Las sombras de Villa Diodati
En 1816, coincidiendo con la erupción del volcán Tambora, en Europa hubo un verano que no fue. Aquel acontecimiento proyectó una sombra de alas negras sobre las aguas de un lago suizo y hechizó una casa en la que unos jóvenes escritores jugaban a ser dioses de la literatura. En Villa Diodati confluyeron los destinos y pasiones de varias personalidades durante una noche que duró tres días y de la que surgirían algunos de los mitos modernos más reconocibles.
Un volcán estalla en Asia y en Occidente surgen mitos modernos
El efecto mariposa es un concepto popular pero confuso de la teoría del caos, que casi todo el mundo conoce, aunque pocos sabrían explicar correctamente: recordemos las dificultades de Ellie Sattler en Parque Jurásico, y eso pese a ser una sobresaliente paleobotánica capaz de deducir toda la vegetación de Isla Nublar metiendo las manos en un cagallón gigante de triceratops. Sin embargo, cuando Ian Malcom, doctor en matemáticas y opositor a playboy, le recita como explicación un proverbio chino sobre mariposas que baten alas en Pekín y provocan lluvias en Nueva York, la científica pone cara de póquer y le reconoce que no tiene ni idea de lo que le está contando. No obstante, si nos disfrazáramos de Paulo Coelho e hiciéramos un ejercicio de extrapolación, podríamos llevar la sabiduría lepidóptera del ámbito de la física dura al de la psicología de nueva era y así resumirlo todo en una idea simplificada: incluso los pequeños cambios pueden traer consigo grandes consecuencias o algo así.
Y es que, bajo esta perspectiva, podemos encontrar abundantes muestras del efecto mariposa moldeando nuestras vidas: ese autobús que pierdes por salir tarde de casa y que te impide llegar al examen; ese suelo sin asfaltar que te hace resbalar, hacerte daño y pedir la baja en el trabajo; o ese preservativo que no te pones porque total no pasa nada, yo controlo, y ahora tu autocontrol se llama Manolín y está acabando con tu cuenta corriente. La maldita mariposa aletea continuamente alrededor de nosotros y provoca tsunamis y maremotos vitales sin que podamos hacer nada para remediarlo; y la mayoría de ellos, trascienden los ámbitos personales para dibujar la historia del mundo tal y como la conocemos.
Los amantes de la literatura encontramos el ejemplo más fascinante de este fenómeno en el año 1815, momento en el cual un volcán estalló en Indonesia y poco después surgieron en Occidente dos de los mitos más reconocibles de nuestro tiempo: la criatura de Frankenstein y el vampiro moderno. Por el medio, por entre las ondulaciones invisibles del destino provocadas por una explosión de lava, vislumbramos una casa embrujada bajo los rigores del clima y la desbordante imaginación de sus ilustres inquilinos; la mansión es la conocida como Villa Diodati y sus ocupantes un grupo de excepcionales personalidades adscritas al espíritu del Romanticismo.
Porque sí, esta es una historia de románticos. No de esos que lloriquean con baladas de Bon Jovi o que regalan a sus parejas ramos de flores por San Valentín, no. Románticos de los de verdad, de los de levita y chorreras, de los de lo bello y lo sublime, de los de tormentas y tempestades; románticos a quienes sus sueños de la razón les hacían fantasear con monstruos y cuyas vidas estaban ligadas a la fatalidad de la muerte. Esta es una historia, por tanto, del Romanticismo como expresión cultural, y como tal, empieza con una estruendosa explosión en los exóticos mares de oriente para terminar bajo la sombra oscura de nuestros miedos más profundos.
Habría que situar el principio de la misma a mediados de 1815, en Indonesia, con la mayor erupción volcánica de la que se tiene registro: el nombre de la incandescente montaña era Tambora y sus consecuencias fueron nada menos que varios miles de muertos (directos e indirectos) y el hecho de que 1816 pasase a conocerse, desde entonces, como el «año sin verano».
Si el batir de alas de una mariposa en Pekín podía provocar tormentas en la costa este de Estados Unidos, ¿qué no provocaría en Europa la erupción gigante de un volcán indonesio? El estallido asiático trajo consigo graves anomalías climáticas en el hemisferio norte, reflejadas en extremas lluvias torrenciales, bajadas considerables de las temperaturas y un cielo mayoritariamente nublado; en definitiva, cinceló el escenario perfecto para escuchar, y crear, los más aterradores cuentos de miedo.
Lord Byron way of life
Mientras el volcán Tambora comenzaba a rugir en los Mares del Sur, en Inglaterra la deslumbrante figura de George Gordon Byron, sexto barón de Byron, se erigía en lo alto de nuestra historia.
Lord Byron representa el perfil prototípico del poeta romántico. Todo el mundo lo reconoce, aunque casi nadie lo haya leído. Era un personaje de contrastes: apasionado pero cruel; valiente pero egoísta; sabio pero impaciente; imaginativo pero arrogante. Sin duda, se trataba de una de las personalidades más deslumbrantes de su tiempo. Gozó de un carácter y una vida que alimentarían la mejor de las novelas: noble inglés de crepuscular abolengo y perturbada herencia mental, poseía una belleza clásica solo comparable a su genio poético y a su carácter tormentoso. Adolecido de una cojera congénita, sus caminares a lo Chiquito de la Calzada le hicieron objeto de mobbing en el colegio y, en un claro ejemplo de transformación de la debilidad en virtud, afiló su lengua hasta convertirla en azote de abusadores. Así, esa rapidez mental y de palabra le convirtieron en un joven prodigio de la poesía inglesa. Y es que, a principios de la segunda década del siglo XIX, no había figura artística más vistosa en Inglaterra.
Sin embargo, no pasaría mucho tiempo (cuatro años) hasta que la misma perversa moralina que repudiaría décadas después a uno de los más ilustres autores británicos por sodomita, haría bajar de una patada en el culo a Byron del mismo altar al que poco antes se le había aupado. El motivo: la noticia de que había tenido una hija con su propia hermana Augusta a la que, todo hay que decirlo, había conocido en edad adulta. No obstante, el asunto era socialmente controvertido por lo que, atraído por el exotismo romántico de la aventura y obligado por la hostilidad que le perseguía, el poeta decidió cruzar el canal de la Mancha a modo de autoexilio, dejando atrás a una esposa, Annabella, a una hija fruto del incesto, Medora, y a una amante obsesionada.
Porque Lord Byron era, en aquel momento, lo más parecido a lo que hoy sería una rockstar y por lo tanto le salían gruppies de debajo de las piedras: una de ellas fue una chica de nombre Claire, que comenzó a mandarle cartas justo cuando el escándalo estaba dinamitando su vida. El poeta se lanzó al intercambio epistolar como distracción y, de paso, con la esperanza de que lo que hubiese al otro lado no fuese un congrio obsesionado con sus endecasílabos. Recordemos que por aquel entonces no había Facebook, medio en el que una foto de perfil podría ahorrarte el incómodo proceso de establecer conversaciones triviales para echar un casquete. Byron andaba agobiado con su situación personal y, la chica, que se descubrió como una joven de diecisiete años de clase media, educada y ostensiblemente bella, fue vista por él como una más de sus múltiples aventuras; un entretenimiento en tiempos difíciles. Y así se lo hizo saber. Lo suyo eran citas clandestinas a las afueras de Londres, nada más, y ella lo aceptó de boquilla aunque sus actos posteriores dijeron lo contrario. Y es que sin que Byron lo supiera, Claire Clairmont había llegado a su vida para quedarse.
Rumbo al exilio
Dicen que del amor al odio hay un paso e Inglaterra y el poeta lo demostraron odiándose mutuamente con la misma intensidad con la que antes se habían querido. La franqueza del carácter de Byron y el libertinaje de sus actos eran malos compañeros de la hipocresía inglesa, por lo que el poeta decidió huir de su país y recorrer el continente por segunda vez en su vida. Tenía una fortuna que despilfarrar y el exotismo de Europa le apasionaba e inspiraba.
Con Napoleón en Santa Elena, los ecos de la Revolución Francesa aún se oían en Europa. Byron quiso ir a Francia, pero como inglés se le negó el visado, así que atravesó Bélgica, las llanuras de Waterloo y siguió el Rin hasta los Alpes. La parafernalia que lo acompañaba era digna de una reinona de Juego de tronos: una caravana de varios carruajes con sirvientes, guardarropa, libros, pinturas, vajilla y mascotas. Entre el servicio personal, se encontraba un joven médico de nombre John William Polidori.
Byron era un hombre de bragueta tan ligera como democrática; por eso, cuando conoció poco antes de partir a un chico saleroso de ascendencia italiana y recién graduado en medicina, no le importó su inexperiencia: le invitó a unirse a su periplo y le vendió el asunto como poco menos que un viaje de placer. El poeta vio la ocasión de que un chaval de buen ver y además con pretensiones literarias le dorase la píldora y, quizá, otra cosa más privada. Por su parte, el bueno de Polidori concibió la aventura como una oportunidad única para impregnarse de los talentos de un genio deslumbrante. Si hubo tomate entre ambos, no podemos saberlo; para nuestra desgracia cotilla, la tía de Polidori censuró capítulos comprometedores de su diario póstumo. Lo que sí tenemos claro es que la relación se volvió tan tormentosa como la más manida metáfora romántica. El joven médico pronto descubrió que, bajo el apabullante talento de su jefe, se escondía un carácter odioso, cruel y displicente: lo humillaba, lo trataba con desdén y tenía que soportar continuamente la tensión de una personalidad fogosamente cambiante. Lo que no sabía Byron es que involuntariamente estaba dándole a Polidori una personalidad con la que modelar un monstruo literario que les sobreviviría largamente a ambos. Tampoco sabía que un editor, John Murray, le había ofrecido a su médico personal una suma generosa (quinientas libras) por registrar en su diario cotilleos del poeta; tarea que, no obstante, nunca se llevó a cabo.
Byron llegó en mayo a Ginebra con la intención de hospedarse en el hotel Auberge Séchéron, pero la presencia masiva de inquilinos ingleses le hizo salir por patas y buscarse otro alojamiento. Así, alquiló de junio a diciembre una villa a orillas del río Leman, de nombre Belle Rive, a la que rebautizó como su propietario, descendiente de un famoso traductor al italiano de La Biblia: Villa Diodati. El deseo de Byron era pasar un apacible verano junto al lago y, pese a que desde la otra orilla enseguida proliferaron los catalejos de mirones, pensó que aquel podía ser el sitio adecuado. Otra asunto era el clima, que seguía empeñado en chafarle sus deseos.
Entre los inquilinos ingleses del hotel, Byron se topó con su Marianne Faithfull particular. Por lo visto, Claire Clairmont también andaba de viaje por el continente y sus pasos le habían llevado precisamente al mismo lugar. No es difícil suponer la zozobra que debió sufrir el poeta, cuyos bajos instintos, sensiblemente desarrollados por naturaleza, combatirían con la activación de su sentido arácnido ante la casualidad de encontrarse con una amante a miles de kilómetros de casa. Pero si hubo reparos en él debieron esfumarse en cuanto la chica le dijo que no venía sola: además de su hermanastra Mary, viajaba con el novio de esta, Percy Shelley, quien era, junto a John Keats y el propio Byron, el tercer vértice de la gran triada de poetas románticos ingleses de la época. Conocido este detalle, Byron no dudó en invitar a la chica y a sus acompañantes a Villa Diodati: si para conocer a Shelley debía de someterse a los perjúmenes de Claire, sería una pena que estaba dispuesto a pagar.
Todos los caminos llevan a Diodati
Para entender bien cómo llegó Claire hasta Ginebra, conviene acercarnos primero a la figura del otro gran poeta de este relato: Percy Bysshe Shelley.
En cierta manera, Percy Shelley supone la cara inversa de Lord Byron. Frente a la crueldad, histrionismo y frivolidad byroniana, Shelley tenía una personalidad cándida, un semblante serio y unas convicciones ideológicas férreas. Estas últimas marcarían su vida. Su ateísmo y sus interés políticos contestatarios le habían metido en más de un lío desde sus tiempos de universidad y, en 1814, cuando contaba veintidós años, se acercó hasta Skinner Street, en un barrio de clase media londinense, para conocer a uno de sus ídolos intelectuales: William Godwin.
El célebre filósofo radical lo recibió con los brazos abiertos. El joven se convirtió en discípulo y albacea intelectual de Godwin, además de hacerse cargo de su sostenimiento económico hasta el punto de endeudarse a cuenta de su futura herencia. Pero a Shelley esto no pareció importarle, ya que idolatraba al viejo ácrata y además estaba dispuesto a recuperar lo invertido a su manera.
La situación familiar en casa de los Godwin parecía salida de La tribu de los Brady. William Godwin era viudo de Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo y una de las intelectuales más importantes de su tiempo. Esta había muerto dando a luz a la hija en común de ambos, Mary, y además ya había aportado al matrimonio la presencia de Fanny, fruto de una relación anterior. Cuando Godwin enviudó, contrajo matrimonio con su vecina, Mary Jean Vial Clairmont, una mujer culta y llegada de Centroeuropa (y que posteriormente se convertiría en la primera traductora al inglés de Los cuentos de los hermanos Grimm), quien a su vez tenía otra hija de nombre Mary Jane. Así que, en el momento en que Shelley apareció en escena, se encontró a tres chicas adolescentes que eran, cada una y nunca mejor dicho, hija de su madre y de su padre (y ninguno de ellos coincidían).
No es difícil por tanto imaginarse la impresión que el poeta, con una aureola de príncipe azul, debió causar en aquellas teenagers cultas pero fácilmente impresionables. Fue precisamente Mary, la niña que había crecido correteando en una casa frecuentada por Wordsworth, Coleridge o Blake, la que se llevó el gato al agua. En 1814, los dos tortolitos y la sujeta velas de Jane se escaparon a Europa: el poeta (y en esto Shelley sí que se parecía a Byron) lo hacía dejando atrás a una mujer embarazada y a un hijo; Mary y Jane, abandonando a un padre cabreado. No obstante, tan solo unas semanas después volvieron todos con el rabo entre las piernas, para encontrarse con que el otrora defensor del amor libre les había cerrado la puerta con llave y borrado los nombres del buzón. Así pues, Mary y Percy se fueron a vivir su amor prohibido a las afueras de Londres, aunque, eso sí, bajo el acoso de los acreedores: porque Míster Godwin les había dado la espalda, pero no sin antes obsequiarles con un particular regalo de boda en forma de pufo económico. Por su parte, Jane se fue convenciendo de que no podía romper el hechizo de amor que unía a su hermanastra con el príncipe del cuento y, con esa fogosa envidia que arde intensamente en la adolescencia, se dijo que si no había podido conquistar a aquel poeta lo intentaría con otro aún más grande. Y ese solo podía ser Byron.
Lo que vino a continuación ya lo hemos comentado: la nueva Jane, rebautizada en su correspondencia como Claire, comenzó un acoso y derribo epistolar a Byron. La empresa fue un éxito y se tradujo en unos escarceos clandestinos y en una obsesión platónica que llevaría a la chica a acompañar a Mary y a Percy en su segundo viaje a Europa, condicionándolo de paso para hacerlo converger con el del poeta.
La casa encantada
Se suele decir que en las casas encantadas habita algún tipo de fuerza mística que atrae y atrapa el Mal entre sus paredes. En cierta manera, Villa Diodati podría encajar en esa descripción; no tanto porque se produjesen en su interior acontecimientos viles, que no fue el caso, sino porque invocó de forma extraordinaria el talento creativo de varios escritores haciéndolos reflexionar sobre el terror y el miedo con resultados trascendentales. Y es que alguna extraña energía artística reverberaba en ese caserón: varias personalidades deslumbrantes de las letras se habían alojado allí ya en el pasado, como John Milton, Robespierre o Voltaire y, durante aquella extraña y oscura primavera de 1816 también se dejó ver Matthew Lewis, autor de El monje, obra maestra de la literatura gótica.
Pero por más que nos gustaría preñar a nuestro relato de otra ominosa señal, la realidad es que el elemento esencial para que los hechos ocurriesen como sucedieron no se encontraba tanto en la casa como en el cielo. El invierno volcánico que estaba experimentando el hemisferio norte, consecuencia del estallido del Tambora, se reflejaba aquellos días de forma especialmente intensa en un clima desapacible y en una negrura amenazante. Como podemos leer en sus diarios, la oscuridad era tal que ensombreció los corazones y conversaciones de los inquilinos de Villa Diodati. Sin que ellos lo supieran, el efecto mariposa estaba agitando las alas sobre el lago Leman y su reflejo en el agua era negro como la noche y melancólico como los atardeceres que William Turner retrataría por aquellas fechas en sus cuadernos de viaje.
Claire Carmont, Mary Godwin y Percy Shelley se acercaron con sus bártulos una tarde tormentosa de junio a Villa Diodati. Tanto Byron como Shelley ardían en deseos de conocerse; Mary era una chica culta atraída por cualquier estímulo intelectual al alcance de su mano; y Claire… bueno, todos sabemos lo que quería Claire. La idea del grupo era pasar una jornada a la orilla del lago, pero el mal tiempo convirtió la estancia en un inesperado airbnb de tres días.
El flechazo entre Shelley y Byron fue instantáneo: los dos poetas eran tan diametralmente opuestos que se fascinaron mutuamente. Además estaba Mary, la bella de ojos grandes e intelecto deslumbrante que lo acompañaba y que hacía la visita aún más enriquecedora; pero resultó obvio enseguida que en aquella obra había dos patitos feos ensombrecidos por Byron: la anodina Claire y el gris Polidori. Ambos iban a ser objeto de sus perversos juegos psicológicos. Byron se dedicó a animar al «doctorcito», aspirante a poeta, a recitar sus creaciones ante la audiencia con el perverso objeto del escarnio público; no cuesta imaginar al cruel personaje señalando con el dedo al «pobre Polidori» y riéndose de él a lo Nelson el de Los Simpson («¡JA, JA!»). Tampoco es difícil deducir el trato con el que debió castigar a Claire, suficientemente apetecible como para ser su amante de noche pero, por supuesto, objeto de repudio como compañía diurna. Para sorpresa de Byron, la chica guardaba un as envenenado bajo manga: había llegado a Suiza embarazada.
Este era el enrarecido ambiente en Villa Diodati. Las feromonas volaban por toda la atmósfera y además Byron no solo jugueteaba con Polidori y Claire, si no que miraba con buenos ojos a Mary, mientras Shelley hacía lo propio con la hermanastra de su prometida, con quien pasado algún tiempo acabaría encontrándose bajo las sábanas. Desde el punto de vista de los instintos primarios, el panorama en aquella casa era un precedente decimonónico de Gran Hermano: todo se intensificaba allí adentro y el edredoning era la actividad nocturna favorita.
Y en esas estaban, entre desplantes, anhelos libidinosos y conversaciones trascendentales, cenas regadas de vino y posiblemente sumergidas en opio, cuando la tormenta exterior animó a Polidori a desempolvar un libro de cuentos alemanes de fantasmas que traía entre sus cosas. El título era Phantasmagoriana y Byron lo leyó en voz alta con tanto fervor que su público se cagó de miedo. De hecho, cuando después de la lectura recitó los versos del Christabel de Coleridge, el bueno de Shelley salió despavorido cual Scoby Doo escapando de fantasmas, ante la visión, dijo, de unos ojos donde deberían estar los pezones (¡cuidado ahí!) de las chicas que los acompañaban. Pero Byron, no contento con provocarle un infarto de miocardio a Shelley, propuso a continuación a los presentes el reto de escribir el cuento más terrorífico que pudiesen imaginar. Y todos menos Claire aceptaron el desafío.
Yo crearé monstruos por ti
Y aquí es donde nuestra historia da un giro tan repentino como fascinante. Si pones a Messi y a Cristiano Ronaldo a jugar en el mismo campo, no cabe duda de que ellos serán los protagonistas indiscutibles del encuentro. Sin embargo, en el partido que estaba a punto de jugarse en Villa Diodati, los goles iban a ser marcados por los jugadores olvidados en el banquillo.
Puede que el fogoso Byron se aburriese enseguida de su propio reto y que el impresionable Shelley no se sintiese a gusto con el asunto; nunca lo sabremos. La cuestión es que los únicos que finalizaron la tarea fueron Mary y Polidori, y sorprendentemente sus creaciones han igualado y, en algunos aspectos, trascendido la grandeza legendaria de los dos poetas.
Durante aquella noche de junio que duró tres días, germinaron en la mente de Mary las semillas del monstruo imperecedero que le harían ganar un hueco en la historia de la literatura. Durante esa velada casi infinita se habló de los experimentos alquímicos del doctor Dippel en el castillo alemán de Frankestein, del fluido de la vida, de los experimentos de Darwin y del galvinismo (aplicación de energía eléctrica a los músculos animales); y esas conversaciones fueron calando en Mary hasta el punto de que poco después, en una pesadilla en la que vería a un estudiante de artes oscuras reanimando a un cadáver, encontraría por fin la premisa de Frankestein, el moderno prometeo.
En lo que se refiere a Polidori la cosa no está tan clara, sobre todo porque distintos testimonios (incluidos los suyos) difieren respecto a cuál fue el relato que realmente comenzó el joven doctor aquella noche. No obstante, parece claro que esa velada supuso el acicate definitivo para escribir El vampiro. De hecho, se dice que su germen está en el bosquejo de cuento que comenzó entonces Byron acerca de la extraña relación entre dos amigos de viaje por Grecia. Y la realidad es que en la historia de Polidori está presente dicha relación, aunque condicionada por la personalidad malvada y vampírica de uno de ellos, quien convertido en un trasunto indisimulado de la personalidad cruel e hipnotizadora de Byron, estaba marcando el momento fundacional del vampiro aristocrático en la cultura moderna.
Condena y herencia de Villa Diodati
De Villa Diodati saldría una relación de amistad verdadera entre el matrimonio Shelley y Lord Byron, una niña de nombre Allegra hija del poeta y Claire Carmont, y dos novelas de terror imperecederas. Pero todos los implicados parecieron perder algo entre aquellas paredes.
Ninguno de los hombres que participó en la famosa velada vivió más de ochos años. Polidori se suicidó a los 25, en 1821, a causa de su mala fortuna editorial y su inestabilidad personal; paradójicamente lo hizo con ácido prúsico, invento del siniestro doctor Dippel. Shelley falleció en 1822, poco antes de cumplir los 30, ahogado tras naufragar su velero en el viaje de Pisa a Lerici. Byron murió en 1824 con 36años, y lo hizo en Grecia combatiendo por la independencia del país helénico. A los tres escritores les sobrevivirían sus obras, como si su lugar en la eternidad hubiese quedado fijado vendiendo su alma en Villa Diodati.
Y es que la muerte pareció perseguir directa o indirectamente a todos los huéspedes de aquella mansión junto al Lago Leman. Mary y Percy se casaron en 1816, después de que Harriet, la primera esposa del poeta, se ahorcase deprimida por su abandono y víctima de la adicción al opio. Al fallecimiento prematuro de su primera hija tuvieron que sumarle, ya mudados a Italia (a partir de 1818) el de su segundo y tercer hijo. Solo sobreviviría a Percy el cuarto de ellos, Florence, así como los dos hijos que había tenido con Harriet: Ianthe y Charles. Los Shelley se mudaron a Italia acompañados en el viaje por Claire, quien quería entregarle el cuidado de Allegra a su padre. Hasta entonces, Byron las había ignorado a ambas, pero aceptó con la condición de que Claire se alejase de su vida. En marzo de 1822, dos meses antes de que Shelley falleciese, la niña moría con tan solo cinco años a causa de unas fiebres contraídas en el convento al que Byron la había enviado poco antes.
Pero en esta historia no hubo solo muerte: Mary vivió hasta 1851 y lo haría dedicándose fundamentalmente a difundir el legado de su marido, mientras veía cómo su creación se iba convirtiendo, sobre todo gracias al interés que despertó en el teatro, en una referencia inmortal. Siguió escribiendo, incluso reescribió su obra magna, pero la sombra de la pérdida ensombreció el resto de su vida. Claire murió en 1879, cuando tanto el monstruo de Frankestein como el vampiro perfilado por Polidori eran ya, como señala William Ospina, sombras familiares del mundo. Sesenta y tres años después de Villa Diodati, Claire fue la única testigo de la herencia de una velada que por entonces ya gozaba de una condición legendaria, y este hecho no deja de tener algo de belleza poética dado que ella fue, junto al lejano volcán indonesio, el personaje que había movido desde la sombra los hilos de esta historia. Pero además, la literatura le aguardaba su peculiar reconocimiento: ser la inspiración de Henry James para Los papeles de Aspern, la historia que el escritor norteamericano le dedicó a la anciana amante de un famoso poeta.
Resquebrajada como acabó la relación entre Polidori y Byron, el médico fue despedido al final del verano de 1816. Tres años más tarde se publicaba El vampiro sin su autorización ni conocimiento. El relato logró el beneplácito de público y crítica envuelto en la confusión de su autoría, la cual había sido asociada a su antiguo jefe por una triquiñuela del editor al subtitularla como «una historia de Lord Byron». Para cuando el asunto se aclaró, el frágil Polidori estaba lo suficientemente desencantado con el mundo literario en particular, y con la vida en general, como para suicidarse. Nunca supo que su Lord Ruthven sería la inspiración directa del icono de terror más importante de la cultura moderna.
Mary Shelley fue más consciente del peso de su legado. Sin embargo, se distanció de su criatura como si su éxito hubiese traído aparejado la fatalidad a su vida. Pionera de la ciencia ficción, su revisión del mito de Prometeo enraizó en un nuevo mundo en el que los avances científicos no han dejado de plantearnos el eterno peligro de jugar a ser dioses.
Ambos mitos, arquetipos ancestrales de nuestros miedos más profundos, fueron reinventados en una casa encantada una noche mágica que duró tres días en un año sin verano. Pero este acontecimiento, como hemos visto, no hubiese sido posible sin el invisible aleteo de una lejana mariposa en forma de catástrofe natural, y sin que las reverberaciones de su vuelo no hubieran sobrevolado algo tan propio del Romanticismo como las pasiones humanas.
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