modificar.
En nuestros tiempos, no obstante, son los elementos conservadores los que han ido apropiándose de la idea de una realidad fluida, líquida incluso, en la que nuestras creencias sirven como diques que la guían y la convierten en un relato único y personal, una suerte de realidad a la carta en la que todo hecho que no coincida con nuestra impronta personal puede ser borrado o reescrito. Ese es tal vez el mayor avance de nuestra época: no solamente podemos ignorar lo que no nos gusta, sino que podemos modificar la realidad a nuestro gusto y hacer que los hechos nos obedezcan. No es que ignoremos algo, es que simplemente nos encargamos de que diga lo que nosotros queremos que diga.
El ascenso de la posverdad no ha sido cosa de unos meses, por supuesto, a pesar de que durante mucho tiempo estuviese escondida bajo las corrientes principales de nuestra sociedad. En los Estados Unidos saben bien que Bush hijo ya tuvo que usarla para tratar de justificar a posteriori la invasión de Irak, por ejemplo, un suceso en el que finalmente daba igual el motivo, porque siempre aparecería una nueva justificación que sirviese cuando la anterior se probara como falsa. Todo ello para ocultar unas motivaciones que los dirigentes consideraban demasiado oscuras para reconocer ante su pueblo, a pesar de que este seguramente estaría dispuesto a comprárselas sin problemas. Ese es otro de los grandes aspectos de la posverdad, su funcionalidad a la hora de ocultar las pulsiones más tenebrosas de las sociedades. No existe un pueblo americano xenófobo, tampoco hay una aprobación general de la guerra como método de ganar poder a expensas del sufrimiento de la población civil de otro país, existen verdades alternativas que nos sirven para justificar nuestras acciones. Uno echa de menos los tiempos en los que Jefferson podía justificar la primera guerra estadounidense fuera de su territorio por meros intereses comerciales, sin mencionar otro tipo de motivaciones más que como elementos secundarios.
Donald Trump se ha convertido en una especie de pope de la posverdad por su uso de la misma durante su campaña electoral, tanto en las primarias republicadas como en la carrera por la Casa Blanca. Sin embargo, a pesar de que su utilización haya sido ejemplar, no debemos olvidarnos de que otros muchos han empleado en los últimos tiempos esa misma combinación de mentiras y apelaciones a la emoción de su electorado con igual o mayor fortuna. Sin ir más lejos, en España conocemos bien los poderes de la posverdad, aunque tendamos a menudo a confundirla con el omnipresente y vaciado de sentido «populismo». Así, no debería de sorprendernos que Mariano Rajoy haya sobrevivido a sus fotos ante una oficina del INEM afirmando que «cuando gobierne bajará el paro», o a declaraciones en las que definía el chapapote en Galicia como unos simples hilitos con aspecto de plastilina. Por lo mismo, también sabemos que mencionar el empleo del terrorismo de Estado en los años ochenta es algo de mal gusto frente al partido que lo propició, o que recordarle a un partido de la nueva política que fue en coalición con la extrema derecha a unas elecciones europeas es caer en el populismo barato. Todos esos sucesos no tienen valor real en nuestra política, porque al final nuestra afiliación con los valores casi eternos ejemplificados por un líder o un partido tienen más peso que todos ellos juntos.
Ese es el gran poder y el gran peligro de la posverdad, que santifica las actuaciones políticas, sin importar su signo, por encima de cualquier consideración crítica. Los hechos dejan de tener importancia así que todo es justificable y todo es bueno siempre que coincida con lo que hemos decidido de manera previa. Esto nos explica que en un país como Alemania pueda ganar fuerza un partido de clara ideología nacionalista excluyente, que en Francia pueda considerarse presidenciable a Marine Le Pen o que en Valencia se dedicaran a seguir votando a una alcaldesa capaz de burlarse desde el palco del ayuntamiento de las familias de las víctimas de un accidente de metro ocurrido en su propia ciudad. Todos ellos coinciden con Trump en su uso perverso de la verdad, los hechos y la manipulación de un público que, seamos sinceros, quiere ser manipulado.
Vivimos así en la época de la posverdad política, en la que es más importante un supuesto zasca periodístico que una respuesta razonada; en la que no merece la pena lanzar un mensaje bien construido si puedes tener un tweet afortunado; en el que nuestro pasado se convierte en un elemento de usar y tirar al que no se debe apelar en ningún caso. Vivimos, por lo tanto, en tiempos peligrosos para una sociedad que quiera construirse desde el reconocimiento de sus logros pasados y la superación de sus problemáticas.
La derecha alternativa y la toma del poder del relato
Entre los nombramientos de Donald Trump para su gabinete, la prensa internacional se ha centrado en el de Rex Tillerson. Es normal que el CEO de Exxon despertara el mayor interés, ayudado por las buenas relaciones con Vladimir Putin y su gobierno. Pero ha pasado más desapercibida la presencia como consejero cercano de Steve Bannon, el que hasta la campaña de Trump fuera director ejecutivo de Breitbart News, la mayor web de la llamada alt-right americana, la derecha alternativa.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que los términos derecha e izquierda no se emplean más allá del Atlántico con la misma facilidad que en Europa. Muchos posicionamientos de la supuesta izquierda estadounidense nos resultarán tremendamente reaccionarios desde la perspectiva europea, y del mismo modo habrá otros de la supuesta derecha que nos puedan resultar incluso tendentes hacia la corriente contraria. Pero la realidad es que esas diferencias han ido desapareciendo desde la irrupción del llamado Tea Party y su cristalización en la derecha alternativa de inspiración nacionalista, contenidos fuertemente religiosos y algunos aspectos de tipo racial, siempre a favor de los blancos.
El Tea Party era un movimiento mayormente desorganizado que tomaba su nombre de la rebelión que dio pie a la independencia estadounidense del gobierno británico. Desde esa apelación a la gloriosa historia de su país, construyeron un nuevo escenario político basado en llevar a los sectores conservadores hasta su límite y un poco más allá, alcanzando posiciones que antes no se podrían haber estudiado. En su intención final se encontraba, mayormente, la de causar un efecto arrastre sobre la política estadounidense que hiciera que el siempre buscado punto medio se fuese trasladando de manera inexorable hacia sus posturas. Así, ante la falta de una reacción progresista de entidad, el Tea Party fue infiltrándose en las élites republicanas y haciendo que la política estadounidense se fuera polarizando de manera progresiva hacia unos presupuestos de carácter conservador que no tenían una respuesta válida desde el otro lado. Así, la opinión pública admitió como normales unos posicionamientos políticos que pocos años antes habrían sido vistos como poco menos que revolucionarios y censurables.
Cuando el Tea Party parecía llegar a su fin, conseguido su objetivo a corto plazo, tuvo lugar la aparición de las organizaciones de la alt-right, las encargadas de mantener viva la llama de un movimiento que se presenta como de base pero responde a los intereses de la misma élite que siempre gobernó Estados Unidos. Entre ellos destacó de manera inevitable Breitbart News. Esta web ha destacado desde el principio por su capacidad para influir sobre un segmento de la población americana que, por qué negarlo, solamente quería oír lo que ellos les iban a decir. La verdad no tenía importancia desde un principio. Así, en 2009 ya tuvo que ver en el caso de ACORN, en el que unos vídeos manipulados y publicados en la web tuvieron mucho peso en la desaparición de una organización que estuvo cuarenta años ayudando a barrios desfavorecidos en Estados Unidos, Canadá, Perú, Argentina y México. Por supuesto, cuando los tribunales declararon que la organización no había hecho nada erróneo con sus fondos ni había intentado ayudar a ninguna actividad criminal, el daño ya estaba hecho: ACORN no existía y Breitbart News no mostró ningún tipo de remordimiento.
Esta web también destacó por publicar partes de un discurso de Shirley Sherrod con el propósito de acusarla de racismo hacia los blancos. Aunque luego se publicó el vídeo completo demostrándose que el mensaje final era exactamente el contrario, la cosa acabó en los tribunales y desde Breitbart News nunca se retractaron. No fue la única ocasión: su acusación a un antiguo senador republicano, no partidario del ala más duro del partido, de haber dado una charla en una organización llamada «Amigos de Hamas» que nunca ha existido, tampoco ha recibido retractación alguna. Todo lo anterior nos da una pequeña muestra de lo que la web se dedica a contar. Otro ejemplo más cercano: el 3 de enero de este año, eran ellos los que sacaban el bulo de que más de mil árabes se habían reunido en el centro de Dortmund para prender fuego a la iglesia más antigua de Alemania al grito de «Allahu Akhbar». Por supuesto, la realidad era muy diferente: no había esa cantidad de árabes, no se prendió fuego a ninguna iglesia, no hubo ningún disturbio y la iglesia solamente era la más antigua del centro urbano de la ciudad; pero eso no importa porque a día de hoy la web sigue defendiendo su noticia y diciendo que lo contrario son mentiras de los medios progresistas que no quieren admitir los problemas que causan los inmigrantes árabes.
Por su parte, el director de ese medio hasta la elección de Donald Trump, ahora ya ha dimitido, es uno de los principales consejeros del presidente de los Estados Unidos. De su mano, ya llegaron en la campaña nuevos métodos para ganar el poder del relato relacionados con las prácticas de la pseudociencia y, en particular, de la pseudohistoria. Ahora los sucesos han dejado de tener importancia y simplemente debes decir lo que quieras que se sepa, aunque sea mentira; después debes mantenerte en tus trece aunque la realidad te diga que has mentido.
La cercanía con la pseudohistoria
El poder de la pseudohistoria siempre se ha basado en el hecho de que la ciencia histórica no es exacta. Al final, los historiadores trabajan con unos datos siempre finitos y manipulados, tratando de extraer nuestro pasado de entre las capas de informaciones perdidas, mentiras y errores que se cruzan en su camino. Es por eso que la pseudociencia tiene más sencillo entrar en la cabeza del público. Hay mucha gente que, por su formación, no aceptaría que se pusiera en duda todo lo que saben sobre matemáticas o física, pero en cuanto la historia entra en juego todo es opinable y nada es una verdad absoluta, solamente son teorías que, por lo tanto, pueden ser tan válidas como las propuestas por el otro bando, sea éste el que sea.
Si algo destaca en la propia historia de la pseudohistoria es la repetición constante de las mismas teorías aunque estas ya hayan sido probadas como falsas. La machacante presencia de una idea parece ser más importante que su comprobación, al igual que pasa con la posverdad. Así, da igual que a estas alturas esté comprobada la falsedad de un supuesto pilar inoxidable en la India, seguirás encontrándolo en cualquier lista de objetos misteriosos que te puedas echar a la cara. El Oopart más falso de los falsos sigue vivo. Por eso mismo, el tipo que admitirá que no es nada misterioso, lo incluirá de todos modos otra vez en su siguiente libro, a ver si ahora se la cuela a algún nuevo lector. Del mismo modo, aunque sepamos que el sacerdote de Rennes-le-Château vendía misas a los monárquicos franceses, esto no puede explicar nunca jamás su adquisición de fondos económicos porque… bueno, porque eso estropearía el resto de nuestra historia acerca de la línea de sangre de Jesús suelta por el sur de Francia. Y así todo.
La pseudohistoria también se parece a la política de la posverdad en que al principio puede parecernos casi inofensiva. Todos nos hemos reído al leer alguna teoría particularmente peregrina pensando «¿pero quién se va a creer esto?». El problema, lo que olvidamos en ese momento, es que realmente hay gente que se lo cree, y peor aún, a la que además le hace reafirmarse en una creencia propia. Uno no necesita ningún tipo de prueba científica para creer en un poder superior, en que los extraterrestres nos visitaron en la antigüedad o en que un noble escocés descubrió Terranova de la mano de escritos templarios, lo único que necesita es que otros alimenten esa creencia irracional que ha construido por sí mismo.
Del mismo modo, la posverdad en la política difícilmente va a convertir a nadie a sus ideas, pero puede reforzar una posición previa. No debemos culpar a la pseudohistoria de que sus seguidores puedan ser racistas, por ejemplo, sino solamente de reforzar una idea previa y darle carta de naturaleza de realidad. Lo mismo con los actos de la posverdad política: la xenofobia ya existía en Francia o los Estados Unidos; los británicos ya eran unos aislacionistas antes de que apareciera Nigel Farage; y los españoles en su conjunto tendían a tener un sector conservador mucho más unido que el progresista antes de que cristalizara el Partido Popular; pero ahora esas ideas pueden verse alimentadas gracias a unas prácticas de repetición de mentiras, de ignorancia de críticas y de supuestas pruebas tan válidas como las de sus rivales, que la pseudohistoria ha estado ensayando durante décadas.
¿Cómo sobrevivir a la posverdad?
Lo más triste de todo es que no existe una respuesta válida a la pregunta planteada. La posverdad, lo queramos o no, está aquí para quedarse. La única vacuna existente no es otra que la existencia de un pensamiento crítico y una capacidad de análisis lo suficientemente desarrollados como para hacer frente a la multiplicidad de mensajes que vamos a recibir.
Decía Peter Watkins, sin lugar a dudas uno de los mejores documentalistas de la historia del cine y uno de los más comprometidos según el uso habitual del término, que el problema de un cineasta como Michael Moore es que en sus cintas usaba los mismos trucos que empleaban los conservadores para manipular la verdad. Para Watkins, la realidad habla por sí misma y una presentación correcta de los sucesos llevará a un análisis coincidente con el suyo. Por tanto, en sus obras no necesitaba mentirnos ni decirnos qué teníamos qué pensar, sino simplemente mostrarnos la verdad y diferentes reflexiones sobre la misma. Así lo hizo en Culloden, en The War Game, en Edvard Munch… el gran crítico de la cultura audiovisual actual no dudaba en retar a sus compañeros de viaje a conseguir nuevos medios de expresión que despertaran al público y lo educaran. Por si fuera poco, daba clases prácticas acerca de cómo lograrlo.
Lo que necesitamos para superar la posverdad, pues, es una mayor presencia de autores como Peter Watkins, con su claridad para entender que nuestra construcción de la realidad tiene que ser compartida y activa. No debemos tener miedo de ver nuestras convicciones atacadas ni de escuchar al contrario, sino que tenemos que buscarlo y tratar de entender todas las posiciones para crear la nuestra. Mientras no lo hagamos, estaremos condenados a estar sordos a los hechos que choquen contra nuestra concepción del mundo o a retorcerlos para que digan lo que nosotros queremos que digan.
- Cinefórum CCCXCIV: «Todo por un sueño» - 14 noviembre, 2024
- «Blue in Green»: cuando Lovecraft y Miles Davis se dan la mano - 29 octubre, 2024
- Cinefórum CCCLXXXIX: «La perla» - 3 octubre, 2024