Mary Wollstonecraft: la hiena con enaguas
La memoria no siempre es fiel a la historia. Eso explica que el siglo XIX despreciara a Mary Wollstonecraft (1759-1797), a la que muchos consideraban una especie de libertina. Una prostituta, a decir la Anti-Jacobin Review. La realidad, en cambio, muestra a una persona de moral exigente, incluso puritana. Por eso mismo, sentía indignación al comprobar que la sociedad, a la hora de plantear la educación femenina, se preocupaba por los buenos modales, no por la sinceridad de los sentimientos. Su clásico Vindicación de los Derechos de la Mujer, reeditado en 2018 por Cátedra, nos descubre a una autora capaz de hacer las preguntas adecuadas para cuestionar la misoginia de los dogmas heredados. Aunque por el camino, tenga que enfrentarse a pensadores de la talla de Rousseau.
A finales del siglo XVIII, una mujer tenía posibilidades muy limitadas de ganarse la vida con decencia si no contraía matrimonio. Wollstonecraft los probó todos puesto que su familia, arruinada, no estaba en condiciones de proporcionarle una buena dote. Se dedicó a la docencia en una escuela que, por culpa de sus hermanas, acabó llena de deudas. Probó después suerte como institutriz en casa de unos aristócratas irlandeses, pero su temperamento poco sumiso no le ayudó a conservar el empleo. Finalmente, hizo de la literatura su profesión definitiva. En la Analytical Review se movió en uno de los ambientes más progresistas de la Inglaterra de su época. Todos observaban, ilusionados, el espectacular acontecimiento que tenía lugar al otro lado del Canal de la Mancha: la revolución francesa, con su promesa de un mundo más libre y justo.
Los conservadores británicos, en cambio, no estaban por aplaudir un seísmo político de tal magnitud. Edmund Burke escribió un famoso libro en el que defendía la emoción, el apego a los viejos prejuicios ingleses precisamente porque eran prejuicios, frente a la razón ilustrada, supuestamente fría. Se inició así una gran polémica con múltiples intervenciones. Una de ellas, la de nuestra autora en su Vindicación de los Derechos del Hombre. Para ella, Burke se había convertido en el paladín de una falacia. La propiedad, un principio al que sacrifica cualquier otro, solo era en la práctica la de los ricos.
Mary Wollstonecraft no se quedó aquí. En Vindicación de los Derechos de la Mujer, atacó la idea de que la subordinación femenina estuviera basada en una inferioridad natural. El problema, por el contrario, residía en la educación. El prejuicio que contraponía la sensibilidad de ellas y la racionalidad de ellos no era sino una construcción cultural. Para cambiar la patente asimetría entre los sexos, el camino tenía que ser el del esfuerzo individual de las víctimas de la desigualdad. Como señala la historiadora Isabel Burdiel en el prólogo a la edición de Cátedra, Wollstonecraft no supo ver que se enfrentaba a una cuestión social.
Por muchas simpatías que despertara, un ataque tan fuerte a los estereotipos de género no podía dejar de incordiar a las mentes más conservadoras. Para el político Horace Walpole, pretender equiparar a hombres y mujeres suponía un desafío al sentido común. Por eso intentó ridiculizar a la autora de la Vindicación llamándola «hiena con enaguas».
¿Qué sucedía, mientras tanto, con su vida privada de la joven escritora? Sin experiencia amorosa, fue a encandilarse de un casado, el pintor Henry Fuseli, un presuntuoso al que le encantaba jactarse de sus proezas sexuales. Seguramente, la relación no fue más allá de lo platónico. Convencida de haber encontrado a su alma gemela, Mary propuso a la esposa de Fuseli mudarse a su domicilio. Seguro que no diría que no a una propuesta tan lógica. Formarían una especie de trío, pero ella no sustituiría a la mujer legítima en el lecho, solo estaba interesada en la comunión intelectual con el pintor. Como era de esperar, la reacción del matrimonio fue una enérgica y destemplada negativa.
Tras otro desgraciado amorío, esta vez con el hombre de negocios Gilbert Imlay, Wollstonecraft intentó suicidarse. Tras su recuperación acabó casándose con el filósofo radical William Godwin. Murió cuatro meses después, tras dar a luz a Mary Shelley, la celebérrima autora de Frankenstein. Godwin le rendiría homenaje en unas memorias indiscretas que echarían a perder su reputación. Pasaría mucho tiempo antes de que la posteridad acertara a reivindicar a una figura esencial para el feminismo moderno.
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